Fausta Isidora Janán Pachauca transmite su historia de dos maneras: con cantos que va inventando para que la memoria no se seque, sólo los recuerdos son garantes de la vida, y con su cuerpo, cuerpo que habla de la dolorosa violencia padecida por sus padres de la cual ella es heredera.
Se canta a sí misma para disimular el miedo, esconder la herida de la muerte de sus padres, mitigar el sufrimiento, para exigirse la búsqueda en medio de tinieblas y pérdida.
Canta la sirena y como la sirena, va contando como granos de quinua, perlitas de un collar prometido. El canto se torna en trueque: ella ofrece, melodías a una música que ha ido perdiendo la inspiración y obtiene, la posibilidad de sepultar a su madre y no dejar más a su padre “solo con los gusanos”.
Se vuelve imperativo trasladar el cuerpo de su madre muerta que ha ido dando tumbos como mortaja por la casa de sus familiares. No desea sepultarla en el solar de la casa donde habita, quiere llevarla a su pueblo, y que la reconozcan, “que sus ropas no apesten a tristeza”.
Al asomo de una nueva pérdida: el canto usurpado y así las perlas, Fausta enferma, Fausta viva, Fausta digna, acude a reclamar lo suyo, se aferra, sabe que como la sirena al terminar de contar-cantar “se lo lleva al hombre y lo suelta al mar”, ese mar que será última morada para su madre, agua viva. La inminencia del ritual necesario de sepultura la obliga al contacto con lo social, pero no le resulta fácil.
Fausta habitada por las secuelas del terrorismo vivido por sus padres, sangra por la nariz, claro sus capilares son sensibles pero hay un más allá. La escena de sangrado aparece con la muerte de su madre y al ver la fotografía de un militar. Síntoma portador del miedo en su historia, la que ha sido referida por su madre para protegerla de la agresión posible por ser mujer. En palabras del tío: “Su madre le transmitió el miedo por la leche, la teta asustada, así le dicen a los que nacen así como ella: sin alma porque del susto se escondió en la tierra”.
Fausta le rehuye a los vejámenes que la guerra produjo en sus padres, a convivir con un violador, no logra reconocer que ya pasó, que está lejos de su pueblo. Necesita intervenir en lo real de su cuerpo con una práctica que también le es contada por su madre. Colocando una papa en la vagina, se construye un “escudo de guerra”, guerra librada con los hombres, no como método anticonceptivo como plantea el médico sino como ella dice: “Sólo el asco detiene a los asquerosos”.
Cada tanto debe cortar los tallitos crecidos, siente dolor, su cabello se cae, el útero está inflamado, pero ella prefiere ese sufrimiento a que su cuerpo sea agredido por los hombres. Límite a lo sexual que hasta ahora se cifra como agresivo desde el fantasma materno.
La escena traumática no ha sido vivida directamente por Fausta sino por su madre pero el relato es contundente y suficiente para que ella quede atravesada por el trauma.
No logra ir sola a ningún lado, se pega a las paredes para que “las almas tristes no se la lleven”, los hombres son una amenaza constante, pero hay al menos uno con el que se permite cercanía: aquel cuyas manos cuidan plantas no armas, que habla su lengua, que no busca seducirla, no la violenta. Le posibilita el paso a lo simbólico para no quedar atrapada en su cuerpo enfermo, ese paso es lograr nombrar su malestar: ¿Acaso la violación es obligatoria?
Le ofrece consuelo, el que encontrará en las plantas, en las flores; aún la papa barata logra florecer pero por fuera de sus genitales.
En el estertor del desmayo pide que se la saquen, empuña sus perlas, se aferra a la vida.
Fausta ha sido incorporada a la situación emergente de sus familiares en Lima, en el negocio de organizar bodas. Van y vienen pasteles, palomas, obsequios, fotografías, vestidos de novia, caprichos de novia, promesas de novio, rituales para convocar una vida llena de amor y esperanza y para probar la dignidad de la mujer, bailes, juegos, alegría.
Fausta desencaja, no sólo por su duelo sino porque al deslizarse el significante “matrimonio” éste supone la relación con un hombre, cuestión imposible pero necesaria de tramitarse. No obstante, logra un amarre con la vida y con lo social.
Se detiene el sufrimiento en el cuerpo, gracias a los pasos de simbolización transitados: la movilización en relación con la muerte de su madre, la búsqueda de un trabajo por fuera del escenario familiar, la escucha del llamado de su tío a la salud, el encuentro con un hombre que pacifica, el canto renovado, la sacan del padecimiento, se sale del padecimiento.