Lluvia es la nueva película de Paula Hernández, que debutó en el largometraje con Herencia, un filme pequeño que fue saludado por la crítica. Lluvia es todo lo contrario: una película ambiciosa desde lo estético, de mayor presupuesto y, a la vez, remisa a las emociones pese a contar la historia de dos personajes desolados y necesitados de afecto.
Y es raro, porque la fragilidad de Alma (Valeria Bertuccelli) y Roberto (Ernesto Alterio) hace prever en un inicio que el hermetismo de ambos desencadenará en una intensa y emotiva exteriorización de pesares, malestares y frustraciones; que esa agua que cae durante todo el metraje purificará de alguna manera esos cuerpos para darles la paz que andan buscando.
Alma queda atascada en un embotellamiento mientras cae una torrencial lluvia sobre la ciudad de Buenos Aires. La mujer para en un mercado, compra diversos productos y sin que se nos explique mucho, podemos dilucidar que anda en problemas. Y cuando a este panorama se sume Roberto, que invadirá subrepticiamente el auto de Alma con su mano ensangrentada, los problemas tomarán nuevas formas. Soledad conflictuada y movilizada por la presencia de otro (un otro que tampoco es precisamente un monumento a la expresividad). Roberto es un español que ha llegado a la Argentina a cerrar algún tipo de situación que involucra a un familiar, y se le nota atormentado.
Todo este clima (fundamentalmente Lluvia es un filme de climas, merced en parte a la notable fotografía de Bill Nieto, pero también a decisiones de puesta en escena de Hernández) se transmite a la primera hora de la película, que bordea la maestría a partir del manejo de los silencios, de las incomodidades, y también gracias a la estupenda dosificación de la información. Que está ahí, dentro del plano, en los interiores de habitaciones y de autos, pero que el espectador deberá ir deduciendo por cuenta propia.
Los problemas de Lluvia llegan cuando Hernández quiere resolver los conflictos de sus personajes. Porque más allá de las referencias y asociaciones que uno puede ensayar libremente —hay un punto de inicio similar al de La autopista del sur, de Julio Cortázar (reconocido por la directora), algunos elementos de las recientes Perdidos en Tokio (la soledad y el no lugar), Ficción (los cuerpos que se evitan) y Antes del amanecer (los planos finales)—, lo que uno observa es que el filme no logra sostener el hermetismo y el misterio que había elaborado tan sólidamente en su primera parte.
Y no lo logra porque, a la hora de resolver la historia, Hernández hace hablar demasiado a sus personajes, cosa que contradice la propia premisa de Lluvia. Y que narrativamente resulta muy torpe, ya que los personajes —primero él y luego ella—, de manera estructurada y obvia, se irán confesando. No había necesidad de hacerlo así.
Al compás de dichas torpezas, Alma y Roberto se van haciendo menos interesantes, y junto a ellos su historia, que pierde fuerza y poder de seducción. Sobre el final, todo lo que ocurre luce forzado y premeditado, en contraste con la espontaneidad plasmada inicialmente. La emoción no surge, y eso resiente fuertemente a una película que la pedía a gritos.
Lluvia, entonces, queda como un filme de muy buena factura técnica (que nunca se impone a la narración, sino que ayuda a construirla), con una notable actuación —una más— de Valeria Bertuccelli y algunos climas poderosos, pero desperdiciados al momento de redondear la historia. Una pena, porque es ostensible el intento de Paula Hernández por hacer un cine industrial de calidad, que respete al espectador como pocas veces. Quizá por esto, más allá de sus fallas, es que Lluvia se parece mucho más al cine que la mayor parte de los títulos que la Argentina está produciendo últimamente.