Entre las tantas utopías estéticas que han desvelado al cine cubano, acaso la más insólita fue la búsqueda de una “imagen cubana”. Tras la creación del ICAIC, la generación de un cine que expresase y recreara el nuevo imaginario nacional propulsado por la Revolución, que configurara otro deber ser, y con ello, un nuevo repertorio temático, figurativo y simbólico, tuvo su corolario en la necesidad imperiosa por dotar a ese cine de una entidad visual nacional.
Mas, la búsqueda de la “imagen cubana”, entendida como aquella plasticidad cinematográfica que expresara lo nacional, se ha producido mayormente en el universo geográfico y sobre las marcas de la exterioridad social. Si exceptuamos aquel primer cuento de Lucía, de Humberto Solás, o La primera carga al machete, de Manuel Octavio Gómez, ambas con el trabajo fotográfico de Jorge Herrera, o acaso el registro de Livio Delgado en Ociel del Toa, apenas la ha buscado en torno a la luz.
La luz cubana es acaso el mejor elemento plástico del que pueda disponer nuestro cine para expresar esa singularidad que le cabría. Esa luz que en cualquier cubano mediodía de julio o agosto se vuelve un fluido espeso, tangible, que asfixia. Mientras se enseñorea sobre nuestro mundo, todo lo vivo desaparece y quedamos convertidos en seres macilentos que deambulan y se pierden en la niebla quemante de la luz, mientras desdibuja y hace graves los contornos de la gente, como leves sus vidas y ocres sus días. La luz del Trópico, que estuvo tan presente en la imagen lezamiana o en la pintura de Fidelio Ponce. Pero, tristemente, el universo formal casi nunca se explora en nuestro cine.
El viajero inmóvil (Tomás Piard, 2008) es la película que Piard dedica a expresar su personal admiración por la obra de José Lezama Lima, uno de los mayores autores de nuestra lengua. Autor que, además, tiene mucho que aportar en términos de figuración, de imagen, a las artes de lo visual. Dentro del sistema poético, o mejor, filosófico, que es su obra (su poesía, su ensayística, su novelística), Lezama llegó a concebir como nadie en Cuba una teoría de la visualidad, una ontología de lo visual de la cual nuestro cine podría haber bebido hace mucho.
En su primer largometraje dentro del ICAIC, pues su extensa obra anterior se gestó primero como parte del cine aficionado y luego dentro de la televisión, Piard se arroja hacia el universo lezamiano desde distintos puntos de partida. Por un lado, reconstruyendo elementos esenciales de la formación del autor, que el realizador confunde sabiamente (como hiciera el propio escritor) con ese alter ego de Lezama que viene a ser José Cemí, personaje de su novela Paradiso. Igualmente el universo único de Paradiso está en El viajero inmóvil con una fuerza icónica que persigue confundir insistentemente los planos de lo biográfico y de lo fictivo, de lo documental y lo fabular, de modo que esta película solo puede ser leída como semblanza biográfica de la misma forma en que aprecia el canon literario al texto apócrifo. Además, Piard incorpora un elemento documental en la forma de amigos o estudiosos de la obra lezamiana, gente real, autores como Maggi Mateo o César López, que se inmiscuyen en ese mundo con naturalidad.
De manera que El viajero inmóvil quiere construir sentido en la forma de capas que se traslapan entre sí; el primer escollo a sortear para asumirla es renunciar a buscar en ella un relato o guía argumental lineales, o un modelo narrativo causalista. En cambio, Piard elige un estilo modular de relato, y nos invita a sumergirnos en atmósferas emocionales singulares, que no piden ser entendidas a través de los modelos tradicionales de relato cinematográfico.
Pero hay todavía un segundo escollo en su constitución dramática. Se trata de la radical suspensión de la ilusión de realidad que busca sostener El viajero inmóvil. En vez de invitar a sumergirnos, a abismarnos en una trama, Piard elige un método casi brechtiano. Ello no resulta extraño de cara a la obra anterior del cineasta, a quien interesa que la representación en su cine sea ante todo eso: representación. De forma tal que el trabajo de actuación no es disimulado por un tratamiento naturalista del personaje; los decorados y ambientes persiguen acentuar el efecto teatral; la cámara elige la frontalidad como criterio de exposición y los personajes, en la demolición final del paradigma cinematográfico ilusionista, nos miran desde la pantalla.
Tampoco sus personajes son construidos siguiendo el modelo sicológico, y en cambio reciben un tratamiento altamente figurativo. La misma elección del reparto de El viajero inmóvil privilegió la fuerza plástica, la expresividad figurativa del actor: que su rostro pueda ser explorado de la manera en que lo hacía Ingmar Bergman, y su cuerpo exprese más que sus palabras. Y pese a tratarse de una película con un presunto sobrepeso literario, Piard supo evadir los riesgos de la textualidad fabricando su discurso precisamente a partir de la luz. Es este el elemento expresivo esencial, y diríase que hasta el verdadero protagonista, de El viajero inmóvil.
De ahí que, si uno salva los escollos de arriba, se encuentra con una obra cuyo sentido está edificado a partir del componente formal del discurso. Una película que renuncia al obstinado peripatetismo del cine cubano, que escoge el estatismo y una interioridad cavernaria para expresarse. Que supone incluso una mirada poliédrica sobre el espectro de la revuelta (recurrencia del cine cubano posrevolucionario), en esa secuencia luminosa y operática de la escalinata de la Universidad, cuya vocación solemne acaba operando como comentario irónico sobre el impacto de lo colectivo en la vida del criollo.
En El viajero inmóvil el trabajo del fotógrafo Pepe Riera es tan clásico en las composiciones como transgresor en la construcción de sentido del plano. Tanto él como el equipo supieron sacar el mejor partido al foco que ofrece la cámara de alta definición, para dotar de vida propia el interior de las composiciones. Por ese camino, el riesgo mayor de la puesta en escena fue justamente construir escenificaciones cuyo fin mismo fuese solamente la belleza. Mas, la profundidad de campo trabajada aquí para conseguir una visualidad que es como si se mirara a través de un espejo de agua cristalina, el virtuosismo delicado y prolijo de cada plano, el cómo se debatió el fotógrafo ante la demanda de frontalidad compositiva que es además deudora del antecedente televisivo de Piard, indican la lucha de los creadores por generar lenguaje. Un poco en la dirección del propósito que confería Lezama a la imagen misma: “la imagen es la realidad del mundo invisible”.
Riera ensayó hace casi una década una puesta para Las sombras corrosivas de Fidelio Ponce, aún (Jorge Luis Sánchez, 2000) que exploraba la entidad luminosa extraña con que el pintor viese el cosmos cubano. El tratamiento virtuoso de entonces recreaba la angustia del paisaje humano sumergido en la agonía. En vez de la saturación y el fotograma sobrexpuesto de la epicidad fílmica de Jorge Herrera, con sus ajustes de luces desquiciados, la obra de video utilizaba una expresividad más balanceada, que hace de la temperatura de color un recurso de humedad aludida, lo cual suma una atmósfera aceitosa, sudada, que potencia ese topos rancioso, de suciedad antigua y universo atrofiado, todo en la dirección de construir una condición decadente, observada desde la nostalgia. La generación de atmósferas, meticulosa y detallista, amén de elocuentemente barroca, estaba puesta en función de una línea narrativa oscilante, que dotaba al paraje audiovisual de una inquietante ambigüedad que nos sitúa en los umbrales de un mundo lírico habitado por las visiones personales casi fundidas de Ponce y Sánchez. Al cabo, sombras zozobrando.
En el caso de El viajero inmóvil, hay una limpieza casi obsesiva; el barroquismo descansa en la composición y su dinámica de ejes y perspectivas de la mirada. Contrasta con el enfoque de Sánchez en la asepsia persistente, en la limpieza obsesiva del encuadre y el orden euclidiano del conjunto en su interior. Nótese cómo incluso en el capricho del encuentro con el cuerpo del otro (un otro grecolatino, menos cubano que clásico), dado en escenas de exaltación contenida, de exánimes pieles tersas y entregas todo menos arrebatadas, se filtra una idea parnasiana de lo cubano que se ajusta al modelo eurocéntrico con que Piard ve lo nacional. Modelo que se ajusta en buena medida a la búsqueda de una expresión clásica para ubicar lo nacional frente a la tonalidad sepia de la condición poscolonial. Una tonalidad como de foto antigua e idealizada de la existencia. Una idea que hace del pasado su refugio, y que lo invoca como crisol de la inocencia perdida. En ese sentido, El viajero inmóvil es a su vez una toma de partido ante el componente historicista consustancial al cine cubano. La generalizada extrañeza hacia la cual apunta la película de Piard provoca esa sensación de habitar un sueño, o más bien, de presenciar un ritual. Eso cercano a la religión que alguna vez fue el arte y que Piard quiere restituir a su idea del cine. De manera que, si alguna definición cabe para esta película, es la de ensayo fílmico. Esto, desde la perspectiva de Alain Bergala, quien indica que el ensayo inventa no solamente su forma, sino también su tema y referente. Y de esa forma singular de El viajero inmóvil emerge una idea de Lezama que será a su vez única, ajena a cualquier dependencia indexical, mudada ya al orden simbólico, donde la obra fílmica adquiere el valor lingüístico necesario para existir como desplazamiento.
De ahí que el criterio de montaje de la película sea proposicional y no debido a la causalidad narrativa que nos tiene domesticados como espectadores. Esta necesidad de ensamblar segmentos de sentido según la continuidad de una lógica discursiva más que de orden lógico o espacio-temporal, hizo a Hans Richter definir a esta como una clase de obra fílmica que debía representar un concepto, encarnar el mundo invisible de la imaginación: “Liberado de registrar fenómenos externos en una secuencia simple, el filme de ensayo debe recoger su material de todas partes; su espacio y su tiempo solo deben estar condicionados por la necesidad de explicar y mostrar la idea". Jean Luc Godard, cuya influencia en Piard es amplia, ha comentado la necesidad de que esta clase de obra cree una imagen no visual, sino metafórica, a través de una asociación que debe ser “lejana y justa”. Imagen que para mí se condensa en aquel plano del proemio, repetido luego hacia el final: el caracol sumergido en la orilla de un estanque nocturno, bajo la luz de la luna. La cámara se acerca a su abertura central, a su vulva marina, y el sonido traslada la paz de la costa sin oleaje. Recreando un poco aquel verso lezamiano: “Ahora llevaba el oído al caracol, el caracol / enterrando firme oído en la seda del estanque.”
He aquí el protagonismo de la luminosidad que digo, entendida no como elemento material, sino como entidad abstracta, de esta película. La luz como inocencia del gesto y acto de la memoria para evocar eso que es el país y sus resonancias inefables. La luz como instrumento de trabajo del cine para construir un escenario espacio-temporal no homologable en la realidad física, pero que activa un reconocimiento secreto en la sensualidad de su destinatario y así se registra y fija. Casi como lo definía Lezama al comentar la luz de la poesía de Góngora: “La luz de Góngora es un alzamiento de los objetos y un tiempo de apoderamiento de la incitación. (…) La luz que suma el objeto y que después produce la irradiación. La luz oída, la que aparece en el acompañamiento angélico, la luz acompañada de la transparencia y del cantío transparente de los ángeles al frotarse las alas. Los objetos de Góngora son alzados en proporción al rayo de apoderamiento que reciben.” Una metáfora del mundo que, para el cine cubano, sería compromiso de modernidad, el término de su función de relator complaciente y aparato de emulación del deseo escópico del ojo humano, para aventurarse en eso que le es consustancial como método de provocación del deseo de percibir la radiación de fondo del universo.