Un poco más de medio siglo ha pasado desde la primera manifestación concreta del deslumbramiento que el cine provocara en el joven Gabriel García Márquez (fue el corto de matriz surrealista La langosta azul, puesto en pantalla conjuntamente con el pintor Enrique Grau, el escritor Álvaro Cepeda Samudio y el fotógrafo Nereo López). Pero antes, había trabajado como crítico de cine en El Espectador, de Bogotá. Entre ese momento de mediados de los años cincuenta, y las más recientes adaptaciones para la pantalla de sus famosos escritos, han discurrido los amores difíciles entre la literatura garcíamarquiana y el poder de seducción del séptimo arte. Es casi un lugar común, al igual que en el caso de los filmes inspirados en Hemingway, asegurar que los filmes carecían del poder de sugestión asentado por la literatura, como si fueran dos medios cuyos códigos y fascinaciones fueran siquiera comparables.
Estamos hablando de un legado que debe tenerse en cuenta y justipreciar en toda su dimensión, pues Internet Movie Database registra nada menos que 38 participaciones del colombiano como escritor, tres como actor y una como director, sin contar su papel como asistente de Alessandro Blasetti en la cinta Peccatto che sia una canaglia (1955), con Sofía Loren, Vittorio de Sica y Marcello Mastroiani. El encanto del joven escritor con las imágenes en movimiento lo llevó a estudiar, todavía en los años cincuenta, la carrera de cine en el Centro Experimentale Di Cinematografía de Cinecittà, en Roma, y allí tuvo como condiscípulos al argentino Fernando Birri y al cubano Julio García Espinosa, más tarde fundadores del llamado Nuevo Cine Latinoamericano, mediante obras como Tire Dié y Los inundados, el primero, o El Mégano y Las aventuras de Juan Quinquín, de Julio García Espinosa. El contacto de los tres intelectuales con el neorrealismo italiano les permitió concebir la posibilidad de hacer un cine comprometido con las realidades sociales contemporáneas.
Los años sesenta, cuando escribió Cien años de soledad, lo encuentran en México, entregado a un febril trabajo como guionista para los más importantes realizadores de aquel momento, consagrados y jóvenes, progresivos y anclados en el cine del pasado. Como escribe Eduardo García Aguilar, la obra maestra de Gabo “sería la gran película que soñó desde que tenía 19 años y era un costeño tímido. Una cinta que no necesita filmarse”, y cuya puesta en pantalla parece ser imposible, como lo han señalado, entre otros, Glauber Rocha, Lisandro Duque y Jorge Alí Triana.
Mientras soñaba Macondo, hacía de guionista o le ofrecía sus cuentos a otros adaptadores. El gallo de oro (1964) de Roberto Gavaldón —basada en el cuento homónimo de Juan Rulfo, coescrita con Carlos Fuentes,y fotografiada por Gabriel Figueroa— y Tiempo de morir (1966) el debut de Arturo Ripstein, también con diálogos de Carlos Fuentes, se cuentan entre las mejores de aquellos años. Ripstein era un joven de 21 años, y al finalizar el rodaje de Tiempo de morir le pidió los derechos para filmar El coronel no tiene quien le escriba. La respuesta de García Márquez fue contundente: “Cuando aprendas”. Pasaron tres décadas y media, Ripstein “aprendió” y adaptó la célebre noveleta sobre la frustración y la espera.
Tal vez sea injusto no recordar entre las óptimas versiones de esta época un tercer título, En este pueblo no hay ladrones (1965) de Alberto Isaac, basada en un cuento homónimo del escritor colombiano adaptado para la pantalla junto con Emilio Riera y protagonizada por Julián Pastor, luego reconocido como realizador. Hay que tener solo ligeras nociones de la historia del cine latinoamericano para percibir que García Márquez estaba conectado, y creando en conjunto, con los más altos y prometedores creadores de aquel momento. Y todo ello no debe echarse a un lado con el simplificador prejuicio de que “Gabo no ha tenido suerte con el cine”.
Curiosamente El gallo de oro y Tiempo de morir conocieron remakes posteriores que las superaron ampliamente en cuanto a la capacidad de acceder al universo iconográfico del más universal de los colombianos. El gallo de oro se transformó, a partir de otra versión y otro enfoque, en El imperio de la fortuna (1985) del propio Ripstein, cuyo fervor por la narrativa de este autor se transparentó luego en El coronel no tiene quien le escriba (1999), considerada una de las mejores versiones. Tiempo de morir, tuvo un remake homónimo realizado en Colombia por Jorge Alí Triana, otro fanático de estos universos, pues se acercó nuevamente a ellos en 1996, cuando presentó Edipo Alcalde, adaptación de Sófocles realizada por García Márquez junto con Estela Malagón, protagonizada por Jorge Perugorría, Angela Molina y Paco Rabal. Se cuenta que Rodrigo García, cineasta muy reconocido internacionalmente por Cosas que sé de ella con solo mirarla y Nueve vidas, e hijo del escritor, piensa realizar una tercera versión de Tiempo de morir en el periodo 2007-2008.
Durante la década de los años 70, García Márquez obtuvo el Premio Rómulo Gallegos, en Venezuela, y se comprometió más profundamente con las causas sociales en América Latina. Esta fue la década cuando el cine mexicano ensayó la estrategia de un cine de autor de gran presupuesto, apoyado y financiado por el estado, continuaron los estrechos vínculos del escritor con el llamado arte séptimo. Son los años en que se suceden Presagio (1974) de Luis Alcoriza, historia de ensalmos populares en la cual tienen papeles destacados Carmen Montejo, Gabriel Retes y Lucha Villa; La viuda de Montiel (1979) de Miguel Littín, que cuenta los avatares de una mujer (Geraldine Chaplin) tras la muerte de su esposo, el cacique del pueblo; María de mi corazón (1979) de Jaime Humberto Hermosillo (quien se convertiría en otro fiel reincidente con El verano feliz de la señora Forbes, dentro de la serie Amores difíciles) y El año de la peste (1979) de Felipe Cazals (adaptación del libro de Daniel Defoe El diario de la peste) que cuenta la devastación en una ciudad mexicano por el azote de una terrible epidemia.
Instaurar desde Cuba dos proyectos de alcance continental, como la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (1985) y al año siguiente la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) de San Antonio de los Baños, sustentaron de manera práctica, a partir de los años ochenta, el proyecto de tratar de conseguir, paso a paso, la integración de las dispersas e intermitentes cinematografías locales, además de intentar garantizar el relevo a la generación de los fundadores. En 1986, conjuntamente con sus dos condiscípulos del Centro Experimentale di Cinematografía, y apoyados por el Comité de Cineastas de América Latina, fundó la EICTV, una institución a la cual le ha dedicado las mayores atenciones, incluido el el taller anual Cómo se cuenta un cuento, del cual han salido libros, proyectos materializados en filme, y muchas ideas para concretar nuevas obras.
Paralelamente, algunos de los mejores largometrajes de ficción generados en Latinoamérica tomaban como punto de partida los motivos de una narrativa mundialmente famosa. Merecen mencionarse en este período, la venezolana El mar del tiempo perdido (1980), de Solveig Hoogesteijn; la mexicana Eréndira (1983) de Ruy Guerra; y Crónica de una muerte anunciada, dirigida en 1987 por el italiano Francesco Rosi, quien condujo la primera, o por lo menos la más conocida y glamorosa de una serie de coproducciones internacionales motivadas por la total universalización de la obra literaria del escritor colombiano que se registró luego de la entrega del Premio Nobel. Protagonizada por impresionante reparto de estrellas europeas como Rupert Everett, Ornella Mutti, Gian María Volonté, Irene Papas, Lucía Bosé y Anthony Delon. Con presupuesto mucho menor Un señor muy viejo con unas alas enormes, de Fernando Birri, cuenta la caída a un patio familiar de un ángel de avanzada edad que es confinado a un gallinero.
La serie Amores difíciles (1988) producida por Televisión Española, no tiene antecedentes en la historia del cine mundial, pues la integran una serie de largometrajes, producidos y estrenados más o menos al unísono, dirigidos por los más destacados cineastas de Iberoamérica y unidos solamente por la común fascinación que en ellos despertaban el realismo mágico y otros motivos literarios garcíamarquianos. Formaron parte de la serie la colombiana Milagro en Roma, uno de los mejores ejemplos de realismo mágico, cuando un padre conoce que el cuerpo de su niña muerta doce años antes está perfectamente conservado; la brasileña Fábula de la bella palomera de Ruy Guerra, con Claudia Ohana y Ney Latorraca; la cubana Cartas del parque, de Tomás Gutiérrez Alea, con Victor Laplace y Mirta Ibarra; la venezolana Un domingo feliz, de Olegario Barrera, la mexicana El verano feliz de la señora Forbes, ya mencionada y la española Yo soy el que tú buscas, de Jaime Chavarri.
En 1990 García Márquez, camino a Japón, hace una escala en Nueva York para conocer al director contemporáneo cuyos guiones más admira: Woody Allen. En Japón, se encontró con Akira Kurosawa, quien en ese momento rodaba Dreams, y se interesab a por llevar a la gran pantalla la historia de El otoño del patriarca, ambientado en el Japón medieval. La idea de Kurosawa era poner en imágenes el cuerpo total de la novela, sin importar el metraje. Desafortunadamente el proyecto no consiguió presupuesto y luego falleció el gran director japonés.
En los últimos tres lustros, no ha descendido ni mucho menos la gabomanía. En 1999 Arturo Ripstein filma la ya mencionada El coronel no tiene quien le escriba, protagonizada por Fernando Luján, Marisa Paredes y Salma Hayek; en 2001 aparece Los niños invisibles, de Lisandro Duque; y Ruy Guerra se confirma como un verdadero especialista en la traslación al cine de la imaginería macondiana, pues a su elogiada Eréndira (1983), con Claudia Ohana e Irene Papas, añade Me alquilo para soñar, con participación de Eliseo Alberto Diego y Doc Comparato, además de Veneno de la madrugada (2005) basada en La mala hora. En 2006 se rueda, principalmente en Cartagena, El amor en los tiempos del cólera, primera adaptación hollywoodense de sus literatura, y también la primera que cuenta con un presupuesto enorme, habida cuenta de las cifras que se manejaron en todas las producciones aquí mencionadas. Con guión del sudafricano Ron Harwood y dirigida por el británico Mike Newell (Cuatro bodas y un funeral), El amor en los tiempos del cólera cuenta con la participación de grandes estrellas latinas como Javier Bardem, Giovanna Messogiorno, John Leguízamo, Catalina Sandino y Benjamín Bratt.
Desde el año pasado crecen los rumores sobre la inminente producción de Del amor y otros demonios, con la dirección de la costarricense Hilda Hildalgo; Memoria de mis putas tristes dirigida por el danés Henning Carlsen y adaptada por el célebre guionista francés Jean-Claude Carrière; una posible adaptación de El otoño del patriarca que acometerá el bosnio Emir Kusturica (Tiempo de gitanos, La vida es un milagro), quien tal vez consiga culminar un proyecto que Kurosawa no pudo acometer. Quizás la aparición de todas ellas nos convenzan de una vez que Gabriel García Márquez ha sido al cine latinoamericano lo que Shakespeare y Dickens al anglosajón o Dostoievski al ruso, espíritu imprescindible, motivación inspiradora, modelo, canon, infinita iconografía, reflejo de quienes somos y de dónde venimos. Aunque el propio Gabo afirme que su relación con el cine es un “matrimonio mal avenido”, pues “no puedo vivir sin el cine ni con el cine”.