El director de Mundo grúa, El bonaerense, Leonera, Carancho y Elefante Blanco, Pablo Trapero, ratifica su categoría narrativa con esta reconstrucción de la fascinante, sórdida y trágica historia de los Puccio, queribles vecinos de San Isidro que en verdad llevaban una doble vida secuestrando a integrantes de familias adineradas entre fines de la dictadura militar y los primeros años de la democracia.
El eje del filme es la relación padre-hijo entre Arquímedes (Guillermo Francella) y Alejandro (Peter Lanzani); y, si bien no todas las múltiples capas del relato funcionan con la misma intensidad y fluidez, el resultado final es bastante convincente y con todos los atributos como para convertirse en el éxito comercial del año para el cine argentino.
Que Pablo Trapero es un sólido e intenso narrador no es algo que vaya a descubrirse recién ahora y El clan no hace otra cosa que ratificar esa virtud. Con el correr de su carrera, las películas de este referente insoslayable del Nuevo Cine Argentino de los años 90 han crecido en dimensiones de producción, en ambiciones artísticas, en popularidad de sus protagonistas y en resultados comerciales hasta convertirse hoy en unos de los directores más consolidados de la industria. Sí, el creador de la influyente Mundo grúa es hoy el establishment, pero un establishment mucho más interesante que el de hace dos décadas.
Ya no está Ricardo Darín como en Carancho o Elefante Blanco, pero Trapero recurrió a otra de las pocas estrellas del cine argentino como Guillermo Francella para que interpretara a Arquímedes Puccio, patriarca del tristemente célebre clan del título, responsable de varios secuestros seguidos de muerte (la banda asesinaba a sangre fría a sus víctimas luego de cobrar los rescates), y a una figura televisiva de enorme llegada entre los adolescentes como Peter Lanzani para que encarnara a Alejandro, uno de los cinco hijos, famoso también por integrar el equipo del CASI mientras participaba de las actividades delictivas familiares.
Lo bueno de El clan es que se puede disfrutar conociendo o no en detalle la historia de los Puccio, esos vecinos “ejemplares” de San Isidro que en su propia casa mantenía ocultos a sus secuestrados. En ese sentido, el plano secuencia incluido también en el trailer del film, que arranca mostrando la aparentemente banal dinámica familiar para terminar en el horror de la privación de la libertad, sirve como resumen, como ejemplo perfecto de la doble vida, de la esquizofrenia de estos personajes.
Si bien Trapero hizo un recorte de la profusa actividad delictiva de los Puccio (se concentra en los casos de Ricardo Manoukian, Eduardo Aulet, Emilio Naum y el fallido secuestro final de Nélida Bollini de Prado), propone una compleja estructura que va y viene en el tiempo entre fines de la dictadura militar y la primavera alfonsinista, un entramado de hechos políticos (que incluye un uso no del todo convincente de materiales de archivo de varios discursos) y viñetas que permiten esbozar un panorama sobre las bandas (ahí aparece un par de veces la figura de Aníbal Gordon) que operaban con la cobertura (y algo más) de las propias fuerza de seguridad en épocas de violencia e impunidad.
Estas múltiples capas del relato no siempre funcionan con la misma fluidez, precisión, rigor y profundidad, pero al menos le dan a la película una dimensión que va más allá del simple policial. Si bien los 110 minutos del filme tienen una apuesta coral (además de los padres había cinco hijos), Trapero concentra buena parte de la narración en la relación padre-hijo, adoptando en varios momentos el punto de vista de Alejandro, el único con que el espectador puede identificarse al menos parcialmente (era un deportista consagrado, estaba de novio, tenía emprendimientos comerciales como una casa de artículos náuticos). El resto, es puro infierno sociopolítico, familiar e individual de un(os) psicópata(s).
La película tiene un innegable profesionalismo en todos los rubros, una impecable reconstrucción de época (en términos visuales Trapero y su DF Julián Apezteguía apelan a lentes anamórficos y a una paleta de colores que dan un look “nostálgico”), pero no siempre crece y, por momentos, parece una mera acumulación de eventos e incluso con algunos problemas de estructura. Recién sobre la segunda mitad (y sobre todo cerca del final) El clan alcanza un espesor y una tensión que se extraña en varios pasajes.
Otra decisión artística llamativa por parte de Trapero tiene que ver con la abundante selección musical que le sirve de base para varios clips (incluso como fondo de diversos golpes de la banda): Sunny Afternoon, de los Kinks; I’m Just a Gigolo, de David Lee Roth; Wadu-Wadu, de Virus; y la aquí explícita Encuentro con el Diablo, de Serú Girán, entre otras.
Más allá de sus múltiples logros y algunas carencias, El clan le devuelve al cine argentino la posibilidad de acercarse a su trágica historia de una manera potente, inteligente y, a su manera, entretenida. La producción de Hollywood nos ha bombardeado (para bien o para mal) con la reconstrucción de casos reales. Trapero reinventa la trágica, fascinante y sórdida existencia de los Puccio con interesantes recursos cinematográficos. Bienvenido sea.