“Nuestro objetivo final es nada menos que lograr la integración del cine latinoamericano. Así de simple, y así de desmesurado”.
Gabriel García Márquez
Presidente (1927-2014)

CRITICA


  • Derecho de familia
    Por Diego Batlle

    Con Derecho de familia, Daniel Burman cierra magistralmente la trilogía iniciada con Esperando al Mesías (2000) y El abrazo partido (2004) sobre las relaciones familiares, la identidad judía y una mirada —abarcadora y minuciosa, simple y profunda a la vez— respecto de lo que significa ser joven, padre e hijo y cómo construir una pareja o una carrera profesional en la siempre contradictoria Buenos Aires contemporánea.

    No es que Burman se haya propuesto rodar una saga como la que François Truffaut creó durante muchos años, retratando la vida del personaje de Antoine Doinel (aunque Daniel Hendler cada vez más parece el Jean-Pierre Léaud del director argentino), pero lo cierto es que el director retoma aquí ciertas obsesiones y temáticas que le han permitido construir un universo propio de clase media, porteña y judía. Por suerte, los méritos y hallazgos de su nuevo trabajo dejan rápidamente en claro que Burman no se repite, que no está tocando siempre la misma cuerda artística.

    Derecho de familia es la más abierta, entrañable, efectiva y divertida de las cinco películas rodadas hasta ahora por Burman. Pero la simpleza con que está contada no significa que haya renunciado en absoluto a la inteligencia ni a la sensibilidad de su mirada.

    La sinfonía cinematográfica del director ofrece ahora una variante respecto de sus trabajos anteriores. Si en El abrazo partido el protagonista debía lidiar con la figura de un padre ausente, en Derecho de familia hay una doble construcción: la de un joven que cuestiona su lugar de hijo desde el momento en que empieza a ser padre.

    La película se centra en las vivencias de Ariel Perelman (Hendler), un joven abogado, casado con Sandra (Julieta Díaz), una muchacha no judía que se dedica a la técnica de pilates y con la que tiene un niño de casi tres años (interpretado por el propio hijo del director).

    En lo profesional, Perelman vive un poco a la sombra de su padre (Arturo Goetz), un profesional viudo con aceitados contactos en tribunales y mucha "calle". En este sentido, Burman vuelve a hacer un excelente uso de las escenografías que proporciona la ciudad de Buenos Aires, de las charlas de café, de pequeñas, pero jugosas observaciones, y de punzantes contrapuntos cómicos y dramáticos.

    Con el tiempo (tiene apenas 32 años y su primer largometraje data ya de 1997), Burman parece estar más convencido de lo que quiere (y de lo que no quiere). Su cine luce más sólido y al mismo tiempo fluye con mayor intensidad y armonía. Ya no hay tantos alardes técnicos, regodeos esteticistas ni manierismos innecesarios. Su trabajo se vuelve cada vez más concentrado, va a lo esencial (elimina lo superfluo), y hasta trabaja con enorme precisión la omisión a partir del recurso de la elipsis.

    Sólido director de actores (además de la pareja protagónica se destaca el trabajo de Goetz y de muchos de los intérpretes secundarios), dueño de una impecable sociedad creativa con el camarógrafo y fotógrafo Ramiro Civita, Burman parece haber alcanzado en su quinto film una serenidad, un convencimiento y una sobriedad que lo ubican ya en una temprana adultez artística.

    Así, con mucho humor (que no solo aflora en los diálogos, sino también en inspirados gags), con una sensibilidad que no cae en el golpe bajo y con muy ajustados momentos de ternura para reflejar los vaivenes de las relaciones dentro de una familia, Burman redondea una comedia leve sobre conflictos importantes. Un trabajo sentido y sin pretensiones de grandeza, pero que, a pesar de eso (o precisamente por eso), termina siendo una gran película.


    (Fuente: Tomado de La Nación.)


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