Entre los muchos riesgos de incomprensión que está tratando de solventar Barrio Cuba hay una pareja de considerable estatura. Primero, están los críticos, cinéfilos, intelectuales varios, y una gran porción del público ilustrado, apostado en el prejuicio que emparenta lo romántico con la cursilería, lo sensiblero, la afectación y el amaneramiento, mientras clasifica el melodrama cual burda levadura para seudoliteratura y telenovelas de ocasión. Luego, está el público mayoritario, masivo, que inunda los cines cada vez que se estrena una película cubana, pero condicionado por la amplia despensa de la comedia nacional, busca en toda nueva propuesta los elementos satíricos, la ironía, la crítica costumbrista y folclórica, más o menos cínica, y más o menos desencantada. El espectador prejuiciado contra el melodrama, o en busca de la sonrisa cómplice con las comedias “fuertes”, se sentirá defraudado ante esta casi impúdica exhibición de naufragios filiales, desasosiegos y congojas, de índole absolutamente privada e individual. Suerte que, a pesar de toda prevención, el filme ha impuesto una corriente visceral de comunicación con su público natural, pues sabido es que el ser cubano, además de sus inclinaciones al choteo y el hedonismo, al júbilo carnavalesco y la rumbantela sempiterna, posee parcelas inundadas de melancólicas canciones, de gravedad, desventuras, y hasta de solemne grandilocuencia, muy afines al espíritu que apresa Humberto Solás en esta, su más reciente película.
En tanto narración de aspiraciones épico-sentimentales y corte trágico (los protagonistas son presa de su destino manifiesto, de sucesos funestos e irreversibles; los personajes incitan primero la identificación y luego la compasión; se exaltan los sentimientos, el patetismo y los llantos; se discuten altos conceptos culturales, religiosos, éticos; es analizado a fondo el carácter de los protagonistas) el filme se asienta en la metaforización de varios mitos humanísticos esenciales relativos a la muerte, el (re)nacimiento, el dolor como instancia purificadora, y la familia cual remanso de todas las virtudes, el espacio umbrío que garantiza el estímulo para eternos retornos. Insisto en que la potenciación de la familia es una de las claves hermenéuticas principales para comprender a plenitud Barrio Cuba —al igual que ocurre en la inmensa mayoría del melodrama cinematográfico cultivado por Hollywood, y por cineastas como Luchino Visconti y Ang Lee, entre decenas de autores y películas— porque aparte de numerosos índices generalizadores a este respecto, casi todos los conflictos sobrevienen cuando, por una u otra razón, se quiebra la armonía familiar, y entonces la catástrofe afectiva estremece la existencia de los personajes. Pasemos revista: Santos renuncia a su hijo y desciende el interminable precipicio de la fisión espiritual; Magalis termina abandonando padre, hermano, país, y el oficio que le gusta por un matrimonio de interés; El Chino deja a su esposa, imposibilitada de parir, para tratar de apuntalar afectivamente la familia de sus padres, en franco debacle causado por la emigración a Estados Unidos del otro hijo y de los nietos.
Sintomáticamente la quiebra de la armonía familiar es provocada en la trama por la debilidad, intolerancia, ineptitud o pusilanimidad de la figura paterna, en abierta continuidad de la postura desmitologizadora sostenida por Humberto Solás respecto al machismo criollo y a cierto chovinismo insular. (Recordar los antihéroes débiles e irresolutos de Un día de noviembre, Cecilia, y Miel para Oshún, o los abusivos, arbitrarios y exaltados de Lucía (tercer cuento), Un hombre de éxito y El siglo de las luces. La quiebra de los valores filiales, y la paternidad infecunda, irrealizada, son los vasos comunicantes que conectan las tres historias principales. Santos está tan lastimado por la muerte de su mujer que culpa por ello al hijo recién nacido, y su desolación le impide asumir el liderazgo familiar. Magalis tiene que vérselas día a día, hasta el límite supremo del agotamiento, con un padre intolerante, inerte y machista, que expulsa a su propio hijo del hogar porque lo prefiere, de acuerdo con lo que le grita, delincuente o contrarrevolucionario, antes que maricón. El Chino y su padre representan otra faceta, la paternidad henchida de aptitudes y devoción, pero impedida de realizarse, en el primer caso por la perentoria incapacidad del matrimonio para tener descendencia, y en el segundo, porque uno de los hijos decide abandonar el país, llevándose a los nietos, y creando así una insalvable fisura causada por la imposibilidad de entregar y recibir afecto.
Filme complejo en una segunda lectura, la que brota cuando analizamos un poco más a fondo las acciones y reacciones de los personajes, aquí no solo se deifican, releen y cuestionan las actuales ideas sobre la familia y sobre la figura paterna, sino que tal enfoque se inscribe de lleno en la continuidad de antiquísimas tradiciones occidentales, vinculadas a significantes de índole mítica. Aparecen aquí los ciclos sempiternos de muerte y resurrección, las premisas similares a numerosas narraciones preestablecidas en la tradición judeo-cristiana, como aquellas que dan cuenta de los hijos pródigos y unigénitos, o de padres nimbados por la ofrenda y el sacrificio, por la aureola genésica e inaugural.
Basta con el mínimo conocimiento de la historia del arte occidental para comprender cuán poderosa resulta la tradición representacional del melodrama, con su natural ascendencia en la ópera, en los actos sacramentales católicos, o en los cánticos del coro adosados a la tragedia de la antigüedad clásica, griega y romana. A estos ritos seculares se adscribe irrefutablemente el filme, con todos y cada uno de sus crescendos emotivos, subrayados por violines, en maniobra evidente para hacer vibrar nuestros lagrimales, o en aquellos momentos en que se escuchan melancólicas canciones de fondo, como aquella muy hermosa de Carlos Varela que escolta más de una secuencia.
Barrio Cuba comparte, sin remordimientos ni complejos, algunos motivos acendradamente románticos como el amor imposible, o el desamor sin paliativos. En la historia de Santos la muerte cae como un rayo que lo reduce a cenizas. Magalis es el caso típico de mujer fatal romántica, que ama a quien no debe, desdeña a quien la adora, y es capaz de los más tremendos sacrificios por ayudar a los merecedores de su ternura (solo así puede interpretarse su decisión final de someterse a un matrimonio por interés, giro dramático que ha sido criticado por algunos especialistas, pero que también es situación cara a la tradición melodramática y folletinesca: la heroína se inmola por amor a sus seres queridos). Vivian idolatra a su esposo de manera tan exasperada, que también es capaz de acudir a cualquier recurso extremo por tenerlo cerca, sobre todo cuando intenta darle solución mediante la fe religiosa a su impotencia como madre de familia. Los conflictos principales proceden, entonces, de la incompetencia de los personajes (otro artilugio dramático de matriz indiscutiblemente trágica y romántica) para comprender “los duros golpes del destino cruel”. Se exacerba el martirologio de Santos intentando huir de su pasado; se quiebran Magalis e Ignacio bajo el fardo de sus repetidos fracasos; Vivian, El Chino y sus respectivas familias se angustian por las despedidas, o por la distancia de sus seres queridos, aparte de la frustración interna de la pareja por no ofrecer un nuevo vástago a los desolados abuelos.
Llama la atención que, mientras sicólogos y sociólogos cubanos se han ocupado de estudiar a fondo y sistemáticamente los problemas y virtudes de la familia cubana, no son muchos los producciones recientes de la Isla que informen la temática filial-intimista desde la gravedad reflexiva, y el tono no risueño, porque para el examen cómico estaban Los sobrevivientes o Plaff, por solo mencionar dos de las más agudas comedias. Recuerdo Hello Hemingway, El siglo de las luces, Madagascar y Video de familia como los mejores precedentes de la reflexión filial pero en un tono más grave. Ninguna de ellas se acercaba al núcleo temático de la familia desde tan numerosos subtextos e interrelaciones. El guión toca de soslayo —y trae a cuento cuando conviene, para sustentar dramáticamente las tres historias principales— contenidos que gravitan sobre la familia cubana del presente. Entre otros, asoman motivos adyacentes, de disímil peso dramático, relativos a la emigración al exterior y la inmigración a la capital desde otras provincias; ilegalidad y delincuencia; religiosidad popular (a la que se le echa mano “cuando truena” y puede ser lo mismo católica, protestante, o de origen afrocubano); las diferencias entre la ciudad y el campo; los problemas laborales y de vivienda; prostitución femenina y masculina; alcoholismo, diferencias generacionales que conllevan conflictos de todo tipo; homosexualismo y homofobia; racismo larvado; marginación y automarginación...
Las anteriores correspondencias no significan que, para ser bien entendida, haya que circunscribir la película a los códigos genéricos del melodrama filial, al modo de El derecho de nacer o de tanta telenovela, ni tampoco significo que estemos en presencia de fresco más complejo e inclusivo que pueda imaginarse sobre la vida cubana del presente. Pero sí creo que el filme puede complacer, en grado sumo, a los convencidos de que compartir lágrimas puede ser un inmenso placer, y además puede ser vista y disfrutada, cual lienzo mural, canto polifónico, ilustración naturalista, acuciosa y vehemente, sobre las disímiles tragedias personales de gente común, solitaria, cansada, quizás perdedores sin remisión, salvados por su contumaz, sorprendente capacidad para erguirse y seguir adelante.
La ilustración en imágenes de tan amplios designios, requirió, en primerísimo lugar, de una dirección de arte —sobre todo en el acápite de selección de locaciones— pensada milimétricamente para subrayar expresivamente cada entorno, sobre todo los interiores, las habitaciones y espacios hogareños, minúsculos, cálidos, a veces despintados y sombríos, siempre acordes con los designios escenográficos minimalistas del cine de cámara, apostado en el intimismo, donde todos los espacios se convierten en cámaras de resonancia para complementar expresivamente los conflictos y sugerir los significados. Muy poco se ha dicho sobre la elocuencia de la fotografía a la hora de “traducir” en pantalla no solo para indicar las diversas sensaciones que provocan estos espacios, sino también para atrapar la formidable espontaneidad de los actores.
A diferencia de Suite Habana, con la que tanto se le compara, el filme de Humberto elude las áreas capitalinas y las edificaciones cuyo sentido simbólico se ha vuelto tópico, por el exceso de empleo. La fotografía esquiva todos esos lugares que presuntamente encarnan la quintaesencia capitalina, como Malecón y la calle 23, la Catedral y Habana Vieja circundante, el Morro o Prado hasta Capitolio, en busca de una tipicidad otra, de una conexión genuina y palpitante entre la “otredad arquitectónica” y la apertura del punto de vista hacia la periferia, ya se llame Regla, Puentes Grandes, o Lawton.
Desde la primera toma, en que se presentan los créditos de apertura, y la cámara asciende de un espigón del puerto hasta la línea elevada del tren, donde arriba a la ciudad uno de los personajes, se manifiesta la intención de retratar la fibra profunda, tal vez más oculta, de la ciudad y de sus gentes más humildes. Por eso es que los movimientos de cámara suelen comenzar en lo aparente, exterior e inanimado (fachada, estructura arquitectónica, naturaleza) hasta la honda introspección manifiesta en los rostros y las miradas. Dicho en otras palabras, la cámara y el montaje plantearon como código una fluida y deliberada dinámica entre tres escalas graduales de aproximación a la verdad: la panorámica y el plano general (que ofrece impresión totalizadora, universo, microcosmos, falena); los planos medios que por algo se les llama también planos grupales, o de distancia social de la cámara; y los primeros o primerísimos planos, regularmente emplazados sobre los rostros de los actores, siempre en estado de gracia, entregados a sus personajes en cada gesto, movimiento e intención.
Dada la procedencia y la pertenencia social de los personajes, y sus posibilidades económicas reales, predomina la sencillez y la estética del realismo sucio, con todo lo que ello implica en términos de paredes descascaradas, maderas podridas, gente desaliñada y sudorosa, casas y rostros erosionados. A pesar de todo ello, Barrio Cuba no es de esas películas cubanas que comunica una cierta concupiscencia morbosa en la indigencia material. Más bien, busca y encuentra, la belleza plástica que puede haber, por ejemplo, en la imagen de una mujer desesperada, que se recuesta a un VW inservible, en un solar dominado por humilde tendedera de ropa puesta a secar. Prevalece visualmente el desvencije, la avería, los colores oscuros, sepias y grises, pero a veces todo ello aparece iluminado por crepusculares y doradas luces, que le confieren eminente plasticidad a ciertas escenas. Lástima que el aliento y la belleza de ciertos encuadres y angulaciones no se sostenga a los largo de todo el metraje, pero ello conlleva una decisión expedita de los autores, decididos a no distraer al espectador de la trama, con ningún virtuosismo formal.
No deja de sorprender, en esta época cuando el asombro ante una película es cada vez más raro, el empeño de Solás por revalidar melodrama y romanticismo, vinculándolos con referentes estéticos paradójicos, propios del naturalismo, el neorrealismo, el sicoanálisis, la visión racial y la perspectiva femenina, como signos que garantizan la verosimilitud y el atinado fluir de la representación, sobre todo de los diálogos, despojados de todo viso literario o encorsetado, que tanto perjudicaron obras anteriores de este autor. La mencionada fluidez de los tres relatos se resiente algo en la primera parte del filme, cuando los elementos introductorios se demoran en una exposición algo morosa, pero luego de que se presentan los conflictos se recupera el ritmo, y después de los primeros quince o veinte minutos el filme adquiere su verdadero designio compositivo: alcanzar en casi todas las secuencias la narratividad absoluta, es decir, que todos sus pasajes y episodios se pongan en función de narrar, de aportar giros dramáticos al relato. Así, la discursividad, es decir, el estilo, la forma, la exhibición del cómo, pasó a segundo plano, al nivel de la apoyatura, la sutileza y la alusión que jamás interfieren la narración, pues los elementos de estilo se subordinan por completo a la necesidad de referir con presteza las tres historias y sus respectivas subtramas.
En este engranaje básicamente narrativo existen varios personajes subordinados, y situaciones disgresivas, cada una engastada de modo más o menos coherente en las propuestas dramáticas y conceptuales de la triada principal. En la historia de Santos, aparecen dos peripecias que contribuyen a su anagnórisis purificadora: uno de ellos se logra cargar de inmensa potencialidad emotiva (me refiero al encuentro de Santos con El Bombón de Mayarí, la mujer enferma que quiere regresar a su casa para morir en ella) y el final de la decadente odisea de Santos, casi su renacer, resuelto de manera bastante ingenua, entre los juegos y el afecto de la familia de ¿haitianos? que habita un remoto lugar del oriente cubano.
En el segmento de Magalis, los conflictos del personaje van actuando por acumulación, así que solo se relacionan perentoriamente en la subjetividad de esta mujer exhausta. No obstante, el personaje de Ignacio le aporta poco conflicto a la historia de la enfermera, y su personalidad no ofrece demasiadas aristas, ni conflictividad en sí mismo, como para concederle tamaña importancia al muestreo de su percepción y sentimientos. Tal es así que cuando el filme se acerca al final, se hace evidente que Ignacio aparece como desgajado de los núcleos dramáticos principales.
En la trama de El Chino y Vivian, la mayoría de los personajes secundarios aparecen muy bien fraguados con el conflicto capital, excepción hecha en esa hermana remota, que aparece a última hora solo para “coronar” la efectividad catártica y milagrosa del final en el santuario. El guión resulta, de todas formas, acabado y excelente ejemplo de la narrativa coral, tan en boga luego de los intentos de Robert Altman (Nashville, Short Cuts) o Woody Allen (Hannah and Her Sisters, Crímenes y fechorías), o del cine latinoamericano reciente. Recordar la perspectiva plural de Últimas imágenes del naufragio, Cenizas del paraíso, Suite Habana, La vida es silbar, Ciudad de dios, Caídos del cielo, El callejón de los milagros, Principio y fin, Sexo, pudor y lágrimas, entre otras.
La pluralidad de perspectivas le permite al realizador-guionista reflexionar sobre la preeminencia de ciertos valores, y acerca de su eventual desvanecimiento: “Tan solo quería hacer una película sincera —ha dicho Humberto en una y otra entrevista— un testimonio de la época que vivimos. Lo más importante son los valores que intenté resaltar: la solidaridad, la reunificación familiar, la unidad nacional, en un momento en que estos valores se ven amenazados. Mi gran reto era hacer un cine tremendamente humanista, que revelara la idiosincrasia y la realidad del cubano, sin caer en la sensiblería, pero tampoco con miedo a enfocarme plenamente en lo emocional. (...) Es un homenaje a mis influencias primeras, al neorrealismo de Vittorio de Sica (Ladrones de bicicletas, Milagro en Milán), al Luchino Visconti de Rocco y sus hermanos, al Fellini de Amarcord, o a Pather Panchali del indio Sayajit Ray. Es una especie de vuelta a la semilla, de búsqueda personal del tiempo perdido. Lo que ando no es la aprobación de la crítica ni de las instituciones, sino apenas ganarme la complicidad del espectador, y que este reflejada su situación existencial. No creo haberla hecho por narcisismo, sino por la comprensión de cuál debe ser mi rol como cineasta, para conmigo y ante los demás.”
Acorde con tales referentes, Humberto Solás no ha olvidado el precepto de que ni siquiera la historia más sombría, sórdida y lateral puede permitirse el abandono de alguna pertenencia estética. Lucía (primer y segundo cuentos), Cecilia, Amada, y El siglo de las luces confirmaron al realizador como un cultivador de la seducción mediante el virtuosismo estilístico. Manuela, Un día de noviembre, Cantata de Chile, Un hombre de éxito y Miel para Oshún representan conceptos menos formalistas y más instrumentales, pues evidenciaron que todos los recursos de la puesta en escena se colocarían al servicio de la idea, de la tesis global y de los superobjetivos. Barrio Cuba hace confluir ambas variantes del cine solasiano, pues sin dejar de ser un filme de tesis, hiperconcentrado en la diégesis y en la desenvoltura de su narratividad, propone al mismo tiempo una muy sólida plataforma estética, a partir de códigos (en cuanto a la fotografía, la dirección de arte y las actuaciones) que son operados sin irrupciones, sobresaltos ni alardes.
Para el final de este comentario hemos dejado el acercamiento a la mayor baza triunfal que barajaron los creadores. Muy pocas veces se había reunido en un filme cubano a tantos actores de importancia, de tan diversas procedencias y estilos, todos imbuidos del más generoso propósito que puede asistir a un actor: desaparecer completamente detrás de su personaje. Tal milagro fue posible, creo yo, gracias a que por ejemplo Amparo y Santos; Magalis, su padre e Ignacio; El Chino, su padre y Vivian, fueron diseñados a partir de las posibilidades reales, de las experiencias reales y la personalidad individual de los intérpretes elegidos para encarnarlos. Es decir que Adela Legrá, Rafael Lahera, Luisa María Jiménez, Enrique Molina, Mario Limonta, Jorge Perugorría, Manuel Porto e Isabel Santos interpretan vivencias propias, o muy cercanas a su cotidianidad y conocimiento. No estoy cuestionando la versatilidad o la capacidad de desdoblamiento de ninguno de ellos. Tampoco niego sus capacidades para vivir existencias ajenas. Más bien quiero insistir en el milagro de sinceridad y pureza que construyeron entre todos, sin poses ni máscaras, apostando a traducir con miradas, gestos, y modulaciones, los conflictos internos de los personajes, y a representar de manera vívida sus contradicciones sicológicas y determinantes sociales. Ninguno de ellos simularon determinadas reacciones, sino que más bien creyeron desde las entrañas en la situación dramática propuesta, y se expusieron a los estímulos para reaccionar orgánicamente ante ellos. En otras palabras: los actores mencionados (y otros, entre los que sería muy injusto no incluir a Broselianda Hernández, cuyo brevísimo desempeño parece bendecido y ungido por el dios de los histriones) consiguen el milagro de la verosimilitud contenida y del énfasis plausible, ambos conjurados para poner en pantalla la vastedad de las emociones, intenciones y reacciones humanas que el filme elucida. Se confirma Humberto Solás como el mejor director de actores con que cuenta nuestro cine, una vez que sabe solicitar, y conseguir de ellos, el ejercicio de la profesión acorde con el tono, el estilo y el género planteados, partiendo siempre del tremendo cariño que evidentemente sintieron, el realizador, los guionistas, los intérpretes y demás creadores del filme, por esas criaturas concebidas a fuerza de comprensión y entrega.
Eso es Barrio Cuba más que ninguna otra cosa: los lamentos del suburbio, un acto de exorcismo, de comunión, de lealtad y franqueza inveteradas, épica del heroísmo cotidiano, trance a la redención de gente dispuesta a peregrinar por todas las estancias de la tribulación, los excesos y el agobio. Que para reír hay otras (muchas) películas cubanas.