Tenido indistintamente por genio o por desgracia, el paso de Miguel Coyula por la cátedra de dirección de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños fue calificado por algunos evaluadores de sus resultados en esa institución docente como “una de las peores selecciones jamás hechas por la escuela”. En la lista de improperios se cuentan, asimismo, calificativos de inmaduro, incapaz de relatar a derechas una historia de seres cuerdos, dotado apenas para eructar unas tragedias oscuras y crípticas que acaban en hecatombes y en las que no se saca en claro más que la ascendencia tenebrista de sus propósitos.
Para empezar a hacer justicia, confesaré que el tipo es raro. Siendo todavía un adolescente, y sin haber mostrado inclinaciones cinéfilas vehementes, una camarita de video que el padre se trajo a casa en uno de sus viajes le cambió la vida. Desde entonces no ha parado de experimentar: sus primeras obras son prodigios de adivinación rítmica y de creación de atmósferas, con elementales pero eficaces juegos de luces, ambientaciones basadas en figuritas tomadas de la repisa de la sala y un vientecillo de ventilador para sugerir un paraje gótico, o el despliegue de efectos visuales inquietantes con apenas una paginilla dibujada y algo de lumbre a contraluz proporcionada por una vela, ello para sugerir una luminosidad celestial al otro lado del umbral de una puerta abierta, hacia la cual parece arrastrarnos la subjetiva provocada por un zoom lento. Eso sí, planos largos, secuencias enteras sin acción dramática o lógica tangible, historias cuajadas de fragmentaciones y exabruptos, de saltos imprevisibles y tensiones ocultas, de actores inexpertos (los mansos y torturados vecinos, amigos del pre por demás, del director cachorro) y angustiados bajo una amenaza permanente, por algo que se cierne sobre el mundo de manera inexorable, y que ellos presienten sin poder hacer nada para evitarlo. Pura sicodelia, “este tipo está tostado”, se quejaban puertas adentro en la EICTV.
Pero los enemigos del muchacho cineasta no han sido tan tenaces como él. Coyula siempre tuvo la inquietante virtud de retornar una vez tras otra a sus universos distópicos: mundos sin dios ni ley, donde los personajes suelen ser inadaptados funcionales, socialmente dislocados. Los ambientes de su cine frecuentan los cadáveres de todas las utopías, y es su obsesión el manoseo crítico de los vestigios de inocencia que todavía rondan por ahí. Él mismo ha confesado que probablemente la fuerza secreta que impulsa todos sus delirios sea la necesidad de recuperar la infancia perdida. Esa, la última utopía de cada hombre, es la verdadera sustancia de la melancolía infinita de sus personajes, que van de viaje hacia la muerte como quien tiene cita con lo inevitable. Esto puede confirmarse tanto en los adolescentes de Válvula de luz como en la joven que dejara en el pasado sus frus frus de fúlgida bailarina, en Bailar sobre agujas; en la muy semejante de Buena onda, que destruye un mundo absurdo que no la tolera ni admite; en el desconsolado vengador de El tenedor plástico; incluso en los niños bien reales de los edificios de Pueblo Textil, que utilizara Coyula en su documental Idea, quienes, armados con la cámara que el calculador realizador les prestara, se dejan llevar en pos de una fantasía urdida por su soledad, por sus energías agotadas en el paraje inhóspito que habitan.
De ahí que Red Cockroaches (2004) sea un punto de giro serio: la historia ocurre en una Nueva York del futuro, más cercana a las ensoñaciones de Philip K. Dick que generaran las de Blade Runner, o del Mamoru Oshii que prefiguró un mundo inane y maquinista en Ghost in the shell, que de la metáfora lustrosa y sonriente del futurismo progre. Sus protagonistas, Adam y Lily, se rebelan contra un mundo hipócrita y perverso, que enajena al hombre con una neurosis de bienestar que no le deja ver cómo renuncia a la libertad cuando se entrega sin lucha a la tiranía de las convenciones y el bien-quedar.
Ese retablo sirve a Coyula para ejercitar sus dotes de anarquista. Todo su cine está lleno de la violencia ciega de las almas rebeldes frente a la aniquiladora miopía de las fuerzas que rigen la vida humana. Aún siendo RC su más aristotélico relato hasta el día de hoy, no obsta para que su cine de fondo transgresor y cargado del dolor de las existencias absurdas, del rechazo al diferente y de la imposibilidad de ser feliz en un mundo donde el sinsentido cunde cada minuto vivido, encuentre asiento aquí también. Coyula es muy político, y va tomando fuerza su dominio del verdadero potencial de oposición, de desacuerdo, que habita en esas tramas distópicas, cuando no se tejen al servicio solamente de la parodia o el entretenimiento.
En esta película, la inclinación manifiesta de todo su cine por la sugerencia ambiental y la experimentación tonal alcanzan su confirmación. Aquí, su habilidad para crear atmósferas introduce en la estructura fílmica una permanente irresolución, acentuada por el estado de inminencia que logra desplegar: el caso es que Adam y Lily, hermanos que se reencuentran tras muchos años sin verse, resucitan ciertos juegos sadomaso de su niñez. La opción del incesto es para ellos la reivindicación de una libertad perdida, la obediencia ciega a sus instintos dormidos, un mentís a la moral social, la elección de formas de conducta irregulares que precipitan un destino trágico (pues tras el incesto vienen toda clase de aberraciones: abusos lascivos, aficiones escatológicas, asesinato y matricidio). El anarquista Coyula merodea los tabúes históricos de la moral occidental y juguetea con las expectativas del espectador en tanto que voyeur cuando insiste en la textura de suspenso o, como en el caso de la escena de sexo explícito, jaranea con mostrar para al cabo plantear una coreografía coital engañosa, repleta de sugeridos, planos cortos, ritmo agitado, escorzos y angulaciones alteradas, abundantes fluidos derramados como aderezo escenográfico y un tono de violencia general que agrede antes que brinda placer.
RC fue poco menos que la revelación dentro del escenario del denominado microcinema o no budget estadounidense de 2004. Casi cada reseña ha elogiado el lujo de su visualidad, conseguida con un presupuesto mínimo (unos dos mil dólares), cámara digital y edición en PC, no obstante lo cual trátase de un producto nada menor si se compara con los estándares medios del cine estadounidense contemporáneo. Bien mirado, RC ha sido la mejor carta de presentación de Coyula en un escenario difícil, siempre a la caza de novedades, urgido de inventar continuas revelaciones, de blandir profetas con propuestas atractivas, vitalizantes y acaso con el hoy cada vez menos común vigor de la visión personal.