Los temas culinarios más bien vegetan en el cine latinoamericano. Aun cuando dos de los grandes éxitos internacionales de los noventas —Como agua para chocolate (México, 1991), de Alfonso Arau, y Fresa y chocolate (Cuba, 1993), de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabio— atrajeron al público con dulces en sus títulos, la comida no cuenta entre los temas centrales de la cinematografía latinoamericana.
“Estética del hambre” contra “cine para hacer la digestión”
Todo lo contrario: podría decirse que uno de los leitmotiv de los directores del rebelde y socialmente crítico Nuevo Cine Latinoamericano, surgido en el continente a fines de los cincuentas, fue el hambre, tanto en un sentido directo y crudo, como también en sentido metafórico. Así, por ejemplo, en su ensayo programático Una estética del hambre (1965) el director brasileño Glauber Rocha escribió lo siguiente: “El hambre latina, por ello, no es solamente un sistema alarmante, es el nervio de su propia sociedad. Es ahí donde reside la trágica originalidad del Cinema Novo ante el cine mundial. Sabemos —quienes hicimos esos filmes feos y tristes, esos filmes gritones y desesperados donde no siempre la razón habló más alto— que el hambre no era curada por la planificación de los gabinetes ministeriales, y que los remiendos del tecnicolor no esconden sino que agravan sus tumores.” Rocha coloca al Cinema Novo con su “galería de hambrientos” frente a lo que llama “tendencia del digestivo”: “Filmes de gente rica, en casas bonitas, conduciendo automóviles de lujo: filmes alegres, cómicos, rápidos, sin mensajes, y de objetivos puramente industriales”.
Los directores del Cinema Novo ponen la mirada en la miseria y en las contradicciones sociales. Sus escenarios preferidos son las favelas de las grandes ciudades, así como el sertón, el paupérrimo nordeste brasileño. En Vidas secas (1963), basada en la novela homónima de Gracialiano Ramos, Nelson Pereira dos Santos cuenta en imágenes lacónicas la odisea de una familia de vaqueros. Un círculo vicioso de pobreza y desposesión, hambre en las entrañas y sorda desorientación. Filmada con los medios más sencillos, también el estilo de la puesta en escena refleja con dolorosa densidad la omnipresencia de la penuria y las privaciones. A veces casi parece como si al material fílmico, en algunos momentos sobreexpuesto, lo hubieran puesto a secar bajo el sol calcinante.
En Los fusiles (1963), de Ruy Guerra, hay unos soldados enviados al sertón para vigilar los silos de cereales de un gran hacendado, alrededor de los cuales los niños se mueren de hambre. En una acción paralela, un predicador ambulante y demagógico recorre el sertón en compañía de un grupo de personajes harapientos y de un buey. Mientras vemos cómo unas manos escarban el suelo seco a la busca de raíces, su voz truena contra “las tentaciones del dinero y el placer”: “Debes dar gracias a Dios por tu hambre, debes dar gracias a Dios por tu sed, por tu miserable sed.” Pero en algún momento sus discípulos se rebelan, se apropian del dizque “sagrado” buey y lo descuartizan.
También en otras películas del Nuevo Cine Latinoamericano aparece la mezcla explosiva de explotación, hambre y desilusión. En la peruana Los perros hambrientos (1976), basada en la novela homónima de Ciro Alegría, de Luis Figueroa, la situación escala en un pueblo andino cuando una sequía aniquila la cosecha. Inútilmente imploran los campesinos al cielo y al señor feudal pidiéndoles alimento. En vista de que no se atienden sus súplicas, invaden las tierras del patrón, buscando comida.
En el ensayo documental La hora de los hornos (1968), un hito en la fase agitadora y combativa del Nuevo Cine Latinoamericano, los argentinos Fernando E. Solanas y Octavio Getino trataron de hacer un inventario de la situación tanto en Argentina como en el resto del continente. Atacaron tanto la pobreza como la dependencia neocolonial. Así, en un collage, se desangran y descuartizan en un matadero unas reses —el principal producto para la exportación, y el símbolo del mito nacional gauchesco—, todo ello montado como acusación polémica con música de jazz y anuncios de Shell.
Banquetes ritualizados: Fraternización, canibalismo y antropofagia
En las películas que tematizan el violento encontronazo de diversas culturas durante la época colonial, a veces algunos rituales gastronómicos desempeñan un papel decisivo. En el filme cubano La última cena (1976), de Tomás Gutiérrez Alea, el propietario de un ingenio azucarero, a fines del siglo XVIII, invita a comer a su mesa, el día del Jueves Santo, a doce de sus esclavos negros. Durante la cena con sus siervos el patrón se autoescenifica como representante de Cristo en la tierra. Cuando al día siguiente los esclavos se rebelan contra las sevicias de un capataz, el patrón ordena decapitar precisamente a los doce que cenaron con él.
En el filme brasileño ¡Qué sabroso estaba mi francés! (1971), Nelson Pereira dos Santos contó con curiosidad inmisericorde y amor a los detalles la historia de un francés que en 1557 cayó en manos de una tribu indígena caníbal. La película muestra el enfrentamiento de dos culturas que, en determinados momentos, está caracterizado por la amistad y la comprensión. Cerca del final, su mujer indígena le explica al francés el ritual con el que se le va a sacrificar y a comer. Se lo explica con la misma pasión con que un momento antes lo ha “golosineado” sexualmente.
Una de las metáforas recidivas del Cinema Novo fue la “antropofagia”. Influido por el movimiento literario del modernismo de los años veinte, se celebraba por una parte la creativa y apasionada “ingestión” de las diversas raíces históricas de la mezcolanza de pueblos. Por otra parte, y durante la dictadura militar, muchos directores se refugiaron en metáforas y alusiones a elementos históricos o míticos, para eludir la censura. Una de las obras más importantes del “tropicalismo”, Macunaíma (1969), de Joaquim Pedro de Andrade, es un coctel irrespetuoso de los temas de la historia cultural brasileña, y al mismo tiempo un tour de force a través del Brasil contemporáneo. El filme se basa en la novela homónima de Mário de Andrade, de 1928, una obra clave de la modernidad. Camufladas bajo imágenes grotescas, las alusiones a la dictadura son más que claras. Durante su odisea desde la jungla a la ciudad, el héroe protagonista se encuentra, entre otros, con un magnate industrial caníbal que quiere atraerlo hacia su olla gigantesca. Macunaíma, según Andrade, “es la historia de un brasileño que será devorado por brasileños”.
Comer como metáfora erótica, elemento mágico y símbolo de estatus
Entre las más bellas escenas del cine latinoamericano en las que la comida funge como metáfora erótica, aun cuando este tema no se toque luego el resto del filme, figura ciertamente el primer encuentro de los dos protagonistas de la exitosa película citada al comienzo, Fresa y chocolate, basada en el cuento homónimo de Senel Paz. En la legendaria heladería Coppelia de La Habana, un atractivo desconocido se sienta sin preguntar a la misma mesa del joven estudiante David. Después de encargar un helado, el hombre comienza a charlar muy desenvuelto, de una manera inequívocamente ambigua, acerca de las ventajas del helado de fresa sobre el de chocolate. Fijando la mirada en el bello David con un coqueto alzar de los párpados, goza dejando derretirse sobre su lengua una fresa madura, mientras su interlocutor se remueve incómodo.
Uno de los pocos filmes latinoamericanos en el que realmente la comida desempeña un papel principal es el también ya mencionado más arriba, Como agua para chocolate, de Alfonso Arau, basado en la novela homónima de Laura Esquivel. La cámara no se harta de contemplar la preparación de comida en las más distintas variantes. La cocina es un lugar mágico. El amor, el dolor y otros sentimientos pasan directamente por el estómago. Inolvidable es la escena en que todos los invitados a la boda rompen a sollozar sin ningún recato después de haber degustado el opulento ágape cocinado por Tina, quien anda sufriendo penas de amor. No en último término, el filme de Arau seguramente tuvo tanto suceso internacional porque manejaba de un modo agradable aquello que un amplio público se imagina como “realismo mágico”. También su siguiente filme, Un paseo por las nubes (1995), filmado por Arau en Hollywood, nos ofrece unas bambalinas culinarias: el viñedo de unos viticultores ricos, de ascendencia mexicana, en el Napa Valley de California. En esta película, Arau pulsa todas las teclas del cine sentimental mexicano. No solo son azucarados en ella las uvas y los bombones. Hasta el trabajo en el viñedo está puesto en escena como una alegoría folclórica de la fecundidad y de una sensualidad más que madura. En una entrevista, Arau opinó que con sus películas él quería apartarse de los clichés clásicos que usa el cine estadounidense en relación con los mexicanos y los chicanos: “Es un estereotipo pensar que todos los mexicanos en Estados Unidos son pobres e incultos. En Como agua para chocolate y Un paseo por las nubes los estadounidenses ven por primera vez mexicanos que comen con cubiertos de plata y que oyen Vivaldi”.
El local como segundo hogar en tiempos de crisis
Pero la mayoría de las películas latinoamericanas surgidas en la última década y media cuentan de la lucha por sobrevivir en los tiempos del neoliberalismo, si bien el ímpetu luchador del Nuevo Cine Latinoamericano, así como del “realismo mágico”, pertenecen mayormente al pasado. En muchos de los filmes actuales, la cruda pobreza y la falta de perspectivas conducen a un círculo vicioso de embrutecimiento y violencia. Cuando se trata de contar la lucha de uno solo o de toda una comunidad contra la pérdida del propio sentimiento de autoestima en tiempos de crisis, en algunas películas argentinas desempeñan un papel central algunos bares, cafés o restaurantes. Suele suceder que un local funge como segunda casa, tanto para los parroquianos como para el propietario. Es como un trozo de hogar en un país en el que casi todos descienden de emigrantes, y cuya sociedad amenaza con desmoronarse como consecuencia de la crisis actual. En El hijo de la novia (2001), de Juan José Campanella, el estresado negociante Rafa se enfrenta a la pregunta de si venderá a un potentado el restaurante tradicional que abrieron sus padres cuando eran jóvenes emigrantes italianos. En tiempos de la cotidiana lucha por la vida, las viejas fotos en las paredes del local, el tiramisú que nadie prepara como la madre de Rafa, parecen símbolos nostálgicos de algo que irremisiblemente se ha perdido.
También Olinda, que tiene un pequeño restaurante italiano en Buenos Aires, emigró hace décadas desde Italia. Al comenzar la película Herencia (2001), de Paula Hernández, se la ve preparando ñoquis. Pero también los días del local de Olinda parecen estar contados: los clientes reclaman insistentemente ketchup, y su ayudante de cocina —después de pelearse con ella— se manda mudar donde la competencia de comida basura. Por cierto: el vuelco positivo de esta película se da en la persona de un joven turista alemán llamado Peter. La primera vez que entra en el local de Olinda, por un descuido, le cae un plato lleno de comida en la cabeza. A pesar de todo, Peter encuentra de su gusto lo que cocina Olinda. No es un milagro: “La comida es muy mala en Alemania”, confiesa Peter sonrojándose, en una secuencia del filme.
En la tragicómica película Luna de Avellaneda (2004), también de Juan José Campanella, un grupo de viejos amigos lucha por conservar el club de su barrio. Uno de los protagonistas invita a una cita a la mujer que ama, con estas palabras: “¿Te gusta la comida étnica? Conozco un restaurante escocés.” A continuación los vemos sentados en un McDonalds y masticando unas hamburguesas insípidas. Después de lo cual, y para defender el club de su barrio, levantan barricadas. Esta secuencia, llena de humor e ironía, ilustra lo siguiente: como en la vida real, tampoco hay en el cine latinoamericano actual unos héroes tan rectos que de vez en cuando no caigan en algún extravío del paladar.