La filmografía de Francisco Lombardi se erige como estandarte de ese otro cine, una “propuesta diferente” que ha venido desarrollándose -aunque a tropiezos y empellones- en Latinoamérica. La finalidad que reviste la noción de lo violento en sus películas dista mucho de la que se persigue en una porción considerable de las cinematografías de otras latitudes. No encontramos en él una violencia “pornografiada” o “prostituida”, espectacular, con ínfulas de “gancho” para el espectador común, o sometida a los vaivenes del mercado.
Ni siquiera intenta otorgar la primacía a esa violencia física que, por explícita, no tiene que ser la más elocuente... y mucho menos la única; su obra despliega sobre el celuloide un sinfín de posibilidades del mismo fenómeno, que muchas veces pasan desapercibidas ante la mirada del hombre común, pero que están ahí, latentes, en la inmensidad de variedades que oscilan desde las agresiones psicológicas más sutiles hasta la más descarnada de las actitudes que responde a “lógicas” socioculturales. En esta amplitud del espectro temático radica, precisamente, uno de sus mayores logros.
La violencia en Lombardi –a pesar de desbordarse a cada paso- no llega siquiera a convertirse en sujeto, en un ente ensañadamente independiente; más que un fin en sí misma, resulta un tránsito, un cauce discursivo a través del cual se canalizan una serie de planteamientos ético-filosóficos sobre la realidad que le asiste. Sus filmes hay que leerlos a nivel de parábola y supratexto; de lo contrario, su discurso se banaliza, tornándose fatuo y pueril. Y es que sus relatos cinematográficos traspasan el horizonte de la inmediatez y las primeras lecturas para devenir palimpsesto comprometido (¿gesto premeditado o traición del subconsciente?) y mostrar la violencia como un metadiscurso ético acerca de las estructuras socioculturales latinoamericanas. El cineasta crea paralelos sensitivos con el fin de desplegar su potentísima exploración filosófica acerca de la violencia cotidiana, lo que le otorga una asombrosa capacidad (y posibilidad) narrativa. La moraleja (aunque no sea concebida como tal) de sus historias, más que conducirnos a juzgar o condenar a sus protagonistas, se erige con el fin de develarnos esa madeja de circunstancias que condicionan la existencia humana en esta tórrida e irascible América.
Lombardi muestra lo que de violento radica en la miseria (real y espiritual), en las desigualdades sociales y en la precariedad de la vida en esta porción del continente. En ello se enlaza a través del tiempo con la “estética del hambre” que definiera Glauber Rocha en medio de la vorágine del CinemaNovo. Pero lo más importante es que no hay en él un “folclorismo de la indigencia”, tal como lo definiera Sergio Wolf. (1) Es cierto que parece difícil –si no imposible- poder diferenciar (y convencer al espectador de esa diferencia) este mensaje del que trasmiten a diario las cadenas de televisión, “esos cuervos voraces” que, al decir del propio Wolf, “...huelen decadencia y se abalanzan, generando noticias sobre todas las formas de la violencia –social, política, cultural, económica, moral- que aparecen sin explicación ni contexto en todos los hogares del continente.” (2) Contra ello atenta también la subjetividad del público, acostumbrada a consumir un producto estético diferente (léase “norteamericano”), así como el distanciamiento que consciente o inconscientemente procura el espectador latinoamericano de la exhibición del sufrimiento, que lo reenvía mentalmente a su condición miserable y a su futuro desesperanzador.
Como el mismo Lombardi refiriera: “La realidad a nuestro alrededor es tan tremenda, tan rica para reelaborarla, que da pena que el cine latinoamericano no esté a la altura que le corresponde.” (3) Sin embargo, su filmografía sí parece ubicarse en un estrato superior –que no por decir “superior” necesariamente alude a “óptimo” en cuanto a calidad en todos los casos-, desde donde observa como un ser omnipresente la vida de los mortales y a partir de ello construye una reflexión ética. No necesita explicitar su crítica política y social con discursos (verbales) manidos o en extremo evidentes (aunque su filmografía los contiene... pero eso sí: de la mejor calidad). Basta con documentar, con reflejar esa realidad (al decir de Fernando Birri) –esa sub-realidad, esa desgracia-; ya con eso “la niega, la repudia, la denuncia, la enjuicia, la critica, la desmonta.” (4) Como el propio Birri predijera, la consecuencia y la motivación de ese tipo de cine (que en aquel momento se trataba del cine documental social, pero que resulta perfectamente aplicable a la producción actual de Francisco Lombardi), es la de lograr un conocimiento y una toma de conciencia de esa realidad, conducir a una problematización (que siempre es el primer paso para el cambio “de la subvida a la vida”). Pero no cometamos el error de confundirlo con ese otro -también existente- estilo cinematográfico que, persiguiendo la crítica pura de la sociedad, olvida la (re)creación sin la cual el cine pierde sus asideros artísticos, se torna llano y ramplón, puro reflejo documental de la realidad… y nada más. Muy por el contrario, las películas de este cineasta buscan la elevación estética de esa realidad convulsa que lo desafía todo. Elabora para ello su discurso a partir de alegorías que lo hacen merecedor del mismo calificativo con que se auto-apodara Fernando “Pino” Solanas: grotético–mezcla de grotesco y ético, haciendo alusión a un cine directo, chocante, del desarraigo, pero a fin de cuentas metafórico-; alegorías que desenmascaran, desde su condición velada, el sustrato ideológico que subyace en ellas.
Y precisamente la alegoría –ese recurso que privilegia en sus filmes- adopta disímiles rostros. En su primer largometraje, Muerte al amanecer (1977), Lombardi recrea el caso verídico de un violador y asesino de niños, conocido como “monstruo Almendáriz”. Pero no le interesa el aspecto jurídico del suceso, sino que lo enfoca desde una perspectiva más humana, para analizar las fuerzas sociales que dictan y hacen cumplir la sentencia (proceso que, incluso en la historia real, fue cuestionado en su verosimilitud; este detalle, de ser dominado por el espectador, recrudecería la apreciación de la puesta en escena). Con este fin, en lugar de narrar los sucesos desde el comienzo de los crímenes (recurso que hubiera podido resultar el más sensacionalista), ubica como únicas acciones del filme las concentradas durante las últimas doce horas del condenado a muerte, en la noche de espera para su ejecución, y las circunstancias que rodean ese hecho. De modo tal que la isla donde se ubica la cárcel, los guardias, el director, los representantes de la justicia, los presos y el propio ritual de espera-fusilamiento, se convierten aquí en un amargo reflejo de las injustas desigualdades de la sociedad peruana y de sus instancias legislativas.
Por su parte, Maruja en el infierno (1983) se nos revela como una parábola del submundo marginal (esos pozos de miseria existentes no sólo en la capital de Perú), pero también del derecho del ser humano al respeto individual, a controlar sus actos y, en general, a la libre determinación, mostrándonos la lucha de cada uno de sus personajes como una posibilidad (y no objetividad) individual de progreso. La fábrica clandestina -microcosmos donde se dan cita todos los males y calamidades imaginables- simboliza no sólo el universo individual, sino también el macrocosmos social desde donde uno puede precipitarse súbitamente “a los infiernos”. Pero más allá de fronteras tan delimitadas, pudiera verse como metáfora de la lucha por la liberación de América Latina que, como ya es costumbre en la fatídica visión del cineasta, termina ahogándose en una orgía de violencia que relativiza hasta la saciedad la perspectiva del “final liberador”.
En su cuarta y quinta películas - respectivamente La ciudad y los perros (1985) y La boca del lobo (1988)-, lo que parecía en sus inicios perfilarse como panfleto anti-institucional, logra, a partir de la (¿deliberada?) continuidad temática y espacial, develarnos una especie de imagen donde se dan cita innumerables temáticas que se extienden mucho más allá de los márgenes del colegio o el cuartel militar: los intríngulis de la vida castrense, los excesos provocados por el poder, la inmundicia que puede hallar cabida en las conductas humanas corroídas por una sociedad donde priman la desigualdad y el desequilibrio, la corrupción, el odio visceral, la intolerancia, la soledad, el aislamiento físico y emocional, los conflictos étnicos y de clase. En fin, toda una amplísima gama de posibilidades que refleja, cual espejo implacable, no sólo los conflictos de la sociedad peruana, sino los de casi cualquier sociedad moderna.
Sin compasión , realizada en el año 1994, incomparable imagen del sufrimiento humano, nos hace tomar conciencia de las injusticias que se suceden a diario en nuestra sociedad, de las desigualdades sociales y de los comportamientos extremos que ello acarrea. Lombardi indaga en una lectura contemporánea de la novela de Dostoievski, haciendo converger (sin grandes esfuerzos, dicho sea de paso) la Rusia del XIX y la mísera y depauperada América Latina del XX. La película se rehúsa a estructurarse a partir del crimen y el correlato melodramático-policial, y la escasa acción persecutoria nos obliga a ver el asesinato más que como un fin en sí mismo, como un punto de partida para potenciar reflexiones filosóficas de mayor profundidad y sentido generalizador.
Al año 1996 corresponde el único thriller de este cineasta: Bajo la piel. Sin embargo, bajo la epidermis de ese género cinematográfico subyace un estructurado discurso sobre las frustraciones de una sociedad que no ofrece al individuo posibilidades de superación, así como acerca del dolor acumulado, la decepción, la pérdida de los asideros. Y por encima de todos esos posibles tópicos, se erige una parábola de manera omnipresente, una realidad quemante en el Perú fujimorista de mediados de los 90, una pregunta controvertida: ¿cómo puede construirse algo estable y duradero sobre la negación del horror evidente (5) y de la eticidad resquebrajada? Pero también apreciamos un cuestionamiento social -basado en precedentes reales- ante la posibilidad de cometer un crimen impunemente.
No se lo digas a nadie (1998), aunque de narración un tanto superficial e incoherente, emite un grito aniquilador contra la imposibilidad de hallar la identidad, contra la incomprensión, la intolerancia (que incluye una práctica cultural violenta, demasiado arraigada en la sociedad latinoamericana: el machismo), la represión de la religión, de las “buenas” costumbres y normas sociales. Pero también arremete contra una clase social media que, en las posibilidades en extremo opulentas de su vida acomodada y en su fallido intento de (im)perfección, hace perder a los más jóvenes su rumbo, sus valores y sus vías de salvación.
En 1999, Lombardi rueda Pantaleón y las visitadoras. La tan esperada “comedia”, realizada en mitad de la producción de un director caracterizado siempre por abordar la ferocidad y la barbarie, no resultó lo esperado. En el supuesto tono de broma se revelan las más crudas verdades que se agazapan bajo el manto de “perfección y equilibrio” de la nación. Tópicos como la prostitución (en su actitud de fenómeno generalizado y aceptado, si no culturalmente, al menos sí socialmente, aunque de manera solapada y doblemoralista), la corrupción del ejército, la permisividad excesiva, la manipulación del poder, etcétera, se dan cita en este irónico entramado de servidumbres y maniobras macabras.
Y un último ejemplo: Tinta roja (2000), una exquisita metáfora de la sordidez y la violencia que se esconden bajo la apariencia cohesionadora de la ciudad, vista como espacio de confluencia de sujetos. Nos habla, además, de las relaciones de poder (una vez más), de la existencia humana, de la doble moral, de la pérdida de los escrúpulos, de la ansiedad por ascender en la vida y de los tortuosos caminos que en ocasiones se eligen para lograrlo, de los entretelones y las manipulaciones de la prensa, de la mengua de los afectos (y el ascenso de los defectos) en la brutal carrera por la supervivencia. Es, sin más, un amplio retrato -extraído de los rincones de la insignificante redacción de un periódico- del mundo salvaje en que nos ha tocado (ex)(subs)istir.
Resulta cierto que su filmografía no alardea con excesivos recursos del lenguaje cinematográfico. Con un discurso expresivo inclinado a la sobriedad, alejado de todo desenfreno sensorial, Lombardi ha sintonizado siempre con una manera peculiar de ser y percibir la sociedad peruana y la existencia humana en general, lo cual le ha permitido transitar de lo particular a lo universal, razón que justifica su aceptación en disímiles y muy heterogéneos auditorios. Sin embargo, en sus filmes manipula reiterativamente ciertas herramientas del lenguaje cinematográfico, que funcionan como apoyatura para la tematización de la violencia, enriqueciendo así la puesta en escena. Entre ellos, las temáticas abordadas a través de los guiones, la construcción de los personajes (donde siempre encontramos un personaje tipo: el “desajustado”, el sujeto “cuestionador”); la crudeza de los diálogos; los silencios abrumadores dentro de la banda sonora; los espacios concentracionarios y claustrofóbicos; la recurrencia a los aplastantes contrapicados y a otros oportunos movimientos de cámara; la iluminación en clave baja; una fotografía basada en tonalidades ocres y grises; el meritorio empleo de la elipsis (sobre todo visual), entre otros.
El tema omnipresente en los filmes de Lombardi es el de las relaciones de poder, que se fracciona en un sinfín de variantes. Entre ellas, el cineasta reincide una y otra vez en la violencia político-militar, como aguda inquietud que lo tortura y obsesiona a cada instante. En este nivel, la construcción de la historia, el desarrollo de su trama y los diálogos que en ella se desarrollan ocupan un papel preponderante. La ciudad y los perros y La boca del lobo constituyen los casos más evidentes. La primera aborda la vida en un colegio militar de un país subdesarrollado, donde el propio sistema interno genera traiciones y una exacerbación de características como el machismo y la brutalidad, que en este medio emergen cual valores primordiales. Las relaciones de poder se nos vienen mostrando en toda su amplia gama de posibilidades a partir del comienzo: desde las relaciones despóticas entre el alto mando militar y el alumnado, hasta la de los propios cadetes entre sí, con su evidente extremo en la figura peculiar del Jaguar (interpretación que resulta uno de los puntos luminosos del filme), personaje maldito y misterioso que se ha erigido siempre como líder, dominando al resto de sus compañeros a base de temor e intimidación. Bajo el autoritario mandato del Jaguar, las escuadras de 5º año son hervideros de cigarrillos, alcohol y pornografía, prohibidos en la disciplina militar, pues este se hace “de la vista gorda” ante tales comportamientos (doble moral como un elemento más de violencia). Pero el asesinato del Esclavo, una de las víctimas (tanto de los alumnos como del sistema), genera un nuevo nivel de enfrentamientos: el honesto Tte. Gamboa –personaje que conoce, a lo largo de la historia, las dos posiciones de víctima y victimario que se evidencian constantemente en aquel lugar- se enfrenta a sus superiores, que pretenden evitar cualquier investigación que pudiese poner en tela de juicio el “buen funcionamiento” de la institución. Sin embargo, la maquinaria del poder se vuelve contra la propia figura militar (que aparentemente formaba parte de ella), haciendo valer su hasta ahora engañosa superioridad desde el mismo instante en que se siente atacada. Alberto/el Poeta, el protagonista (a quien también el asesinato lo ha llevado a romper su estatismo y enfrentarse por primera vez al Jaguar), observa los terribles hechos que desencadena ese poder: ve cómo Gamboa finalmente declina y acepta las órdenes (irrebatibles en la instancia militar, a pesar de su carácter cuestionable); el Jaguar, luego de la gloria, se precipita (física y psicológicamente) en franca caída; el falso universo de valores se desmorona. Es una historia de odios, muerte, frustraciones y esclavitud, historia de la sociedad humana y, en particular, de la militar peruana, tratando de extenderse a la latinoamericana.
Al tiempo que rastrea al autor del crimen, la trayectoria narrativa describe la búsqueda emprendida por el Poeta de la razón de su lealtad a la institución, a la ideología y a unos métodos ¿educativos? de naturaleza inverosímil y desalmada. Al igual que lo hará luego en La boca del lobo, aquí Lombardi propone un análisis de la responsabilidad individual y colectiva, que se encadena de manera sincrónica con la idea del sentir personal enfrentado al sentido del “deber” (una forma otra de violencia dentro de las relaciones de poder), que desemboca en los personajes en un gesto de impotencia, ofuscación, agonía y desesperanza. Con tal fin, ambas películas emplean la narración en primera persona del Poeta (La ciudad...) y Vitín (La boca...). Pero los dos filmes terminan con la salida del personaje que ha encarnado el enfrentamiento contra el poder –el “desajustado” o “cuestionador”, como le hemos apodado anteriormente- del espacio concentracionario en que ha tenido lugar la violencia, mostrándonos un final ambiguo, donde no existe aceptación, pero tampoco amotinamiento; más bien significa evasión, rendimiento, fuga y silencio sobre lo presenciado. Y es que en estas dos cintas los personajes van sufriendo una transformación esencial: las circunstancias van aniquilando su capacidad de resistencia y sus buenas intenciones iniciales, hasta imbuirlos en la vorágine de lo cotidiano y enfrentarlos con lo peor de sí mismos o de quienes le rodean. Todo como consecuencia de un sistema que corrompe, pulveriza, destruye las conciencias de los más débiles o los más sensibles.
Otro aspecto importante de la puesta en escena de estos filmes es la escasez y concentración espacial, intentando una fuerte sustentación de los espacios dramáticos. Tal recurso no resulta nuevo en la Historia del Cine, sino que ha sido empleado por muchos realizadores, como es el excelente ejemplo de Después de hora (After Hours, 1985), de Martín Scorsese. En La ciudad... queda confinada buena parte de las acciones al interior del internado militar (a diferencia del movimiento pendular colegio/ciudad que ocurría en la novela original de Mario Vargas Llosa), lo cual potencia los sucesos que allí se generan. Pero el mismo recurso quedará plasmado en todos y cada uno de los filmes de Lombardi, con un sentido claustrofóbico, trasmisor de la angustia que provocan los espacios cerrados. En el caso de Muerte al amanecer, encontramos el espacio limitado de la isla donde está ubicada la prisión y, de manera más restringida, las celdas y la casa del director del correccional. En esta última –asfixiante y sin ventanas- es donde tiene lugar la acción que se sucede a lo largo de la noche que han de pasar en vela todos los invitados a la ejecución del día siguiente, entre los cuales se divisan tres niveles compositivos, aunque sólo uno de ellos se ubica en esta locación: el compuesto por los miembros prominentes de la burocracia de ese momento histórico, y partícipes del juicio o la sentencia. A partir de sus diálogos y comportamientos se establece el desmontaje de un aparato místico (la justicia y la legalidad de cualquier país latinoamericano), la develación de una denuncia que gira en torno a las contradicciones sociales y carcelarias. Los otros dos niveles se sitúan en el resto de la isla (al fin y al cabo, también un espacio restringido): el Tte. Molfino y su grupo de fusileros, y el condenado Gregorio Villasante. Esta concentración espacial no hace más que potenciar a escala inimaginable la crudeza de las relaciones de poder. En la casa, por ejemplo, se desata una escena surreal, donde los invitados (a pesar del objetivo tan siniestro por el que se encuentran reunidos allí) pasan la noche bailando, bebiendo y charlando en un ambiente colmado de superficialidad. Este nivel contrasta con los otros dos, confinados a la nulidad (por supuesto, en diferentes escalas) por encontrarse en un estrato inferior de las relaciones de poder. El Tte. Molfino se refugia en la soledad (¿impuesta?) de la isla y en los tragos de algún aguardiente barato. Mientras tanto, el reo espera confinado en la estrechez de su celda iluminada por una luz mortecina, imbuido en la violencia psicológica de la espera y la soledad. Especie de “laboratorio dramático” en el que el cineasta concentró a un grupo de personajes muy tipificados en sus roles y apariencia física, que revelan los prejuicios clasistas y raciales típicos de la sociedad limeña.
Este mismo confinamiento espacial lo apreciamos en La boca..., donde se refleja la historia de un grupo de jóvenes soldados que son enviados a Chuspi, un pequeño pueblo de la zona de emergencia, asolado por el movimiento subversivo Sendero Luminoso. Desde la primera escena se nos anuncia el carácter que primará en todo el filme, con aquel paneo que descubre la matanza en el poblado y coloca –con un significado de contraste- los cuerpos inertes en las escalinatas de la iglesia. La banda sonora –con total ausencia de música en ese primer momento- juega macabramente con el silbido del viento, que acentúa la sensación de lugar aislado del mundo, tierra de nadie, plagada de soledad e incertidumbre.
Los personajes de este filme se encuentran circunscritos a un emplazamiento geográfico limitado por las montañas circundantes y por el cuartel del que apenas pueden ausentarse, pues ello acarrea siempre las peores desgracias relacionadas con ese enemigo invisible que pareciera acechar a cada instante. Los planos generales de las enormes montañas parecen devorar a los personajes, sensación apoyada también en los contrapicados que –sin necesidad de ningún otro elemento de énfasis visual- magnifican el entorno natural, describen este espacio sin necesidad de calificarlo. A ello se suma una iluminación en clave baja, para lo cual se hizo necesario filmar los exteriores sólo en las mañanas y tardes, con el fin de evitar la luz transparente y el cielo intensamente celeste de los Andes. El inhóspito paisaje se torna un antagonista más.
Estos son apenas signos externos que preconizan todo ese subtexto que leemos en el filme y que se extiende más allá de las fronteras de la violencia física o incluso verbal, para adentrarnos en un mundo de presión psicológica extrema. Escenario que va acorralando, asfixiando a los personajes, hasta conducirlos al límite de sus capacidades; juego de tensiones que los llevará, llegado el momento, a la ya previsible (y no por ello menos efectiva) crisis emocional. En este caso, la encontramos corporeizada en el ataque de pánico sufrido por “el Chino” al presenciar la masacre que los senderistas han perpetrado en el cuartel durante la exploración del grupo, actitud que le hace contraer lazos con aquel personaje –Pyle- que Stanley Kubrick delineara perfectamente en Full Metal Jacket (1987). Violencia progresiva, que va in crescendo, como en una espiral de furia y desenfreno. Así lo muestra el hecho de que la violencia más física, más tangible, más explícita, se llevara a cabo desde el inicio en atmósferas oscuras y ambientes total o medianamente cerrados (por ejemplo: las torturas de los pobladores en las habitaciones claustrofóbicas e inmundas del cuartel), que aún implican cierto grado de salvaguarda de las apariencias. Pero la tensión ha ido creciendo y la espiral llega a su punto máximo, en el cual esa violencia se ejercerá al descampado y a plena luz del día (masacre de los campesinos), con todo el sentido de impunidad y bestialización que supone. También la película resulta una parábola (como La ciudad...) de los excesos y el ejercicio indiscriminado de la fuerza en la vida militar (y política en general) y de la obediencia ciega en cualquier instancia de las relaciones de poder.
Y una vez más, en Pantaleón y las visitadoras, apreciamos el recurso de la concentración espacial, al quedar confinada la historia casi en su totalidad a la selva que, a pesar de ser un espacio abierto, entraña la imposibilidad de fácil acceso (únicamente por río), que sólo es posible a través de los convoyes de “visitadoras”. Especie de micromundo compendiador de atrocidades. Había llegado la tan esperada comedia a la filmografía de Francisco Lombardi, signada siempre por la truculencia y el horror. Pero las expectativas se desmoronaban en el propio instante de su alumbramiento, al descubrir que la comedia era apenas un pretexto (y un pre-texto). En tono de aparente sátira se decían las mayores verdades y se denunciaban los más terribles actos: la prostitución, los abusos del Ejército y su degradación ética, la doble moral del mando (y el mundo) militar, la incapacidad de las instancias que rigen el país, entre otros, eran los tópicos contra los que arremetía de manera incisiva este filme. Todo ello se acrecienta a partir del tono sarcástico y “profundo” que adquiere Pantoja para llevar a cabo su “estratégica misión”, que halla momentos de extraordinaria y corrosiva lucidez en secuencias como la celebración por la prestación número 20 000. Como expresara Rufo Caballero con respecto a Profundo carmesí, pero que se aviene perfectamente a este contexto: “(...) lo de tragicomedia es un eufemismo que disimula la envergadura del drama (...)”(6). Pantaleón..., más que para reírse, es una comedia para llorar.
Para culminar con el esbozo que hemos venido delineando acerca de la concentración espacial en los filmes de Lombardi, podemos resumir que, además de la manera en que se plantea en las películas analizadas anteriormente, adquiere muchas otras dimensiones. Significan lo mismo la casa de campo de Muerte de un magnate; la fábrica de botellas de Maruja en el infierno; la ciudad de aspecto patético y espacialidad ceñida a escasas locaciones, de Caídos del cielo y Sin compasión; el pequeño y apartado pueblo, así como las ruinas laberínticas de Bajo la piel. Todos no son más que microcosmos asfixiantes y enrarecidos, construidos para englobar una situación generalizada, un sinfín de conductas y acontecimientos que descubren ese macronivel al que aluden las películas. A ello se suma la distasia –o distensión del tiempo narrativo- como una constante que genera en el espectador cierto sentido de agobio, de tormento, identificándolo con los acontecimientos narrados y con los sujetos que los vivencian. Pero si bien estos recursos ya resultan de por sí efectivos, se potencian aún más con las soluciones de final que propone Lombardi. Los personajes de sus filmes trasmiten a lo largo de toda la historia su inconformidad (e incomodidad) con el confinamiento al que son sometidos. El reducido espacio donde se acumulan todas sus desdichas y tribulaciones, les angustia constantemente y sólo aspiran a escapar de ese círculo vicioso. Pero la visión de Lombardi es demasiado cruda para permitirles la liberación exorcizadora, por lo que la realidad que encuentran los que logran salir al exterior de sus respectivas “prisiones” resulta tanto o más árida que la interior. En Muerte de un magnate, José termina encerrado y a oscuras en su cuarto, debatiéndose entre la culpa y la inseguridad. El macizo portón de la fábrica clandestina de Maruja... es abierto por uno de los locos como símbolo de libertad, pero afuera sólo se divisan unos muros altos y grises, y un terraplén desolado y polvoriento, que dista mucho de la imagen esperada de felicidad; el “afuera” se revela como un segundo “adentro”, un nuevo Infierno. El paneo del Colegio Militar que tiene lugar en la última escena de La ciudad..., nos muestra un plano general de la arquitectura opaca y severa del recinto; pero luego traspasa el muro divisorio (¡siempre los malditos muros!) para enfocarnos el exterior frío y lóbrego como una continuación espacial y real. Imagen que nos despoja de toda posibilidad de escape y esperanza, acentuada por el redoble de tambor que ha acompañado a todos los momentos climáticos del filme.
Luna deserta en La boca... (“Cualquier cosa era preferible a quedarse”). Se va alejando del pueblo mientras se deshace de sus prendas de vestir (sobretodo, camisa), como librándose de toda esa doble moral, de todo ese horror vivido, esa podredumbre. Sus ropas devienen símbolos, estereotipos que en ese contexto poseen implicaciones violentas. Pero su futuro se nos ofrece incierto, amenazado de manera inmediata por los peligros de una guerrilla senderista que domina esos lares que a él le son ajenos y, a corto plazo, por la segura sanción contra la deserción. En Caídos..., las tres historias culminan, significativamente, en el cementerio. Pero además, hay un sentido pesimista y desolador en las tres “liberaciones”. Los niños se han librado de la tiránica abuela, pero al fin y al cabo, era la única familia que poseían y ahora deberán arreglárselas solos. Don Ventura ya no tiene a su lado a la Verónica que le estaba provocando situaciones difíciles y por quien había llegado a sentir hasta aversión (recordemos su terrible estigma); pero ahora se siente inmensamente solo, ha perdido tal vez su única posibilidad de ser feliz en un mundo que lo margina por su nivel social y su deformación física. Y los ancianos, que en apariencia han salido victoriosos en la construcción del ansiado mausoleo, terminan sus días viviendo en una casa de caridad de monjas, despojados de todas sus pertenencias en medio de una vejez que se avecina triste e insegura. Bajo la piel nos ofrece una escena de aparente placidez hogareña, pero el monólogo interior de Percy nos recuerda la relatividad de esa paz sustentada sobre la mentira y el crimen, por lo que el futuro se torna incierto. La doble moral prevalece en No se lo digasa nadie. Si bien parecía que Joaquín finalmente había encontrado su camino y se había reconciliado con el mundo, esa última fotografía nos revela que nada es como lo habíamos imaginado, que la vida lo seguirá conduciendo a actuar con la doble moral necesaria para subsistir en una sociedad en extremo discriminante. Pantaleón..., a su vez, se logra librar de la sanción militar por violentar las normas, pero termina siendo el mismo individuo servil, confinado ahora a una región de clima en extremo agresivo. Incluso en Sin compasión y Tinta roja, donde podríamos engañarnos con el “final feliz”, hallamos la invariable cuota de negatividad: Alfonso termina comprendiendo que se está convirtiendo en un monstruo y escapa de ese medio envolvente y brutal, pero le manifiesta a Van Gogh que no sabe qué pasará con su vida; Ramón Romano también se muestra optimista por su pena cumplida y el amor de Sonia, pero, al fin y al cabo, aún se encuentra en la cárcel de la que no sabemos cuándo saldrá, cuándo podrá concretar esa supuesta felicidad.
Pero resulta válido destacar de manera especial el meritorio empleo de la elipsis. Y es que la contradicción entre “mostrar” y “elidir” posee un lugar trascendental en la cinematografía que nos ocupa; contradicción que nada ha significado para la producción sensacionalista de Hollywood, donde la evidencia visual ha llevado a su límite el glamour de la violencia. Porque si en algunos filmes la noción de exhibir resulta un virtuosismo necesario, en otros podría ser inútil y contraproducente. Su estética no es toda la estética, pues la elisión forma parte de estilos igualmente efectivos.
Si bien es cierto que en los primeros filmes de Lombardi (Muerte al..., Muerte de... y Maruja..., sobre todo) existe una mostración directa de la violencia, su estrategia ha ido variando, para crear lo que se ha dado en llamar en la teoría de la recepción “puntos de indeterminación” , “espacios vacíos” que han ser llenados por el espectador. De modo tal que la elipsis se ha convertido en un recurso potenciador del clímax y la exacerbación de las sensaciones aterradoras (como en la escena de Caídos... en que la anciana ciega es devorada por el horrendo cerdo en su máximo estadio de salvajismo). Para algunos resultará ilógica esta aseveración, ante el caudal de acciones brutales que se despliega en estos filmes. Sin embargo, si analizamos atentamente su filmografía, advertiremos que se suele mostrar la violencia ya consumada –es decir, sus resultados-, mientras que los momentos más cruentos quedan elididos (como la matanza y descuartizamiento de los militares que van a entregar al prisionero senderista en La boca...). Esto responde al hecho de que este cineasta no construye melodramas (sino que, más bien, desdramatiza la violencia), por lo que no busca la exacerbación de la agresividad y el sufrimiento visual de manera ficticia o espectacular. Sólo se limita a la más pura realidad; eso sí, una verdad en extremo cruda, pero al fin y al cabo realidad. De cierta forma, Lombardi intenta establecer –a pesar de la familiaridad del espectador con los hechos y situaciones- esa distancia proxénica que permite que la tasa de implicación del narratario no sea demasiado elevada, y el efecto conativo no resulte total e indiscriminado. La elipsis favorece este proceso, para hacerlo desembocar en una reflexión crítica.
Montaje y movimientos de cámara son apenas empleados, pues Lombardi busca el famoso “sentido de la transparencia”, a partir de un esquema muy clásico, lineal y expositivo, de una narración orientada por un relato austero y ordenado cronológicamente, que hace que la historia se cuente por sí misma. No obstante, sí encontramos ciertos momentos en que las posibilidades audiovisuales adquieren un rol protagónico. Tal es el caso del montaje alternado en una de las escenas de Maruja..., que nos ofrece una imponente metáfora con la imagen del aterrado demente que está siendo bañado a la fuerza por los rufianes que le capturaron, para luego pasar de forma repentina a otro “baño”: el del infeliz perrito de Maruja, que también se resiste ante la imposición irracional de la fuerza.
El uso de la fotografía y la iluminación, sin grandes búsquedas formales, pero con un marcado realismo, ayuda a acentuar la veracidad de los relatos. En Tinta roja, el patrullaje de las calles siempre nubladas de Lima (casi en tonalidades absolutas de blanco y negro) sugiere la idea de una urbe gris, tremenda y agresiva, ese otro rostro de la gran ciudad que no siempre resulta visible. De manera contradictoria, las atmósferas sofocantes y soleadas de Bajo la piel (que pudieran significar lo contrario) también resultan agobiantes y estentóreas. Además, el desértico paisaje se nos muestra desde el principio del filme a través del parabrisas de la camioneta del protagonista, desde donde la silueta de un pequeño esqueleto que pende del espejo nos limita el campo visual con intenciones premonitorias. Por otra parte, el movimiento de cámara que avanza hacia delante no resulta fluido a la manera en que lo lograría un steady-cam; con toda intención, se logra a través de una cámara en mano ubicada en el interior del vehículo que se desplaza por terrenos sinuosos, lo que nos potencia una fuerte sensación de inestabilidad. De igual manera ocurre con la cámara que sigue a los protagonistas por el interior del laberinto de las ruinas de la cultura Moche y la que nos descubre a Marina bailando con Gino en la fiesta, siempre empleada con visos de mal presagio. La imagen no se detiene, no se equilibra, dándonos la sensación de estar pisando campo minado, en un ámbito donde sólo se conciben los actos extremos. A tal impresión se suma la fotografía en tonalidades ocres y opacadas, sin calidez ni brillo en el color (ya usual en la filmografía de este director), que además de mostrarnos la realidad desde una perspectiva luctuosa y patética, se convierte en expresión de la cárcel interna de cada protagonista. Esta intención llega al summun de sus posibilidades en Sin compasión, que se prestaba a una propuesta visual atrayente. A Pili Flores Guerra – director de fotografía- se le antojó que la película debía tener el color que “veían” los ojos del protagonista (gris o, cuanto más, ocre), desde su perspectiva pesimista y apesadumbrada, que mostrara una ciudad en plena decadencia. Para ello se trabajó la cinta en laboratorios, eliminando los tonos rosas y el brillo, desaturando el color y potenciando una paleta en clave baja. También parece como si se hubiera aumentado el grano de la cinta (lo que suele ser denominado “ensuciar la imagen”), con el fin de eliminar su apariencia nítida y límpida. La cámara, de igual modo, juega un rol preponderante en No se lo digas... Por citar apenas un ejemplo, podemos remontarnos a la escena en que Joaquín huye espantado del burdel a donde lo lleva el padre como regalo de graduación, desarrollada a través de un vertiginoso travelling que se hace cómplice de la turbación y el espanto del personaje (7). La tercera parte de la película (que ya está vaticinando el final) comienza con planos abiertos de Miami pero, conforme se desarrolla la narración, los planos cerrados se van haciendo cada vez más frecuentes, culminando en el epílogo (que partió de una cámara móvil) con una foto fija, que muestra al personaje enmarcado, sujeto al rol de doble moral que la sociedad le impone.
Luego de este vertiginoso recorrido a través de la personalísima poética lombardiana de la violencia, nuevamente podríamos trazar cierto vínculo con el Cinema Novo y las restantes tendencias que por aquellos años apuntaban al surgimiento de un nuevo cine. Lamentablemente, aquel cine fracasó para el público, no por razones propias de sus películas (en la mayoría de los casos), sino porque su marcado carácter contestatario limitaba su diálogo con el auditorio, al establecerse entre el uno y el otro una ruta signada por el tamiz intolerante de la distribución.
En la actualidad, impera en América Latina la intencionalidad, o más bien la necesidad, de romper con todas esas barreras, sin abandonar lo propio, lo identitario, lo personal. Podemos seguir hablando de “nuevo” (aunque ya no seamos “nuevos” temporalmente, podemos continuar siéndolo desde el punto de vista expresivo... si nos lo proponemos), pero en otro sentido, diferente a aquel “nuevo cine”. El cine latinoamericano posee hoy un empaque mucho menos político –al menos a nivel de superficie-, aunque no sea necesariamente más superficial.
Muchos filmes están pensados (y realizados) para llegar a un espectador más plural, aunque ello no signifique que han perdido su contenido político, su crítica social; solo que hoy se accede a una estrategia más sutil –no por “mejor”, sino por “diferente”-, más oblicua. El cine de nuestro tiempo explora (y explota) más los sentimientos humanos en tanto interesan como temática (¿con algo de pretexto también?) y como táctica para acceder al espectador. Pero resulta imprescindible aclarar que con ello no nos referimos a una manipulación melodramática, sino a una maniobra otra que potencia lo reflexivo de manera diferente, pudiéramos decir “mercadeable”, si consiguiésemos prescindir del tonillo despectivo del término. Con ello se puede lograr que el espectador, en primera instancia, se interese y vea el cine de su región (costumbre ya perdida); pero que, además, viendo una película latinoamericana experimente sensaciones distintas a las que genera la propuesta hollywoodense, mucho más orientada a cubrir la sensibilidad primaria y epidérmica del público, reforzándole cada vez más su rol pasivo, irreflexivo y automático.
Lo cierto es que Francisco Lombardi ha logrado hacer un cine comercial de nivel respetable, donde vida, ética, ideología y artisticidad se estrechan cordialmente las manos. Inquietantes o abrumadores, complejos o semielaborados, sempiternos o efímeros, lo cierto es que los filmes de Francisco Lombardi llegan y penetran hasta la médula en su calidad de mensajeros de la más terrible de las temáticas: la violencia. Si bien es cierto que la calidad cinematográfica a veces no resulta del todo convincente (aunque ese no sea en este momento el objeto de nuestro análisis), el itinerario –estéticamente enriquecido- que nos ofrece a través del corredor de la barbarie es, sencillamente, exorbitante y seductor. Estamos lidiando con una noción completamente diferente a la habitual, que exige del espectador otra postura (y lectura) menos pueril y más intensa.
Notas:
1.- Wolf, Sergio. Una cierta tendencia del cine latinoamericano, en: Nuevo Cine Latinoamericano (La Habana), (1): 23-27; dic. 2000, p. 25.
2.- Idem.
3.- Oxandabarat, Rosalba. El infierno de los Andes. La boca del lobo, en: Brecha (Montevideo): 16/6/1989, p. 2.
4.- Birri, Fernando. La Escuela Documental de Santa Fe (Una experiencia piloto contra el subdesarrollo cinematográfico en Latinoamérica). Santa Fe: s.n, 1964, p. 12.
5.- Advirtamos la parábola entre la historia ficcionada y el hecho real que conmovía al país por aquellos días, con el descubrimiento de los crímenes que años atrás habían sido ocultados bajo tierra y que entonces estaban siendo sacados a la luz.
6.- Caballero, Rufo. Rumores del cómplice. Cinco maneras de ser crítico de cine. La Habana: Ed. Letras Cubanas, 2000, p. 29.
7.- Lombardi juega mesuradamente con los movimientos de cámara. Si bien aquí explota la movilidad, en otros casos, como en Muerte al amanecer, estatiza la cámara buscando un reflejo abarcador, que sea capaz de captar los gestos y modales más insignificantes que describan el carácter de la clase de cada personaje.