Jorge Luis Sánchez ha hecho en su ópera prima El Benny una película que contiene algunos de los momentos de cine más preciosos que hayamos visto en nuestro cine reciente. Quiero decir, de generación de atmósferas plásticas que redunden en espectáculo. Ello se entendió bien por los creadores, de cara a lo complejo del tipo de película que querían hacer: reconstrucción de época, cine musical, al tiempo que biografía apócrifa de una de las leyendas más públicas de la cultura cubana.
La historia de Bartolomé Moré, conocido popularmente como El Benny, ha sido por largo tiempo una papa caliente en manos de los realizadores de cine en Cuba. De hecho, un largometraje de ficción inspirado en su carrera musical, realizado a finales de la década de 1980 bajo la dirección de Constante Diego, no fue siquiera estrenado, debido a su calidad lamentable.
¿Las razones? Lo huidizo y multidimensional de una personalidad que no por célebre escapó de sus marcas de origen marginal, cuya carrera musical rebasa los marcos tradicionales (era autodidacta, pero fue un renovador del concepto de agrupación de música popular cubana bailable, al adoptar el modelo de jazz band), así como al carácter nada ortodoxo de una vida ligada a la bohemia, la irresponsabilidad y al goce de los instintos. Pero, acaso la razón más decisiva fuese la incapacidad del cine cubano para hilvanar hasta la fecha una biografía políticamente correcta de un individuo demasiado incómodo para la mirada canónica e instrumental que se ha querido de la gestión de la cultura cubana.
Y no es que Jorge Luis Sánchez se oriente solamente hacia los aspectos más controversiales de la personalidad de Moré, sino que, aparte de incluirlos, se coloca a una distancia suficiente como para evitar los parentescos visibles. No por gusto se insiste en que la película se ha basado en acontecimientos y personajes reales para recrearlos. Esa cualidad reconstructiva permite a El Benny fabular a su antojo, navegar con libertad en la biografía de un hombre demasiado conocido y evocado en Cuba y fuera de ella. En verdad, la película se cuida de aspectos de la “biografía oficial”, y opera entonces sobre personajes que encarnan caracteres dramáticos.
El resultado oscila entre el cine de autor y un cine vistoso, popular. No quiero decir con esto que ambos polos estén reñidos, pero son escasos los ejemplos de tal clase de resultado en nuestro cine. En la solución de esas paradojas (personaje vs. leyenda viva; cine de género vs. cine de autor) están tanto las virtudes como los defectos de El Benny. Mucho se ha dicho que la fragmentariedad de su cadena narrativa —los saltos, apenas cuatro en verdad por sobre la linealidad del relato, que más que referir una vida abarca momentos de la misma con grandes pinzas entre unos y otros— es arbitraria. Aunque no comparto tal idea, sí advierto que la decisión de incluir, a manera de viñetas, facetas de la personalidad de un hombre cuyo mérito visible aquí es —más allá de su música o capacidad creativa— ser fiel a sus valores originarios pese a todas las tentaciones y caminos que puso ante él la vida, que defendió incluso esa actitud marginal de sus orígenes sociales, el filme pudo haber contenido menos peripecias, menos situaciones y personajes. La estructura resultante es algo prolija, y en ello a menudo no quedan claras las intenciones de los creadores.
Jorge Luis es un hombre dado a la desmesura; eso lo sabemos de su obra documental anterior, tan proclive a inundar de sentidos sus indagaciones en las vidas de célebres personalidades marginales de la cultura cubana. No es un dato menor que el título de producción de El Benny fue Divina desmesura. Luego, hay momentos en la película que rozan lo epidérmico, como esa reconstrucción folclórica de las ceremonias de religiosidad negra que dotan de cierto exotismo gratuito e innatural la personalidad del personaje; o aquella subtrama que lo involucra en la agitación revolucionaria de fines de los años 50.
Pero sin dudas, estamos ante un ejemplo mayúsculo de creatividad audiovisual raro en un cine como el cubano, tan dado a lo textual, al peso literario. Acaso una mirada más aguda sobre el guión del dramaturgo Abraham Rodríguez y del propio Jorge Luis, hubiese dejado flotar más ese humo místico que adorna la memoria de los años 50, la penumbra del bar y los colores atenuados y licenciosos del cabaret, mundo añorado y bastante mal trabajado por el cine nacional. Aunque un manejo exquisito de los rubros formales dejen a una película de ambición narrativa carente de completitud, he aquí uno de los momentos más lujosos dentro de la corta genealogía de un cine de género puramente cubano.