Arduo resulta encontrar alguna encuesta, jerarquía o selección de los mejores directores del cine cubano de ficción que no encabecen Tomás Gutiérrez Alea, Humberto Solás y Manuel Octavio Gómez, en ese orden. Aunque resulta desoladora la escasez de investigaciones, monografías o reseñas que profundicen, se apropien e intenten explicar los diez largometrajes que consiguiera realizar uno de nuestros más prolíficos y originales cineastas cubanos, quien confesara en una entrevista: "Yo concibo el cine como una ruptura, y no está en mí el ceñirme de por vida a un solo tema..." (1)
La vocación rupturista de Manuel Octavio se pierde en algunas de sus obras más cercanas en el tiempo, pero aparece deslumbrante en Tulipa (1967), La primera carga al machete (1969), Los días del agua (1971) y Ustedes tienen la palabra (1973), las cuatro películas más redondas y coherentes que consiguió realizar el cineasta en su periplo por el largometraje de ficción que abre La salación (1965) y cierra Gallego (1987). La filmografía de Manuel Octavio Gómez recorre todos “los momentos” decisivos del cine cubano, excluida la última década del siglo XX, y si bien me ciño a los títulos antes mencionados, quedaría pendiente un análisis más exhaustivo de una filmografía tan integralmente en sintonía con el espíritu epocal que muy bien serviría como acercamiento a los primeros treinta años del ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos) desde aquellos años sesenta —cuando la cinematografía nacional adoptaba formas y conceptos neorrealistas, que alcanzaran validez artística y reflejaran auténtico nacionalismo— hasta la etapa de las imprescindibles coproducciones con países europeos y las ambiciosas adaptaciones de importantes obras literarias.
Tulipa, La primera carga al machete, Los días del agua y Ustedes tienen la palabra pueden, deben, considerarse obras definitivas dentro de sus respectivas etapas, ya sea si el análisis lo inducen intereses retrospectivo-jerárquicos, o si la demarcación obedece a consideraciones de índole temática, formal o expresiva. En todos los acápites, cualquiera sea la aproximación panorámica e indagatoria, o la relatoría de las obras maestras, aparece ante el estudioso del cine cubano alguno de estos títulos, a pesar de que en los últimos años brote algo de imprevisto olvido y de la oscura persistencia de la desmemoria, por sobre un legado ante el cual es imposible la apatía, porque sería sinónimo de ingratitud, o en el peor de los casos, de ignorancia.
Cuando el cine, y el arte cubano en general, apostaba por todo lo que fuera, o pareciera, absolutamente nuevo, en medio del turbión paroxístico que significó la primera década de la Revolución, la segunda obra de Manuel Octavio Gómez “se limitaba” a proponer una mirada al pasado plena de conmiseración y humanidad, al tiempo que desnudaba la intimidad del ser humano, del artista derrotado por las circunstancias, arrastrado por tragedias tan ancestrales como la vejez y el irrespeto a la dignidad individual. En Tulipa, basada en la obra teatral de Manuel Reguera Saumell, más allá de la simple anécdota, Manuel Octavio describe, a través del universo de este circo, a ciertos personajes que operaban en un nivel social que trasciende la carpa, en una época marcada por las frustraciones, el oportunismo, la falsedad y la sensación generalizada de encontrarse ante un callejón sin salida. La historia de Tulipa, en perfecta simbiosis con el contexto que le tocó vivir, deviene un combate diario con los dueños del circo. Solo le queda su infatigable capacidad para mantenerse erguida. Tal es el eje dramático sobre el cual se erige este filme que también discursa a propósito de las relaciones entre el artista y su público. Tulipa emerge de la sordidez reinante gracias a su claridad de ideas respecto al decoro y a la respetabilidad, aunque se supiera condenada a la soledad y al olvido, bailarina con tarifa de diez centavos en un circo de mala muerte.
Pleno de resonancias fellinescas y hasta bergmanianas —tanto La strada como La noche de los titiriteros serían figuras tutelares— Tulipa resulta por momentos hasta más pesimista que las obras de los maestros citados, en tanto no concede ningún resquicio a la redención ni a la generosidad. En el filme cubano domina la gritería del gentío y de la fanfarria ambulante. La vida continúa y “triunfa” la nueva reina de la maroma sicalíptica. Los perdedores son desechados, expulsados de la carpa, porque, como se dice en algún momento del filme, se trata de “una bachata que no acaba”. A pesar de la impúdica decadencia del circo ambulante, subrayada por el realizador, no faltan numerosas salvedades, matices, que humanizan estos seres atrapados en la infinitud circular de un tiovivo inapagable.
En Tulipa resultan innegables ciertos guiños cómplices al arte popular: los créditos del filme a manera de marquesina pintarrajeada; la escena afectiva y vernacular del gallego, el negrito y la mulata; la música utilizada, las rumbas y el danzón; los atisbos de artisticidad reinterpretados por mercachifles e ignorantes, etc. El filme —junto con su contemporánea Un día en el solar (1965), de Eduardo Manet— potencia y recrea prototipos escénicos y culturales que brillarían por su ausencia en nuestro cine hasta muchos años después. Son... o no son (1980), de Julio García Espinosa; Patakín (1981), del propio Manuel Octavio; La bella del Alhambra (1989), de Enrique Pineda Barnet y Un paraíso bajo las estrellas (1999) de Gerardo Chijona, explayarían desde sus notables desigualdades ese regusto por el sentido espectacular de la cultura popular y de masas que, con todo y el dramatismo reinante, también domina en Tulipa. Además, la obra trascendió “como el filme cubano mejor actuado hasta el momento en que fue realizado (...) a la vez que genera una profunda empatía por las tres mujeres, vistas como alegorías de las frustraciones a que se veían forzados los artistas por aquellas circunstancias”. (2) La flamante visualidad aportada por Jorge Herrera en algunas escenas de Tulipa (los cirqueros levando la carpa, la persecución de Beba a lo largo del tren, los elocuentes e introspectivos primeros planos) alcanzaría pináculo en La primera carga al machete, a la cual es preciso dedicarle un aparte.
Por mucho y muy lejos que se busque, nadie podrá encontrar justicia crítica inmanente (o al menos lo que pudiera considerarse como tal) respecto al profundo, esencial espíritu rupturista, a los extraordinarios aportes formales y estructurales de La primera carga al machete, la más arriesgada película histórica cubana de todos los tiempos. Pueden hallarse tal vez alusiones a los violentos contrastes de blanco y negro, a la mareadora cualidad de la cámara en mano, y si acaso, se esbozan por aquí y por allá, sobre todo en ensayos escritos por críticos europeos, algunas consideraciones sobre el montaje alternado y su ritmo, por momentos acelerado y siempre visual. Pero tales dictámenes, a mi juicio, no consiguen apresar la verdadera excepcionalidad de este filme -que se adelantó en cuanto a conferirle inusual relevancia a la enunciación, a los significantes, al discurso y a la representación- ni mucho menos agotan la primordial originalidad de su estrategia intergenérica (entre el documental y la ficción) o la muy adelantada y provocativa utilización de ciertos códigos cinematográficos y extracinematográficos, puestos en función de afianzar la coartada intertextual, y distanciadora, verificada por los creadores de la obra. ¿Documental dramatizado o ficción con fuertes componentes testimoniales, de verismo histórico?
Privilegiada por su atrevida estructura de reportaje periodístico, noticioso, distanciado, cuya singularidad todavía sorprende muchas décadas después, cuando los daneses del Dogma pretendían redescubrir el cine "con intención" a partir de la cámara en mano y del sonido directo. Solo que los nórdicos del controvertido grupo validan únicamente lo contemporáneo; Manuel Octavio se aventuró a recontar un acontecimiento de 1868, expreso desde el mismo título del filme, sorteando la narrativa aristotélica, pues constantemente la acción se adelanta o retrocede, salta entre oriente y occidente, recurre a un narrador/encuestador omnisciente que le permite exponer sus argumentos a todos los estratos sociales y políticos implicados en la contienda. El relato rompe constantemente el canon cronológico causal para vehicular un documento cuyo empaque y apariencia visual pretende hacernos creer que las escenas fueron filmadas en el propio siglo XIX, porque sobre todas las cosas, se trata de dar fe de una gesta, de una epopeya, de una época.
Afirmar que La primera carga... es la película formalmente más atrevida del cine cubano no implica aludir solamente a la prodigiosa informatividad de la cámara, del sonido y de la edición, sino también a elementos tan insospechados en nuestro cine como la introducción de un personaje abstraído de la historia: el juglar que narra y entrelaza escenas es Pablo Milanés haciendo de sí mismo, interpretando las canciones que compuso para el filme en las mismas locaciones donde se rodó. Otro factor que distingue está implícito en la estructura de boletín noticioso conferida a sucesos acaecidos un siglo antes, sin que falten las impresiones personales típicas de toda crónica ni el balance de perspectivas que caracteriza al reportaje.
No es La primera carga al machete la única obra de este cineasta que recurre a los subtítulos, a la división en bloques temáticos, al perenne cambio de perspectiva y de narrador, y a los distanciadores métodos del cine-encuesta, pero su guión y edición (3) aspiran a confundir aquí, y a demarcar allá, el testimonio y la representación, el verismo documental y la ficción pura, en un experimento de mixtura genérica nunca antes acometido por nuestro cine, y con muy escasos continuadores. “Si bien es sabido que La primera carga al machete parte y se apropia de la rica experiencia del documental (...) no es menos cierto que va mucho más allá de una toma cómplice de un determinado lenguaje, al plantearse recrear un contexto histórico con todo el rigor de la verosimilitud que ello implica, mediante una propuesta de ficción genuina que, lejos de adulterar o modular de acuerdo con modelos sectarios, enriquece la verdad, la hace más carnal y creíble, despojándola de una connotación profesoral”. (4)
Desde el mismo título, La primera carga al machete desecha toda posibilidad de intriga o suspenso al evidenciar cuál será el nudo principal y el supuesto clímax de la trama. Entonces, la respuesta suspendida que casi toda narración postula, es aplacada aquí desde antes de que el espectador se siente a ver el filme, pues el título expresa en buena parte su contenido, y por tanto visionarlo equivale a presenciar cómo va a ocurrir lo que, desde el título, sabemos ineluctable. Es decir, el acicate, la pregunta sin respuesta proviene en todo caso del modo en que la primera carga será representada y puesta en escena. Si bien el cine narrativo y de reconstrucción histórica, incluso el de Hollywood, había recurrido a esta especie de sucinta intriga de predestinación (recordar Charge of the Light Brigade, en versión norteamericana, de 1936, y británica, de 1968) ni Michael Curtiz ni el anticonvencional Tony Richardson osaron colocar, entre las primeras imágenes de sus respectivos filmes, incluso bajo los créditos, el flash forward, prolepsis, o adelanto sintético del paisaje ruinoso y humeante, resultado de una acción muy posterior en el relato pero vaticinada desde el mismo título. No satisfechos con adelantar en la introducción su posible núcleo dramático, la instancia narrativa del filme cubano recurre a la canción-prólogo interpretada y compuesta por Pablo Milanés y que acaba de completar el vaticinio o pronóstico audiovisual de lo que veremos.
La más violenta ansincronía narrativa (elusión de la linealidad, cronología y de la relación causa-consecuencia que dominan en el relato tradicional) aparece desde las primeras escenas del filme con diálogos audibles. Sin que se extinga todavía la primera canción de Pablo, irrumpen escenas protagonizadas por maltrechos soldados españoles, quienes se dirigen a la cámara, y a un entrevistador narratario (que será todo el tiempo escuchado por el espectador, pero nunca visto) para describir el horror de una batalla que, ya sabemos, tendrá lugar en el mismo epílogo del filme. Luego de esta primera entrevista con las tropas peninsulares, se procede a la exposición de una asamblea de cubanos independentistas, quienes analizan la importancia política de la primera carga, a la cual se refieren en pasado, es decir que ocurre en el tiempo mucho después de la carga, aunque se presente en la introducción del filme. Estas dos escenas, la asamblea de cubanos independentistas y los soldados españoles regresando destruidos por la portentosa carga mambisa, corresponderían a las etapa que algunos dramaturgos llaman epílogo o decrescendo, pero Manuel Octavio Gómez, sus guionistas o su editor decidieron colocarlas justo al principio.
Posteriormente a este conjunto inicial de secuencias premonitorio-introductorias, es que comienza y se desarrolla la línea del relato de modo cronológico y causal, a partir de que entra por primera vez el narrador en off diciendo: “Lo que acaban de ver y oír está sucediendo en el Departamento Oriental, en estos precisos instantes, en los últimos meses de ese dramático año de 1868...” En esta primera y extensa parrafada del narrador -a partir de la cual ya no se introducirán mayores saltos en la cronología de los acontecimientos— se relata la toma de Bayamo por los cubanos, y el hecho de que han sido enviadas dos columnas españolas para sofocar dicha rebelión. El narrador se refiere a la columna comandada por el coronel Quirós, que se posesionó del poblado de Baire, e inmediatamente la narración pasa a la entrevista con este oficial español. Desde este diálogo en adelante, la principal línea dramática se dedica a exponer las declaraciones, más que las acciones, alternadas de cubanos y españoles, a la vez que se exponen las informaciones básicas y referencias medulares respecto a las razones y voluntades de uno u otro bando, cuyo paulatino enfrentamiento conducirá hasta la batalla anunciada, preparada, predicha a lo largo de todo el metraje, con diversos niveles de intensidad dramática y absoluto detallismo documental, testimonial.
Aunque la diégesis se torne rectilínea, luego de la primera intervención del narrador en off, no faltan algunas bruscas elipsis y flash backs o digresiones analépticas, como aquella en la cual una cubana cuenta hipodiegéticamente (su relato se incrusta en el testimonio de Quirós) el modo en que fueron vejadas ella y sus acompañantes. También la cronología se quiebra en ocasiones para que el relato se ubique brevemente en pasado, y así aportarle al espectador algunos elementos claves sobre ciertos personajes. Por ejemplo, en la escena previa a la carga, son entrevistados algunos mambises a propósito de la presencia de Máximo Gómez. Las respuestas al entrevistador a propósito del dominicano constituyen breve flash back verbal, sumario de la biografía del líder mambí anterior a que se integrara a la Guerra Grande en Cuba. Por si fuera poco con el “desorden” cronológico de este fragmento, también se intercalan vistas evidentemente digresivas de un caballo blanco, sin jinete, trotando y haciendo cabriolas, en imágenes que alargan el ritmo desde los códigos hermenéutico y simbólico. Me explico: a estas alturas del relato resulta inminente la escenificación de la contienda y las imágenes del corcel, yuxtapuestas con las opiniones no excesivamente favorables de los mambises cubanos respecto a Gómez, crean una especie de enigma, suspenden la respuesta, actúan como trampa momentánea para el espectador, sobre todo para quien no conozca de hecho el compromiso vertical del dominicano con los destinos de Cuba. Por otra parte, las imágenes del caballo blanco, preciosistamente ralentizadas, vienen a ser un posible signo que apunta a resaltar la épica libertaria, la eticidad y pureza de los ideales alentados por Gómez en la gesta cubana.
Abundantes son las figuras y los códigos narrativos empleados que alejan al filme de todo convencionalismo narrativo o genérico. Hacia el final de la entrevista con el Capitán General de la Siempre Fiel Isla de Cuba, Don Francisco de Lersundi, sus palabras se montan con imágenes de cuadros españoles de temática épica, que si bien son mostrados con el fin de hacer evidentes la época, el gusto decorativo imperante, el sentido representacional, las costumbres de un país, tiempo y clase social específicos, también actúan como pausa, interferencias en la acción narrativa que paralizan el ritmo o la natural fluencia de la acción. Igualmente, abundan los sumarios verbales con carácter de analepsis contenidos en las intervenciones del narrador en off; pululan las elipsis en los diálogos y dentro de las mismas escenas; amén de los alargamientos ora digresivos ora premonitorios ora resúmenes ora comentarios líricos que conllevan las cinco irrupciones de Pablo, y las cuatro canciones que le vemos interpretar. Al final se escucha la misma canción que al principio. La primera vez que se oye el texto adelanta lo que veremos, pero cuando se repite al final del filme, la misma canción adquiere connotación de epílogo-sumario. En la voluntad de anillar principio y final, se percibe la voluntad de la instancia narrativa por aludir al sempiterno espiral de rebeldía y búsqueda de la independencia en Latinoamérica. Tal intención se esclarece si se analiza el texto de Pablo y sobre todo el modo en que se manejan los tiempos verbales, primero en pasado y luego en presente. (5)
También existen signos cargados de sentido legible en el vestuario que lleva Pablo (sombrero parecido al que usaban los juglares o trovadores, poncho de inspiración andina) o en los momentos en que el cantautor devenido actante, mira a la cámara como remarcando una aseveración relacionada con la trascendencia temporal e histórica de los actos narrados al unísono por el filme y por las canciones que lo flanquean. Similar significado alcanzan los movimientos del cantante-actor dentro del encuadre: en el prólogo camina en dirección a la cámara y penetra en la escena donde ocurrieron los hechos que, para el espectador se verificarán en pantalla mucho después, hacia el final del filme, pero es que en el epílogo vuelve a sonar la misma canción, vemos a Pablo retirarse de espaldas, abandonar el escenario, ascender río arriba, entre el reguero de cadáveres y la desolación que dejó la primera carga al machete; entonces se congela la imagen y termina el filme, en una especie de final abierto, suspensivo, como si la acción hubiera concluido solo de momento, pues puede replicarse en eterna espiral hacia el porvenir.
Aparte de las figuras y los códigos narrativos y ficcionales empleados, La primera carga al machete destaca sobre todo en virtud de los subrayados discursivos y de la baja narratividad, por su voluntad testimonial, documental, y por la tupida red de intertextualidades que emplea. La evidencia del trabajo de cámara y de las interferencias del montaje, los diálogos de los actores-personajes con el entrevistador (y testigo presencial de los hechos) venido desde otra época, la participación del cantante rapsoda y de los narradores en off pueden verse cual palmarias señas de enunciación que nos corroboran estar en presencia, como hemos insinuado antes, de uno de los filmes cubanos que mayor preponderancia le otorga al discurso en desmedro de lo puramente narrativo o anecdótico. Reconcentrados en el cómo se cuenta por encima del qué se cuenta, los creadores diluyeron los nudos dramáticos, los núcleos cardinales de la acción anunciada desde el título, evidenciada en el prólogo, y por tanto desdramatizada, para evadirse en ostentosa fuga de lo aristotélico convencional, es decir, de la estructura introducción-nudo-desenlace. Tan es así, que las secuencias en apariencia culminantes, es decir las que corresponden a la batalla decisiva que el filme cronica, solo aportan indicios de época, de atmósfera, pero ni siquiera se puede identificar en su vorágine a los personajes centrales más o menos delineados hasta ese momento. A pesar de emplearse en estos fragmentos los planos medios, primeros y de detalle (en lugar de las panorámicas y planos generales a que se recurre casi siempre en este tipo de escenas épicas) apenas existe identificación clara de los contendientes, y mucho menos personalización de los mismos. Además, la cámara se recrea en lo que el movimiento Dogma 95 llamaría años después Acción Superficial, entiéndase violencia física, sangre, balacera, heridos, recreación en la espectacularidad, ímpetu, muertos, confusión y entrechoque, todo lo cual borra, o por lo menos desatiende, los actantes dramáticos expuestos hasta ese momento, incluidos el machete iconizado en tanto símbolo de trabajo, de virilidad y de rebeldía, pero también se diluye por momentos la línea claramente divisoria entre españoles y mambises. En otras palabras: la escenificación concreta de La primera carga al machete trasmite impresiones fragmentarias, dadas por los movimientos paroxísticos y descontrolados de la cámara (¿otro sujeto de la contienda?), por el sonido atropellado y a veces indescifrable, por la corta duración de los planos y por el altísimo contraste del blanco y negro. Este conjunto de escenas se proponen la recreación estilística de un suceso en vez de mostrarlo de manera verista, o de relatarlo de manera que avance la acción dramática en algún sentido.
La primera carga al machete se apoya en una estrategia de realización exactamente contraria a la enunciada por Christian Metz en Histoire/Discours, donde el teórico postula que los filmes tradicionales borran las señas de enunciación y la cámara se convierte en un agente “invisible” que hace avanzar la historia y que se dedica a mostrar su discurrir “natural” Mucho más afín con los propósitos de los creadores del filme me parecen los análisis de Raymond Bellour y Marie-Claire Ropars-Wuilleumier (ambos citados in extenso por David Bordwell en La narración en el filme de ficción) cuando plantean ciertas constantes que permiten determinar el intervencionismo evidente del sujeto-director. El primero de los ensayistas mencionados se refiere a marcas específicas de enunciación como la posición y los movimientos de cámara extremadamente notorios, o la mirada directa de los personajes al tomavistas. Ropars-Wuilleumier observa por su parte que, en este tipo de filmes más discursivos que narrativos, suele presentarse el montaje discontinuo, la no concordancia entre sonido e imagen, los primeros planos repentinos y la manipulación del tiempo fílmico. Tanto las dos cualidades apuntadas por Bellour como las cuatro añadidas por Ropars-Wuilleumier alcanzan preeminencia en seis factores que le confieren absoluta preeminencia referencial-discursiva (y de ahí su innegable importancia en el panorama de nuestro cine) al filme de Manuel Octavio Gómez: los movimientos nerviosos y convulsos de la cámara, el diálogo constante de los personajes-actores con la cámara-entrevistadora, el montaje discontinuo y sus cortes directos que frecuentan elipsis, prolepsis, analepsis e insertos, los primeros planos en brusca alternancia con las panorámicas, así como las voces distanciadoras de los narradores en off y las canciones de Pablo, que muchas veces aparecen sin correspondencia con lo que estamos viendo en pantalla.
La primera carga al machete alteró la visión museológica y archivera que dominara buena parte del cine cubano cuando trataba de acercarse a sucesos reales del pasado. El filme puede verse cual extenso reportaje dramatizado que, por momentos, adopta el tono y el estilo típico de los noticiarios cinematográficos o televisivos (voz en off del entrevistador y de los narradores, entrevistas concebidas desde cuestionamientos tan periodísticos como el qué, el cuándo, el dónde y el por qué), con la mirada puesta en versiones semifalseadas del cinema verité francés o del direct cinema norteamericano, sin desdeñar la plasticidad del encuadre y de la composición típica de ciertos filmes de ficción histórico-literarios (de Eisenstein, de Visconti, de Wajda) ni eludir tampoco referencias expresionistas (violento contraste blanco y negro) o nuevaoleras (extrema movilidad de la cámara a lo Raoul Coutard, por ejemplo).
Son raros, rarísimos, los filmes cubanos que se exponen con semejante complejidad y riqueza en la alternancia de sus diversos narradores, niveles narrativos y sintagmas espaciales o temporales. No recuerdo ningún otro título de ficción cubano donde predomine de similar manera la voluntad por distanciar al espectador, por no concentrarlo en ninguna historia personal, íntima o particular. Los brevísimos momentos de focalización interna rápidamente desaparecen en la visión de conjunto, predominante, aportada por la instancia narrativa, que se vale de una suerte de testigo invisible (el entrevistador) o del cantautor que cronica y comenta líricamente, para evidenciar su carácter de narración ulterior, representacional y ficticia, sobre todo en los momentos de mayor “objetividad testimonial”. En el nivel estrictamente visual, el filme zanja, sin tal vez proponérselo como primer objetivo, aquella polémica que le atribuía al cine de arte (luego de Citizen Kane, del neorrealismo italiano y de alguna nueva ola francesa) el modus operandi exclusivo del plano secuencia y de potenciar la profundidad de campo, en vez de la riqueza asociativa del montaje fragmentario. La primera carga al machete juega al mismo tiempo con ambos instrumentales sin colocarlos en artificiosa colisión, como solía ocurrir en la teoría que atendía el cine de autor de finales de los años sesenta y principios de los setenta. La perspectiva de la cámara pasa de las panorámicas a los primeros planos, valiéndose siempre del corte directo, al tiempo que prescinde de elementos sintácticos como los fundidos y las disolvencias, los cuales le hubieran conferido un aire nostálgico o de remembranza, y un ritmo lánguido, a uno de los filmes más audaces, impetuosos y potentes jamás realizados en Cuba.
Graduado de periodismo, estudiante de sociología, con formación cinematográfica predominantemente cineclubista, Manuel Octavio Gómez le imprimió a todos y cada uno de sus filmes un fuerte matiz documental, verista y testimonial que los identifica con alguno de los géneros clásicos del periodismo, ya sea cuando intenta la adaptación de piezas teatrales (Tulipa, Ustedes tienen la palabra, Patakín), de obras literarias (La tierra y el cielo, El señor presidente, Gallego) o cuando reelabora desde el reportaje y la crónica incidentes históricos probados (La primera carga al machete, Los días del agua) o contemporáneos (Una mujer, un hombre, una ciudad). Pero por supuesto el documental fue terreno propicio para aplicar su interés humano, periodístico, a temáticas y personajes desmesurados, altisonantes, épicos. (6)
En Los días del agua se hace evidente la cercanía con el cine-encuesta. Tal vez concebido cual alter ego del cineasta, el periodista es uno de los principales personajes, en tanto es también el creador del mito de la santa que el filme describe y deconstruye. Del periodista se vale el guión para contraponer múltiples opiniones en torno a los milagros curativos, y aunque no deje de aflorar la intención materialista-dialéctica del director, al personaje de Antoñica Izquierdo le son concedidas tan altas virtudes como pueden serlo la entereza, la dignidad, la conmiseración y la inocencia. Su fe total, inquebrantable, aunque a veces pueda parecer patética, también alcanza las cimas del estoicismo. Quienes apuestan por las conclusiones apresuradas, y juzgan la década de los años setenta como un período gris, o insalvable, para el cine cubano, les serviría de mucho analizar la concepción del héroe que en este tiempo se verifica, y las tensiones y concomitancias que existen entre los protagonistas de Los días del agua, La última cena, De cierta manera y Un día de noviembre, todos bien distantes del positivismo reductor impuesto en otras esferas del arte cubano por la peor variante del realismo socialista.
No solo en cuanto al reconocimiento de un mesianismo otro (de tipo religioso o espiritual) se distingue Los días del agua entre el cine de su época. El filme se relaciona fuertemente con el teatro del absurdo, la acción plástica y el performance, todo ello aplicado a una intención de sesgo carnavalizante y distanciadora muy poco frecuente, con estos niveles de delirio y autoconciencia, en cualquier otra película de esta década. Se ha dicho que “lo más atractivo en Los días del agua es su pronunciado interés en la cultura nacional, y la excepcional habilidad del director para explorar simultáneamente las máculas y limitaciones de las tradiciones culturales populares, desde una perspectiva que no es elitista ni paternalista” (7). Semejante capacidad para contemplar la realidad desde sus múltiples facetas, desde la visión cómplice, partícipe, que no destierra el criticismo, ni la objetividad, es tal vez la característica más notoria de las mejores obras firmadas por Manuel Octavio Gómez. Objetos de su distanciada, y al mismo tiempo afectuosa perspectiva, resultan los numerosos personajes que pululan en estos “días del agua”: la curandera y sus fanáticos, el periodista a la caza de la noticia sensacionalista, el oportunista-manipulador-mitómano (Tony Guaracha), el cura, el alcalde, el campesino ignorante y el boticario tacaño, todos más o menos plegados a esta mujer imponente, comprometida solo con su fe, y que por ello representa un peligro para todos los poderes establecidos y los intereses creados. Ella no hace concesiones a unos ni a otros. La guían su intuición y un sentido ancestral del decoro.
Fuertemente influido por el Cinema Novo brasileño —en particular por el Rocha de Dios y el diablo en la tierra del sol— en Los días del agua el autor se vale también de elementos afiliados al cabaret, el circo y el carnaval; utiliza la cita culterana en alternancia con la imaginería marginal (por ejemplo en el segmento titulado El evangelio según Tony Guaracha) para adentrarse en el sincretismo de la religiosidad popular, y en otros muchos aspectos caracterizadores de esos “seres apáticos y sin aliento” que somos los cubanos, según la definición que en el filme se escucha.
“La tensión desigual del filme no logra destruir la compleja imagen del espíritu popular (...) En la figura de Antoñica, admirablemente construida a nivel de dirección y de interpretación, se da una fuerza moral que surge directamente de los valores simples de una mujer de pueblo, el amor maternal, la generosidad, el desprecio de la fatiga, la dignidad. Es decir, se logra algo muy difícil, evitar que la exaltación mística del personaje le gane a su autenticidad popular y humana, haciéndolo extraordinario o ridículo.“ (8)
Así de problemático, agudo y controversial quiso ser este brillante ensayo fílmico, colmado de encuadres barrocos y enardecidos planos secuencias, reflexión vertical sobre los estados de histeria colectiva, sobre la frustración y el vacío a que conduce la falta de fe, sobre la necesidad del otro, del enajenado que se distancia, del que se niega a fluir en los consensos mayoritarios y además se mantiene consecuente con su negativa. Sobre la superioridad de quienes saben decir no, antes que afirmar ciegamente y sin convencimiento, trataba también una de las pocas películas de tema contemporáneo hecha por el ICAIC en los años setenta: Ustedes tienen la palabra.
Aunque la acción del filme transcurría en 1967, la cadena de negligencias, cambalacheos, indisciplinas, la desidia o el oportunismo de algunos dirigentes, y los desórdenes de todo tipo, resultaban totalmente contemporáneos y se podrán rastrear en numerosos filmes posteriores como Plaff, Alicia en el pueblo de maravillas o Nada. A medias entre el llamado cine de tesis y el judicial (la checa El acusado, la soviética El premio resultaron ejemplos satisfactorios y modélicos), Ustedes tienen la palabra contrapone la dura realidad de la vida agraria, las tragedias cotidianas de muchos trabajadores, a las fórmulas de manual esgrimidas por algunos dirigentes y a las soluciones proclamadas en las consignas. No obstante tales matices, algunos le atribuyeron a la controversial película, lucidez y rigor solo a partir de sus propósitos didácticos. (9)
En la trama de Ustedes tienen la palabra, el sabotaje, la acción externa y de cariz político, desencadena un intenso y doloroso proceso de reflexión social, e incluso introspectivo, justo en el momento en que ya no importa tanto saber quiénes son los culpables, sino comprender el carácter adventicio con que se enraízan en la conciencia colectiva ciertos delitos y fechorías. Entre reiteradas y cada vez más vigorosas retrospectivas, que se las arreglan para sostener un alto sentido de la intriga, el filme parece dispersarse en conflictos y personajes demasiado numerosos, pero termina anudándolos todos en un propósito generalizador, y obviamente edificante, que de todos modos sitúa a Ustedes tienen la palabra entre las obras más mesuradas y racionalistas de un director cuyo cine se caracterizó por la desmesura formal y el desborde temático.
Tulipa, La primera carga al machete, Los días del agua y Ustedes tienen la palabra patentizan una tremenda coherencia en términos estéticos y conceptuales que se vería disminuida en la filmografía posterior de Manuel Octavio Gómez. Las películas que realizó sin el fotógrafo Jorge Herrera, y sin la presencia dominante e iluminadora de Idalia Anreus, no alcanzarían similar vuelo o relieve. No obstante, se mantendría vertical el interés del cineasta por ciertos paradigmas del arte popular (Patakín) además de su atención perenne a la perspectiva del perdedor, del otro (Gallego) cuya ajena mirada puede alumbrar complejas zonas del entramado social visto nación adentro. En todos y cada uno de los relatos mencionados, se descubre la tendencia a favorecer la focalización múltiple capaz de establecer visiones contrastantes y matizadas respecto al conflicto generado por la precariedad de algunos ideales humanísticos, incapaces de resistir ciertas inclementes presiones de la contingencia social y del prejuicio colectivo.
Después de leer La agonía de hacer cine (1988, de Edmundo Aray), una de las pocas estudios (compilatorios) dedicados íntegramente al autor de Los días del agua, se pudiera inferir que se estaba hablando de un autor agónico e intermitente. En vez de semejante sensación desoladora y amarga, volver a ver algunas de las películas de Manuel Octavio Gómez, repasarlas y repensarlas, significa más bien dejarse llevar, y a veces resistir, los embates del formalismo y de la imaginación más delirantes que pueda uno encontrar en el cine de este país. Seguirá intocado el misterio del declive en la segunda mitad de su filmografía. Pero la ambigüedad genérica, estilística y conceptual constituye tal vez uno de los máximos atractivos de un legado a todas luces irradiante, quizás no tanto para el presente como para esa región en perennes tinieblas que llamamos futuro.
Notas:
1- Entrevista a Manuel Octavio Gómez, realizada por Enrique Colina, en la revista Cine Cubano, Números 56 y 57.
2- Cita del ensayo de Michael Chanan, Current of Experimentalism, en el artículo The Cuban Image: Cinema and Cultural Politics in Cuba, London, BFI Publishing, 1985.
3- El guión de La primera carga al machete fue coescrito por el propio Manuel Octavio, Alfredo L. del Cueto, Jorge Herrera y Julio García Espinosa, mientras la edición corrió a cargo de Nelson Rodríguez, quien el año anterior había montado también Lucía y Memorias del subdesarrollo.
4- La primera carga... a la luz del tiempo, artículo crítico de Eduardo López Morales, en Cine Cubano, Número 122, 1988.
5- Dice el texto de la canción: “Cuando vagábamos solitarios en el tiempo sin presente (...) hubo que rescatar los siglos de la vida, entonces hubo que pelear la filo del machete (...) mil batallas ganar al filo del machete, que estamos dando hoy”.
6- La filmografía completa de Manuel Octavio consta de: 1959, El tejedor de yarey (doc.) / Biblioteca Nacional (notas didácticas para el Ministerio de Educación) (doc.) / 1960, El agua (doc.) / Cooperativas agrícolas (doc.) / 1961, Una escuela en el campo (doc.) / Guacanayabo (doc.) / 1962, Historia de una batalla (doc.) / 1963, Cuentos del Alambra (doc.) / 1964, El encuentro (fic.) / 1965, La salación (fic.) / 1967, Tulipa (fic.) / 1969, La primera carga al machete (fic.) / 1971, Los días del agua (fic.) / 1973, Ustedes tienen la palabra (fic.) / 1976, La tierra y el cielo (fic.) / 1978, Una mujer, un hombre, una ciudad... (fic.) / 1982, Patakín (fic.) / 1983, El señor presidente (fic.) / 1987, Gallego (fic.).
7- Entrevista con Julianne Burton, titulada Manuel Octavio Gómez Interviewed: Popular Culture, Perpetual Quest, en la revista Jump Cut, Número 20, mayo de 1979.
8- Crítica firmada por Ambreta Marrosa, en la revista venezolana Cine al día, Número 15, enero de 1972.
9- Ejemplo de esta tendencia crítica de la época a insistir en los valores temáticos positivos, por encima de cualquier otra consideración se percibe en el trabajo a propósito de Ustedes tienen la palabra, aparecido en La Gaceta de Cuba, Número 122, de 1974.