Sabía que si mi película salía mal no iban a decir ¡qué bestia, la Bemberg! sino ¿No ven que las mujeres no sirven para hacer cine? y ahí caían en la volteada millones de mujeres inocentes...
M. L. Bemberg, 1981
María Luisa Bemberg discrepa, disiente y se aparta. Deja el lugar que le fue asignado en la mesa familiar, en los imperativos de su clase social, en la escena conyugal, en la interpretación cultural de su sexo. A la edad en que la mayoría –hombres y mujeres– consideran su vida definitivamente establecida, María Luisa Bemberg, hija de una de las familias más ricas y tradicionales de Buenos Aires, vuelve a disentir: Ya ha cumplido 58 años cuando filma su primera película, Momentos.
Instalada a partir de allí en un terreno reservado a los hombres, no se contenta con esa ya heroica tarea de intromisión. Por primera vez en la historia de la industria cinematográfica argentina se expone una visión diferenciada del conflicto dramático: la llamada óptica femenina, que antepone a los valores del patriarcado el mundo invisibilizado de las mujeres. Es su primera etapa, que coincide con los primeros pasos de la militancia feminista: la denuncia, la reivindicación y hasta cierto didactismo.
En los que serían los últimos años de su vida filma seis largometrajes. Y la experiencia acumulada no la vuelve menos testaruda. ¿Estaría, quizá, repitiendo con Cixous, tenemos que matar a la falsa mujer, que impide a las mujeres respirar?
La historia del cine, con mayúscula, en formato de enciclopedia, no la registra como una gran cineasta. Posiblemente por su incapacidad para aprehender las armas del patriarcado (como tan bien lo hicieron Leni Riefenstahl o Pilar Miró) y así su lenguaje siguió siendo balbuceante, explorador, quizá, porque en cada búsqueda cinematográfica se buscaba ella misma, en la conquista de su propia identidad.
Con las armas de la crítica histórica, el revulsivo costumbrista y hasta la autocrítica clasista, bastante desarmada a nivel del manejo del lenguaje cinematográfico, María Luisa Bemberg se atrincheró en su deseo de contar historias de mujeres, plagiándose, fantaseando, inventando e inventándonos un pasado y un futuro diferentes.
Podremos criticar muchas cosas de su producción cinematográfica, sin embargo, quisiera detenerme en el que considero el aspecto más importante de su legado: llevó a la pantalla historias de mujeres que de una u otra forma transgredieron los límites del rol asignado y no fueron victimizadas. Aunque su vida coincide cronológicamente con el auge del nuevo cine latinoamericano, es indudable que su producción no comparte las características de aquél. Sin embargo, esta mostración de mujeres que transgreden, que no son victimizadas, “castigadas” ni “devueltas a su sitio”, según los postulados del cine clásico y de toda la cultura androcéntrica, constituye un elemento verdaderamente renovador y que, me atrevería a decir, la ubica en los márgenes del discurso social.
Es obvio que la autoría femenina no garantiza per se el carácter disidente de un discurso. La simbólica de las mujeres no dice lo mismo de la misma manera: “ser mujer”, no es garantía en sí misma de una práctica alternativa que subvierta la ideología dominante. Pero las películas de María Luisa Bemberg plantean una deserción de los modos hegemónicos de representación en lo que hace a la imagen y al papel tradicionalmente atribuidos a “la mujer”.
La crítica feminista se ha preguntado reiteradamente acerca de la relación entre las intervenciones culturales realizadas por mujeres y las intervenciones culturales feministas. Un poco más acá, nuestra pregunta gira en torno a la relación que puede existir entre la producción cinematográfica de María Luisa Bemberg –inscrita en la tradición del cine de mujeres– y el cine feminista, con todo su potencial contradiscursivo.
Para plantearlo en términos sociosemióticos, desde el punto de vista de la producción nos encontramos con la práctica discursiva de una mujer, un discurso marcado sexualmente e inscrito por tanto en una estructura social específica que incluye al sistema (ideológico) sexo/género. Nuestra pregunta es cómo llega esta práctica de cine de mujeres transformarse en cine feminista. Y en definitiva cuál es el poder de este discurso para transformarse en contradiscurso. A esta altura es evidente, aunque no menos necesario, recalcar dos puntos centrales en nuestra concepción. Primero, la importancia del cine de mujeres –en cuanto producción de sujetos femeninos– radica no en la esencia ideal de lo femenino como superioridad sino en su posibilidad privilegiada de producir textos que propongan un desafío a las formas predominantes de relación entre textos y receptores, inscriptas en el discurso social patriarcal. Pero además, el sentido de estos textos cinemáticos que llamamos feministas, no lo es sólo a partir de ciertas características formales de los textos ni mucho menos por la intencionalidad de la autora, sino a partir de la relación que se propone entre las películas como prácticas discursivas concretas y las lecturas propuestas y efectivas de las mismas.
María Luisa Bemberg es un sujeto femenino histórico y concreto, conciente de su inserción en el sistema sexo/género, que –también como cineasta– se ha propuesto desafiar los modos predominantes de representación; y esto se hace evidente en sus filmes, más allá de sus declaraciones extratextuales. En sus películas, verdaderos campos de batalla de la producción de sentidos, se propone una visión alternativa a la cultura patriarcal.
Cómo se expresa una disidente
Llamaremos disidente a la práctica de María Luisa Bemberg, a partir de la noción de disidencia que manejan tanto Marc Angenot como Julia Kristeva. En principio, las películas de Bemberg plantean una simbólica que ha desertado de los modos hegemónicos de representación, sobre todo en lo que hace a la imagen y al papel tradicionalmente atribuidos a las mujeres.
Los seis largometrajes están protagonizados por personajes femeninos fuertes y en roles desafiantes. Pero además, estos discursos vencen una segunda valla de la representación hegemónica: en ningún caso el desafío de la transgresión se resuelve en términos de la imagen del objeto víctima del discurso patriarcal. El condensado hija-esposa-madre, central en el discurso hegemónico, es desmontado en todas y cada una de las películas, con resoluciones contradictorias y extremadamente sugerentes que pueden postularse como corrimientos respecto de las centralidades del discurso social: rupturas dóxicas.
Pensamos en Momentos y en Señora de nadie, películas realizadas antes de la promulgación de la Ley de divorcio en la Argentina y que plantean alternativas dóxicas al tema de la fidelidad y del contrato matrimonial. Camila, film en el que cierta crítica creyó ver una deserción de Bemberg al feminismo al reeditarse la vieja fórmula del melodrama, muestra sin embargo una perspectiva de género interesante. Aunque no es nuevo aquello que sólo constituye una “reactivación de lo obsoleto”, como dice Angenot, los discursos críticos, en la búsqueda de un lenguaje otro, a menudo trabajan sobre material olvidado, “recuperando material obsoleto para hacerlo actuar contra las evidencias dominantes, aceptando reactivar un sector descalificado por los sectores canónicos” (2) y en este caso también por los sectores considerados críticos. Esta idea de la “no contemporaneidad” de ciertos discursos, funciona como un efecto discursivo y no como característica inmanente de los discursos arcaicos; además, entronca con la noción de temporalidad múltiple de Kristeva según la cual, como sujetos escindidos, vivimos una historia plural, no homogénea y “esta fragmentación del tiempo hace que arqueologías individuales se reencuentren con arqueologías del sentimiento amoroso... porque somos ciudadanos del siglo XX y no todos vivimos en el siglo XX” (3). En esta línea se puede seguir trabajando con Miss Mary, aunque también aparecen aquí, y hasta con más fuerza que en los anteriores filmes, relaciones de género, de clase, de etnia y generación; relaciones de poder que implican una inversión de “la mujer” del discurso social.
En el caso de Yo, la peor de todas (el film más admirado por las feministas y más criticado por la prensa especializada, de las películas de Bemberg) las cosas se complican para el analista del discurso, que “no se apresurará a concluir que existe ruptura cada vez que se enfrente con enunciados expresamente protestatarios” y que tendrá que ver “cómo los pensamientos supuestamente contestatarios se desarrollan en la movilidad de la hegemonía invisible contra la cual intentan plantear su crítica, cómo se infiltra constantemente en ellos el discurso dominante que reprimen” (4). Si nos contentamos con análisis temáticos, contenidistas, una película sobre la vida de Sor Juana Inés de la Cruz, basada en la obra monumental de Octavio Paz, no ofrecería mayor interés analítico. Pero este film propone otras lecturas, no sólo de la desobediencia de las mujeres sino también de la búsqueda de alternativas, al mismo tiempo que algunos elementos técnico-expresivos problemáticos, que requieren y justifican un análisis en profundidad.
De eso no se habla es la última película de María Luisa Bemberg y en ella se plantea con claridad el problema de la diferencia. Como veremos y aunque el hecho de ser esta “la última película” tiene que ver con la muerte de la realizadora y no necesariamente con cierta idea de la “obra cumbre”, hay aquí un replanteo general de la problemática del género y el poder, más bien una apertura, hacia un problema mayor como es el de la diferencia y el “ser uno mismo”, que en principio postulamos como heterónomo, en tensión máxima con los paradigmas fundamentales de la hegemonía discursiva.
Desobediencias y rebeldías
Nunca hubo emergencia de un lenguaje nuevo perfectamente acabado en la cabeza de nadie... toda ruptura es primero un deslizamiento de sentido poco perceptible, una erosión mal señalizada, un balbuceo torpe...(5).
La cita de Angenot expresa claramente dos cuestiones centrales en nuestra perspectiva. Teóricamente, la hipótesis de Marc Angenot se opone a los mitos de la innovación creadora súbita, repentina y estrepitosa, tan comunes en la historia de la filosofía, de la literatura y el arte; metodológicamente, es necesario tener en cuenta que la torpeza balbuceante de los contradiscursos radica en que en la búsqueda de un lenguaje otro paga un alto precio, a veces de ceguera frente a su nueva lógica, muchas veces apoyándose en construcciones aceptables, en la mayoría de los casos sin medir el conflicto que suscita la coexistencia de lo legitimado con lo inaudito.
Advertidos de estas dificultades, insistimos en el potencial contradiscursivo de la filmografía de María Luisa Bemberg, donde parece haber una fuerte tensión entre los llamados deslizamientos permitidos, rupturas aparentes previstas en la lógica móvil de la hegemonía discursiva, y las rupturas francas, que siempre se inician con un deslizamiento, pero avanzan hacia los verdaderos cambios de lenguaje y el desmontaje de las normas y axiomas de la hegemonía.
La mujer invertida
La mujer es concebida en los límites del discurso social según una identidad relacional. Lo aceptable es entonces un encaje en el condensado hija-esposa-madre; fuera de él, las mujeres no serían nada, o, para expresarlo en otros términos, se ubicarían en el espacio ciego de lo impensable, lo indecible. Las protagonistas de las seis películas de María Luisa Bemberg son otras tantas mujeres que cuestionan esta identidad relacional e intentan situarse en otro lugar, nuevo y por el momento indefinible como identidad propia, aunque sí como inversión. Lucía, la protagonista de Momentos, asume la búsqueda del placer desafiando tanto su educación y tradiciones familiares como los roles atribuidos al género; es interesante como en ésta, la primera película de Bemberg, la protagonista es una mujer madura sin hijos; profesional exitosa, que vive con un hombre bastante mayor luego de la muerte de su primer marido. Desde el punto de vista afectivo está triste, insatisfecha y confundida; tantea en la realidad buscando el placer, sin dejarse tentar por nuevos encasillamientos.
Señora de nadie cuenta la historia de Leonor, una mujer que “descubre” la infidelidad de su marido y decide dejarlo. Leonor comienza a descubrir otra mujer dentro de ella, se escapa de los estereotipos de género y asume nuevas relaciones intergenéricas, al margen de lo establecido.
En Camila aparece una mujer definida según las características del sujeto de la sociedad porteña de mediados del siglo pasado; sin embargo, Camila se comporta como una desobediente y esta actitud crece hasta el cuestionamiento práctico de la moral de su época; incluso al interior de la relación prohibida que lleva a cabo, su afectividad se manifiesta de manera desafiante al poder establecido.
Miss Mary nos muestra una mujer que se encuentra al margen de los tres roles básicos asignados a la mujer; viola el mandato social del género y se envuelve en el placer y la afectividad en contravención con los imperativos de su clase, su generación y su etnia: Mary es una extranjera en más de un sentido y cruza todas estas fronteras desplegando una verdadera inversión de las relaciones de poder y en particular del sujeto femenino.
El personaje de Sor Juana aparece en Yo la peor de todas como una inversión múltiple: que una mujer deserte de los roles tradicionales para abrazar la fe cristiana es algo admitido en la movilidad de la hegemonía, pero lo que aquí sucede es que el claustro se propone como alternativa de libertad y despliegue de potencialidades que no se consideran tradicionalmente ni femeninos ni cristianos.
De eso no se habla cuenta la historia de Carlota, una mujer diferente que lleva al límite el mandato genérico para terminar desertando tanto del rol de hija como del de esposa. Más allá del carácter alegórico del film, sobre el que nos detendremos más adelante, el personaje de Carlota no sólo niega la identidad derivada de la mujer sino que asume una identidad diferente, por lo que nos parece ver aquí –y sólo en este film– algo más que la pura inversión. La novedad que introduce la protagonista femenina del último film Bemberg es la reivindicación de la diferencia y de las identidades múltiples.
Las isotopías fundamentales que atraviesan todos estos filmes tienen que ver con la inversión de lo que se considera la mujer (6) ; pero además, hay una línea general de sentido que recorre toda la filmografía de María Luisa Bemberg: sobre el presupuesto de la dominación jerárquica en las relaciones de género y el sobrentendido de la injusticia de esta situación –con consecuencias nefastas tanto para hombres como para mujeres– se plantea la inversión de las jerarquías y la reivindicación de la búsqueda, por parte de las mujeres, de una identidad otra, diferente de la establecida.
De la transgresión, la victimización y la diferencia
La figura de la transgresión aparece una y otra vez en la filmografía de María Luisa Bemberg. Pero un movimiento común en la hegemonía discursiva es la transformación de la transgresora en víctima, concretamente la sanción negativa para aquellas mujeres que desafían el mandato social, que las obliga a pagar el alto costo de nuevas insatisfacciones si se atreven a cuestionar los estereotipos de género; insatisfacciones que pueden ser del orden de la soledad, la negación de la propia subjetividad, el renunciamiento a ciertos roles deseados, en definitiva un nuevo estadio de la víctima, no sólo por la brutal imposición del otro sino también por el atrevimiento de ella misma.
Es interesante analizar este aspecto en los seis filmes que estamos trabajando pues la cuestión no aparece aquí con toda claridad, más bien ofrece resoluciones diferentes en cada propuesta.
En Momentos, Lucía está al borde de convertirse en víctima de sus pasiones y rebeldías: primero cuestiona, aunque no concluye, su relación conyugal y se embarca en una aventura; luego se escapa de la aventura amorosa y todo parece empujarla hacia la soledad. Aunque Lucía no establece relaciones intragenéricas, tampoco se plantea la rivalidad, atribuida normalmente a las mujeres, la que sí se da entre los hombres; otro gesto de inversión es la distribución del poder en estas relaciones: es una mujer la que se arriesga, es Lucía quien domina la situación en todos los casos y cuando no logra dominarla sencillamente vuelve atrás, sin renunciar en ningún caso a su deseo. La historia nos muestra una mujer que transgrede los roles previstos (en el contrato matrimonial, en el ritual de los amantes) sin una sanción negativa. La búsqueda del placer y la libertad individual aparecen en este film como posibles y los riesgos están desdramatizados. El final abierto de la película supone el comienzo de un nuevo conflicto, aunque desprovisto de culpas: la infidelidad, por lo menos, ha sido despenalizada.
En Señora de nadie se plantea un conflicto similar: para que Leonor deje de ser víctima de las mentiras de su marido, de la responsabilidad exclusiva del hogar y de los hijos, de la autocompasión ¿debería convertirse en una nueva víctima de la sanción y el aislamiento social, de sus propias debilidades en un mundo que no conoce...? La historia se resuelve en otro sentido, en términos de verdadera alternativa dóxica: Leonor deja su casa y en ella a su marido y a sus hijos, se enfrenta al mundo del trabajo remunerado, a su madre, a su sexualidad y a sus afectos, desde un lugar incierto aunque no victimizante.
De las relaciones de género que se presentan es interesante aquí el desmontaje de la relación Leonor-Fernando, que representa al matrimonio tradicional, modelo de las relaciones de género, pero sobre todo –algo que no aparece en el film anterior– otras relaciones como la de Leonor con su madre, con sus hijos, con la amante de su marido, con la empleada doméstica, con su compañera Isabel, con su jefe y con su amigo Claudio. Si Momentos es una película intimista y lo que está en cuestión es la subjetividad de Lucía, Señora de nadie cuenta una historia que adquiere un carácter didáctico y se convierte en casi un manifiesto feminista: se trata de la subjetividad de Leonor y del establecimiento de nuevas relaciones intra e intergenéricas, del cuestionamiento a los roles tradicionales al establecimiento de relaciones que cuestionan los estereotipos de género. El fenómeno de la inversión llega aquí hasta el límite, aunque no se resuelve de manera novedosa, en la medida en que no hay en todo el film un sólo modelo de hombre que despegue de los roles atribuidos tradicionalmente, al punto tal que la relación modelo es la amistad de Leonor con un homosexual (la inversión jerárquica es, como habíamos dicho, el primer paso, indispensable, pero sólo el primer paso). Más allá de esto, el reencuentro de Leonor con sus hijos en una nueva casa, la canción que sirve de fondo y la imagen final del film –según veremos más adelante– no dejan lugar a dudas acerca de la resolución transgresora y no victimizante del film.
Como si la pintura de relaciones genéricas y de poder fuera in crescendo a medida que avanza la producción de Bemberg, Camila despliega un fresco de relaciones altamente sugerentes, a partir de la figura del padre como condensado del poder y la autoridad y de su hija Camila en permanente cuestionamiento a ellos. Una cantidad de relaciones estereotipadas (padre-abuela; padre-madre; padre-hijo varón; padre-confesor; párroco-monseñor; etc.) son desequilibradas con la transgresión de Camila que intenta establecer relaciones de otro tipo, lográndolo en algunos casos y en franca actitud de ruptura cuando esto no es posible.
La historia de la película y la historia real en la cual se basa es sin lugar a dudas una historia de transgresión y victimización; sin embargo, la organización del relato, la intervención del enunciador –que aquí identificamos globalmente como María Luisa Bemberg, directora y coguionista– acentúa los aspectos transgresores de la protagonista, incluso dentro de la relación amorosa: las escenas finales, que muestran a Camila en disposición de huir y al cura en conflicto religioso, nos hacen pensar que el fusilamiento de ambos tiene que ver tanto con la intolerancia de la época como con la cobardía del sujeto masculino. El cine realista clásico –y sobre todo el melodrama– en el cual se inscribe Camila, se caracteriza justamente por devolver a la mujer a su sitio; son las marcas de la enunciadora y sujeto empírico en el texto las que demuestran una verdadera tensión entre este sentido global de la víctima y la impronta transgresora. Camila O’Gorman, el personaje histórico, fue fusilada; el personaje de Camila creada por Bemberg también, pero pudo elegir. El proceso de victimización, en cambio, anula toda posibilidad de elección. Y Camila, aunque muere, ha podido elegir.
También Mary sería víctima de sus pasiones –como Camila de su amor por el cura– sólo que en Miss Mary hay una autosanción que la protagonista se inflige antes de la llegada del castigo social. ¿Es ella misma quien se victimiza? Difícil establecer un acuerdo provisional alrededor de la metáfora del suicidio. En nuestra perspectiva, la derrota no es necesariamente victimizante. Salirse del juego es también desconocer sus reglas.
En Yo, la peor de todas, aparece un sujeto femenino en conflicto total con el sistema de relaciones de poder y de género. No hay aquí una historia amorosa que funcione como catalizador y los sucesivos renunciamientos de Sor Juana la ubican permanentemente en el terreno de la transgresión sin victimización, en la búsqueda de alternativas no tradicionales. La escena en la que Juana limpia el piso frente a la mirada compasiva de su confesor, aunque compleja, sugiere como veremos más adelante un acto de libertad más que de victimización.
Carlota es un personaje que crece con el desarrollo del film y que condensa el crecimiento de la gran imaginera detrás de la cámara. Efectivamente, De eso no se habla parte pintando una serie de relaciones funcionales al sistema sexo-género hegemónico y de distribución jerárquica y tradicional del poder: en su relación con la madre, con los amigos, con los maestros y con su marido, Carlota va respondiendo a las expectativas hegemónicas hasta la ruptura, repentina y total, con este sistema. Lo novedoso del film es entonces no sólo la transgresión (Carlota deserta de su rol de hija, de esposa, de miembro mismo de esta sociedad), sino la multiplicación de la diferencia, en el sentido de que aquí se violan las estructuras fundamentales de las relaciones de género: el sistema de los sexos, la distribución del poder, los roles atribuidos, la posesión del saber, la estructura familiar, la autoridad del sujeto masculino, la moral y el estilo de vida aceptables. Todo esto se sintetiza en las escenas finales, en particular en el desfile del circo.
Como vemos, el problema de la victimización como consecuencia inevitable de la transgresión no tiene, en estas películas, una respuesta uniforme: en Momentos, Lucía transgrede, no se hace cargo del papel de víctima en la que se intenta colocarla y regresa al punto de partida, pero con una transformación interior. En Camila, en Miss Mary y en Yo, la peor de todas, la transgresión empuja a las protagonistas hacia el terreno de la víctima, pero de distinta manera: Camila se rebela una y otra vez hasta que al final, queriendo huir, no lo hace para no abandonar a su amor; Mary transgrede y termina yéndose, en una especie de autoinmolación; mientras que Juana se recluye, como último acto de resistencia. En Señora de nadie se presenta a Leonor como la figura de la víctima femenina para negarla y superarla en una nueva alternativa y en De eso no se habla se supera el sistema sexo-género y se recupera la figura de la transgresión hacia la multiplicación de las diferencias: no sólo de sexo, de clase, de generación, también de deseos y expectativas; a la figura de la víctima se le opone el complejo concepto de ser uno mismo, de la libertad individual.
La mirada
“Las prácticas significantes que se materializan en imagen y sonido pueden ser estudiadas desde el punto de vista del conjunto de operaciones que dan lugar a que un film tome forma y se materialice como un texto a partir de las determinaciones de una situación y dentro de las posibilidades ofrecidas por el lenguaje en cuestión. Es decir que el film puede ser también leído como discurso, en el sentido de que siempre –y de un modo particular– es producido por alguien, va dirigido a alguien y está determinado por complejas situaciones sociohistóricas (...) En él se encuentran invariablemente las huellas del gesto que le ha dado vida, nunca neutro pero tampoco transparente...” (7). Podemos advertir que el ejercicio de una función comunicativa está estrechamente relacionado con la asunción de un punto de vista, puesto que quien muestra lo hace a partir de una perspectiva bien definida y quien recibe debe situarse en el mismo punto de observación o por lo menos tener en cuenta esta parcialidad de su mirada.
El punto de vista constituye el hecho discursivo mismo dentro del texto cinematográfico. Es decir que, según lo ha expresado Francesco Casetti (8), hay una presencia permanente en el film, un punto de vista que lo organiza y desde el cual se observan las cosas y que remite al proceso de enunciación y a su sujeto. Pero hay que reconocer que la de punto de vista es una noción problemática. A priori podríamos decir que en el film el punto de vista es el punto en que se coloca la cámara, desde el que se capta la realidad presentada en la pantalla; en este sentido el punto de vista coincide con el ojo del emisor y aunque estamos de acuerdo en que la producción cinematográfica posee un emisor complejo, múltiple, a los fines de este trabajo hemos tomado a María Luisa Bemberg, directora y coguionista de los seis filmes, como el gran emisor, o el gran imaginero, en la terminología de Francois Jost. Así, sus decisiones sobre el encuadre de los escenarios y los personajes desde una cierta posición, el objetivo, la amplitud visual, etc., contribuyen a conformar el punto de vista de sus filmes. Paralelamente el punto de vista coincide con el ojo del receptor, que si quiere tener una visión perfecta debe emplazarse en una posición central, como si estuviera mirando a través del ojo de la cámara (lo que Christian Metz ha llamado identificación primaria, identificación con la instancia de mirar, con la cámara). Pero como dice Casetti (9) el punto de vista es también algo más abstracto que se manifiesta dentro de la imagen y como tal es atribuible a un autor y a un espectador implícitos, además de a un emisor y a un receptor. Es la marca del nacimiento y del destino de la imagen, esto es, señala el paso de un mundo filmable a un mundo tal como ha sido filmado, de un conjunto de posibilidades a una elección precisa, el recorte en la red semiótica a partir del cual nace el discurso; pero también una marca del destino de la imagen, porque esta se hace visible en la medida en que construye una posición ideal en la que situar a su observador. El punto de vista “...encarna por un lado la lógica según la cual se construye la imagen y por otro la clave que hay que poseer para recorrerla”; es decir, un hacerse y un darse del film como instancia abstracta, en cuya base se encuentran el autor y el espectador implícitos o, si se quiere, los sujetos del decir. Además, estos principios abstractos (un hacerse y un darse, una lógica y una clave del film) también pueden encarnarse en la visión de un solo personaje, como ocurre con la cámara subjetiva, en el flash-back, en la representación de los sueños, donde quien actúa en el escenario se encarga de ver por todo el film.
¿Por qué insistimos en el punto de vista? Porque en el cine tradicional el discurso se escamotea detrás de la historia. El significante imaginario del que hablaba Christian Metz en los ’70 tiene que ver justamente con esta capacidad –condición de posibilidad– del cine. El cine de ficción clásico es un discurso, una instancia narrativa concreta, que se transforma en historia, que hace como si esa instancia no existiera. “Este travestimiento del discurso fílmico en historia explica la famosa regla que prescribe al actor no mirar a la cámara: evitarlo es hacer como si no estuviera allí, es negar su existencia y su intervención, no tener que dirigirse directamente a un espectador que permanece en la sala oscura como un voyeur secreto” (10). De allí las dificultades en la reconstrucción de la enunciación audiovisual (11), en la medida en que el espectador se identifica con el ojo de la cámara (con la mirada del autor) y además esta identificación primaria permite la identificación con los personajes y así, en su tendencia a suprimir las marcas del sujeto de la enunciación, se intenta producir en el espectador la idea de ser él mismo ese sujeto.
Esta dificultad teórica y metodológica se complejiza aún más en el análisis del cine de mujeres. Tradicionalmente se ha establecido que la cámara (tecnología), la mirada (“voyeurismo”) y el área de acción participan de lo fálico y, por lo tanto, son entidades o figuras de naturaleza masculina (12). Pero cuando son mujeres las interpeladas a ambos lados de la cámara, la apropiación técnica puede producir efectos diferentes. Indudablemente el film es producto de un proceso de producción discursiva en el que entran en juego tanto las condiciones sociohistóricas en las que se desarrolla ese proceso como las decisiones a nivel del lenguaje cinematográfico, tales como la posición y los movimientos de cámara, el encuadre, el montaje, la iluminación, con sus correspondientes efectos de sentido. Digamos en términos generales que la producción de María Luisa Bemberg se ubica dentro de lo que se conoce como cine de ficción tradicional o cine realista clásico y no escapa, por cierto, a lo que venimos planteando. Aún más, pensamos que los filmes de Bemberg explotan al máximo esta capacidad de esconder el discurso tras la historia, constituyendo lo que se ha llamado una “enunciación huyente”: aunque en diversos grados las seis películas analizadas ocultan el gesto que las ha producido, las huellas del proceso de enunciación son en la mayoría de los casos absorbidas por la narración. ¿Cómo se logra esto? A través de determinadas configuraciones enunciativas y de la articulación de determinados puntos de vista, según pasaremos a analizar.
En estos seis filmes se ha privilegiado una cámara objetiva, que sitúa a enunciador y enunciatario en un plano de paridad y ambos asumen el papel de simples testigos de una realidad. En toda la filmografía analizada sólo hemos encontrado un ejemplo de interpelación, que produce una ruptura de esta situación de equilibrio. Es el caso del plano final de Señora de nadie, en el que la protagonista mira directamente a cámara; esto no rompe la situación de diálogo de enunciador y enunciatario, pero produce un desequilibrio en la medida en que el primero se figurativiza en el personaje de Leonor, que nos mira y nos lleva a mirar, mientras que el segundo aparece solamente como un punto de vista ideal. La presencia de algunas cámaras subjetivas, donde se exhiben las miradas, no altera esta característica general, que refuerza la idea de la historia frente a la que se es testigo; en todo caso, la introducción de la cámara subjetiva con mayor frecuencia, como ocurre en los casos de Momentos y Yo, la peor de todas, contribuye a la creación del ambiente intimista y al efecto de un espacio vivido desde el interior; el paso abrupto a la subjetiva en los momentos finales de De eso no se habla nos sitúa en el mundo de la protagonista, en el nuevo mundo que ella descubre a través de sus propios ojos (uniéndose al circo) y es evidente que el enunciador se propone facilitar la identificación secundaria.
Pero el privilegio es la cámara objetiva; el resto son excepciones. Siguiendo a Casetti podemos analizar los tres componentes de este punto de vista: un ver exhaustivo que cubre la escena en todos sus detalles y que produce el efecto de cierta omnipotencia de la mirada frente a un espacio neutro, anónimo; un saber diegético que se concentra en las informaciones provenientes de la historia (en el caso de Camila, por ejemplo, sabemos más del comienzo, desarrollo y fin trágico del romance...) y sólo sugiere el universo ficticio que la sostiene (el marco geográfico, histórico y social); y con el efecto de un creer firme, que vuelve indiscutibles los datos ofrecidos, a partir justamente del uso de esta cámara objetiva, como mirada externa que nos presenta una historia, en el sentido de la historia como opuesta al discurso de la que hablaba Émile Benvéniste.
En los seis filmes analizados se manifiestan tanto el uso tradicional de los planos generales y medios –lo que refuerza esta idea de la mirada externa– como la ausencia de usos no convencionales de los movimientos de cámara y de los objetivos de diferentes distancias focales, los que pondrían de manifiesto el proceso de enunciación. Tampoco hay manipulaciones innovadoras a nivel del montaje, por lo que resulta bastante difícil rastrear las huellas del enunciador; o, en todo caso, podríamos hablar de una huella global que remite a la intención del enunciador de permanecer oculto y a la búsqueda del efecto de objetividad.
En algunos casos el punto de vista de la directora coincide con el de algún personaje –aunque son escasos, existen ejemplos, reforzados por el uso de la cámara subjetiva y el primer plano– pero en general hay una clara distinción entre el punto de vista del autor y el punto de vista del personaje. Podríamos hablar de máxima opacidad en el caso de Camila y Miss Mary; menor en el caso de Lucía y mayor transparencia en el caso de Carlota o Sor Juana. Y también de una identidad total entre el punto de vista de María Luisa Bemberg y su personaje Leonor, de Señora de nadie, según aparece en el último plano de la escena final, larga y estática, en que Luisina Brando/Leonor mira directamente a cámara, es decir mira directamente desde la pantalla al espectador.
Efectivamente, esta escena nos muestra el interior de una casa pintada de blanco y absolutamente vacía, a la que llega Leonor luego de subir unas escaleras. La ocularización cero, con su efecto de objetividad, de mirada externa, casi como un relato en tercera persona, se transforma en espectatorial, es decir que aunque no podemos identificar claramente la posición de cámara ni tampoco podemos anclar esa mirada en un personaje concreto, difiere claramente del enfoque anterior y aparece con mayor nitidez la presencia del gran imaginero a partir del uso de un travelling poco convencional. Luego, la cámara pasa del primer plano de Leonor a un primerísimo plano de sus ojos, lo que vuelve la imagen aún más subjetiva; a partir de allí la ocularización externa se transformará en interna y finalmente el personaje mira directamente a cámara, en actitud de interpelación. Si hasta el momento se había privilegiado una narración visual en tercera persona, en esta identificación del punto de vista del autor y el punto de vista del personaje se produce un paso hacia la primera persona, hacia el discurso; el narrador se identifica con el gran imaginero y, aunque reconocemos el aspecto pragmático que llevará a cada espectador a identificarse en diverso grado según su competencia, el sentido general es de identificación no sólo entre enunciador (Bemberg) y narrador profílmico (Leonor) sino también con el espectador, al que la mirada apela directamente.
Además, el sentido de esta escena se completa por la presencia de algunos elementos extradiegéticos, como la canción de fondo (“No pongo en venta mi soledad”, de María Elena Walsh) que refuerza el sentido de libertad y triunfo de la protagonista. Y dado que Leonor no está mirando ningún punto imaginario, como generalmente ocurre, el/la espectador/a tiene la impresión de que lo/la está mirando directamente a él/ella, proponiéndole una complicidad.
Esta escena reviste especial interés teórico, puesto que no sólo se viola una premisa básica del cine clásico –no mirar a cámara– sino además una premisa social básica de la educación de las mujeres (las mujeres no miran de frente, no interpelan). En todo caso, la historia del cine registra ejemplos en la filmografía de Ingmar Bergman, donde algunos personajes miran a cámara con el efecto de mirada perdida; de Federico Fellini, que solía utilizar personajes secundarios mirando a cámara desde un plano anterior al principal; o, el caso que aquí más nos interesa, los personajes del tipo mujer vampiresa, uno de los pocos estereotipos femeninos a los que el cine tradicional les permite apelar directamente al espectador. En nuestro caso, en cambio, y teniendo en cuenta el universo diegético que sostiene esta mirada, hay un doble desafío: a la tradición expresiva del cine clásico y a los presupuestos básicos del discurso hegemónico.
Ver es reconocer, escribió una vez Jean Mitry y, como sabemos, apreciar una obra es producirla por segunda vez. Este verse cara a cara que propone la película intenta llevar a un reconocerse, lo que refuerza el carácter didáctico y militante del film, al que hacíamos referencia más arriba.
Leonor no sólo se da a mirar; mira interpelando y sabe que la miran. Un cine que evoque placeres de la mirada ajenos al cine clásico –y por tanto ajeno a las estructuras masculinas del voyeurismo– podría constituir el punto de partida para una mirada femenina/feminista en la producción cinematográfica (13) .
El carácter contrahegemónico
El análisis del universo diegético construido en cada una de las películas de María Luisa Bemberg indica un interés especial por el tratamiento de temáticas ajenas al discurso hegemónico. Y aunque efectivamente su expresión se inscribe en el cine tradicional, el conflicto femenino tiene orígenes y destinos muy diferentes a los planteados por las películas realistas clásicas.
En efecto, de acuerdo con un estudio no publicado que cita Annette Kuhn, un análisis del cine clásico de Hollywood sobre la base de la estructura narrativa, de la localización y los papeles de las mujeres dentro de su contexto institucional inmediato y de un contexto histórico más amplio, revela que el cierre narrativo está siempre subordinado a la resolución de enigmas que se centran en el cortejo heterosexual. “Si una mujer adopta un papel no normativo en el mundo de la producción, cederá ese control a un hombre al final de la película. El amor romántico parece ser la normativa que influye con más fuerza en todas sus decisiones...” (14). Los problemas femeninos son los problemas del corazón, según el cine clásico, y el proceso de enamoramiento constituye el elemento estructurador de la narración entera. La desviación de la norma suele ser resuelta con el regreso de la mujer al orden familiar (a la familia del padre o a la del marido), la exclusión social, la muerte; se trata en definitiva y como ya lo anticipáramos de devolver a la mujer a su sitio. No es lo que ocurre en las películas de María Luisa Bemberg.
Ahora bien, el discurso hegemónico se compone tanto de contenidos, temáticas fundamentales, como de normas aceptables para su expresión. Y se supone que la empresa contradiscursiva debe actuar en todos los terrenos, si pretende construir un conjunto discursivo acabado, coherente y en conflicto con la aceptabilidad. La innovación de M.L.Bemberg en el terreno del lenguaje cinematográfico es verdaderamente escasa y ni siquiera podríamos plantear que existe una búsqueda errática a nivel formal, ese balbuceo torpe del que habla Angenot; más bien, la producción discursiva que nos ocupa parece centrar su interés en lo que se dice y en lo que se muestra, en los contenidos semánticos de la imagen y la palabra, con indiferencia de los medios de expresión.
En rigor, desde el punto de vista teórico esta sería una dificultad inherente a toda la expresión de mujeres, en la medida en que el discurso social es el medium obligado de la comunicación y la racionalidad histórica. En la organización topográfica del discurso social, María Luisa Bemberg se ubica en la periferia y se comporta como una verdadera disidente de los presupuestos de su clase, su sexo, su historia. Pero al distanciarse de lo que se considera aceptable choca con una fuerte incapacidad para encontrar nuevos medios de expresión para sus nuevos temas. Parece haber una suerte de indiferencia estética, lo que la lleva a trabajar con lo que se tiene a mano. El discurso social sostiene al pensamiento conforme como el aire al avión, dice Angenot retomando una vieja idea de Althusser, y por eso en los ámbitos aceptables la expresión puede mostrarse más coherente, más sutil, más creativa; en la periferia, en cambio, cuánta ceguera, cuántas torpezas.
Si tomamos globalmente la filmografía de María Luisa Bemberg y atendemos a su cronología, parece advertirse un proceso de aprendizaje que queda trunco con la muerte de la realizadora. Efectivamente podemos realizar un paralelo entre su producción cinematográfica y la producción teórica de la crítica feminista: de la denuncia y la reivindicación a la postulación del derecho a la diferencia. Ese es el curso que siguieron sus filmes, desde Momentos y Señora de nadie, más apegadas a la proclama y la reivindicación, hasta De eso no se habla. Esta película merece una especial consideración, en la medida en que la alegoresis funciona como punto cúlmine de este planteo: Carlota, a quien su madre pretenciosa llama Charlotte, es visiblemente diferente, es enana; su madre insiste en negar esta realidad y cuando se ve obligada a reconocerla, decreta que “de eso no se habla” y si no se nombra, no existe. Carlota es criada entonces como una princesa y hasta logra casarse con el soltero más codiciado del pueblo. Todo parece funcionar según lo establecido, lo que incluye la doble moral de su madre y de la mayoría de los personajes de la historia, pero Carlota padece una tristeza incurable, a pesar de que ha logrado desarrollar al máximo ciertas transgresiones como la destreza física, una intensa relación con el saber y habilidades artísticas. La insatisfacción de Carlota persiste, ante la incomprensión de quienes la rodean que creen que ella lo tiene todo. Un buen día, decide abandonar, sin remordimiento alguno, a su madre, su esposo y su pueblo y se marcha con una troupe de circo. El planteo revela cierta inevitabilidad del ser uno mismo, pero sobre todo muestra la posibilidad concreta de ser diferente y de buscar un espacio propio (15).
En la lucha contra el falocentrismo, los discursos feministas militantes son aclamados como verdaderas rupturas, verdaderas heterodoxias. Pero otras innovaciones, aquellas que tantean en la realidad buscando un lenguaje y una lógica propias, corren el riesgo de impresionar menos. La filmografía de María Luisa Bemberg se ha desprendido de los temas canónicos, pero mucho menos de los géneros y las formas establecidas, aun cuando es necesario recordar que lo nuevo llega al discurso social con patas de paloma.
Estas películas buscan claves y huellas en el pasado y en el conflicto presente de la subjetividad femenina; pero la consolidación de la identidad no sólo es su tema, también forma parte del proceso de hacerlas. En todo caso, su estética se expresa en la dificultad –que es un efecto de la hegemonía– para combinar el ver, el sentir y el hacer, en un momento en que la vista, el más abstracto de todos los sentidos, ha llevado la idea de la objetividad a los extremos y ha puesto en el centro de la escena creativa los más sofisticados medios de expresión. En medio de esta realidad María Luisa Bemberg ha levantado su proclama, pero no ha podido encontrar nuevos medios de expresión para llevar su producción contradiscursiva hasta las últimas consecuencias.
Notas:
1 Este artículo retoma un capítulo de mi tesis de Magister Género y Poder en la filmografía de María Luisa Bemberg ¿Un contradiscurso feminista?, Centro de Estudios Avanzados, Universidad Nacional de Córdoba, 1997. [volver]
2 M. Angenot. “Hegemonía, disidencia y contradiscurso. Reflexiones sobre las periferias del discurso social en 1889”. En, Etudes Littéraires, Vol. 22, No. 2, otoño 1989 (traducción propia). [volver]
3 Julia Kristeva. Historias de amor, México, Siglo XXI, 1987 y también en Debate Feminista, “El poder y el deseo. Sobre el amor: conversación con Julia Kristeva”, septiembre 1991, pág. 145. [volver]
4 Ibidem, pág. 11. En adelante, seguiremos las reglas metodológicas propuestas por Angenot y el cuadro de análisis construido en mi propio trabajo Género y poder en la filmografía de María Luisa Bemberg ¿Un contradiscurso feminista?, CEA, UNC, 1997. [volver]
5 M. Angenot. Ibidem. [volver]
6 Según la idea de inversión como “estratégicamente indispensable” (Jacques Derrida. Posiciones. Valencia, Pre-textos, 1977, pág. 55. [volver]
7 M. T. Dalmasso. Algunas aproximaciones al discurso social, imagen y palabra. CEA, UNC, 1996, pág. 7. [volver]
8 F. Casetti. El film y su espectador, Madrid, Cátedra, 1989, págs. 41 y ss. y también F. Casetti, y D. Chio. Cómo analizar un film. Barcelona, Paidós, 1991, págs. 232 y ss. [volver]
9 F. Casetti y D. Chio. Op. Cit., pág. 233. [volver]
10 J. Aumont, A. Bergala, M. Marie, M. Vernet. Estética del cine. Barcelona, Paidós, 1989, pág. 120. [volver]
11 No existe acuerdo teórico en cuanto a la posibilidad o imposibilidad de la reconstrucción de la enunciación audiovisual, con posiciones como las de Bettetini, que afirma esta posibilidad; de Jost, que plantea que en el cine los indicadores de enunciación son muy escasos o de Metz, que la niega. [volver]
12 Para profundizar en este aspecto recomiendo particularmente el artículo Repensando el cine de mujeres. Teoría estética y feminista”, de Teresa de Lauretis, publicado en español en, Debate Feminista, Año 3, Vol. 5, 1992. [volver]
13 Este es, quizá, el punto de mayor discusión en la teoría feminista del film: Desde el “placer visual” de Laura Mulvey hasta la estética feminista de Gisella Ecker y la escuela alemana, pasando por las posturas de Ann Kaplan, Teresa de Lauretis, etc. [volver]
14 Anette Kuhn. Cine de mujeres. Madrid, Cátedra, 1991, pág. 48. [volver]
15 Un análisis exhaustivo de esta problemática se aborda en mi artículo Irse con el circo