“Las mujeres habitamos cuerpos de mujer y por tanto tenemos que mirarnos con nuestros propios ojos, no con los de otros.”
Agnes Varda
El feminismo radical estuvo marcado por la fuerza contracultural, politizadora, de los años 1967-1975, y generó el movimiento internacional de liberación de la mujer en oposición a un mundo considerado sexista, racista, clasista e imperialista. La vertiente emancipadora de la modernidad le había traído a las mujeres la posibilidad de hacerse visibles en tanto sujeto, el rescate de su contribución histórica al desarrollo humano, así como el reconocimiento de la importancia de la vida privada y del propio mundo simbólico y cultural. El discurso feminista contaba ya con una red categorial importante: androcentrismo, sexismo, género, derechos sexuales y reproductivos... de pertinente aplicación en Iberoamérica, cuyas mujeres heredaban los modelos normativos de la Ilustración occidental, la marca del catolicismo y del discurso populista, todas estas piedras angulares para el diseño de un modelo conductual y de expectativas sesgado hacia la maternidad o hacia la prostitución, en presunta antinomia.
En tiempos posmodernos, el feminismo asiste a la transformación de la identidad de los sujetos y, consecuentemente, deriva hacia la comprensión profunda de que el camino hacia la libertad estaba adoquinado por el reconocimiento de las diferencias (sexuales, raciales, sociales), de que la batalla debiera concentrarse en la identificación de los sujetos femeninos dentro de un mundo regido por representaciones masculinas. La nueva cuestión clave la exponía, entre otras, Luce Irigaray: ¿se trataba de reflejar el mundo (con el espejo) para hacer una crítica feminista del mundo, o de explorar en la caverna (con el espéculo) de la diferencia sexual?
Así, el feminismo de la diferencia ha planteado la igualdad entre mujeres y hombres sin aniquilar las disparidades entre ambos, cuestiona el modelo social y cultural androcéntrico sin contraponer con idealismos improcedentes la naturaleza y la libertad. Los contrastes genéticos, hormonales, cerebrales y sicológicos existen, y están enraizados en la naturaleza y en la historia social y cultural. Negarlos significaría ocultar la unidad, sepultar la posibilidad de cambio, desconocer la heterogeneidad y las reglas de la evolución. Lo que se imponía era actualizar jurídica y socialmente la igualdad en la diferencia.
Muchas y muy difíciles tareas se ha planteado el feminismo de la diferencia, entre las cuales citamos las dos más descomunales: estructurar una lógica no binaria que refleje la realidad matizada --en vez de circunscribirla en abstracciones forzadas-- y mantener una conciencia crítica ante los modelos sexistas dominantes, que propicie el cambio de las conciencias y revierta cánones, según los cuales lo significante, lo valioso, es aquello que se ajusta a los esquemas viriles de comportamiento, es decir, la fuerza, la iniciativa, la competitividad, la acción, la conquista, la producción. A las nuevas feministas les interesa variar el imponderable que decide lo valioso y lo devaluado, el éxito o el fracaso; aspiran a crear nuevo orden simbólico que le conferirá otra escala de valores a las maneras femeninas de vivir, sentir, hablar, relacionarse, comunicarse, trabajar y ejercer el poder. Lentamente, el cine fue poniendo de manifiesto este modo peculiar y también prestigioso de estar en el mundo, y se fueron diseñando estos espacios y tiempos cinematográficos de modo que unas veces se incluyera, y en otras se trascendieran esos esencialismos femeninos que solo confirman la asignación de género. Invitada al Festival de Mar del Plata a un coloquio sobre cine femenino, declaró la célebre Agnes Varda: “Las mujeres habitamos cuerpos de mujer y por tanto tenemos que mirarnos con nuestros propios ojos, no con los de otros.” A ese empeño se dedica también el cine contemporáneo en Iberoamérica.