Las películas de Arturo Sotto y Enrique Álvarez de 1996 parecían la oportunidad de una segunda modernidad para el cine cubano. En especial Pon tu pensamiento en mi y Amor vertical, primera y segunda realización de Sotto, incluían la posibilidad de reciclar la estética dura del cine del ICAIC desde la perspectiva de un realizador formado en la academia, amamantado por las vanguardias y con una cultura de la visualidad más amplia que la de sus predecesores. Justamente la gravidez cultural, el imperio del tropo, de un simbolismo más próximo al Fernando Pérez de los 90 que a cualquiera de los exponentes del realismo social anterior, dio a sus películas una complejidad que permitía leerlas como un desplazamiento de la ideología de la realidad a una ideología de lo estético, más agradecible para la reflexión sobre la sociedad cubana.
Y he aquí que Sotto acaba de estrenar su tercer largo de ficción, La noche de los inocentes, decantándose por una narrativa de género. La simbología goticista y crítica del tropicalismo tan suya, viene aquí a codearse con la obediencia a una clase de relato surcado por lugares comunes: un enigma (en este caso, un joven travestido que es abandonado inconsciente tras una golpeadura a las puertas de un hospital) y un policía fracasado que debe tejer la trama que explique el caso (un Jorge Perugorría con reminiscencias bogartianas, amante de una enfermera que lo mantiene oculto en un local del hospital). Luego, una infinidad de personajes que irán apareciendo para figurar como victimarios del muchacho.
Están aquí todos los fantasmas de Sotto como contenidos. Los amantes que ya fueran Silvia Águila (en una estupenda madurez) y Perugorría (sacando afuera la cualidad satírica que lo libera de la tiranía del latin lover) en Amor vertical yacen ahogados en su doblez y es otra la pareja que lucha por su felicidad contra familia, conveniencias, poderes y costumbres. El joven apaleado es una suerte de emblema del amor a toda costa que se opone al matrimonio de su novia con un empresario italiano, al tiempo que lucha contra una familia llena de trastiendas en una sociedad conformista.
El supuesto trabajo con el noire se funde una vez y otra con la sátira, con el choteo cubano. Los personajes van revelando lo no aparente a cuentagotas, pero la gravidez visual se resiente y el ritmo lento no deja gozar la sordidez del misterio que debe ser revelado. La gravedad del tratamiento quiere ser ahuecada por rupturas cómicas que se hacen cacofónicas y previsibles. Hay un forcejeo en la primera parte de la película, un como no saber qué hacer con las fuerzas en trance, que colisionan en un conflicto de corte realista circundado por presagios que no se atreven a serlo del todo. En ello pesa la constitución marcadamente teatral (el director ha dicho que el ruedo de personajes en torno al joven convaleciente fue ensayado como una puesta teatral), que no deja funcionar como debiera la espacialidad privilegiada (un entorno plomizo, un ambiente claustrofóbico de lujo) para establecer juegos discursivos con el estatus moral de los personajes. En cambio, la película peca de un verbalismo exagerado, de reposar demasiado en diálogos sentenciosos que, cuando los actores no saben llevar con naturalidad (como es el caso de Aramís Delgado casi todo el tiempo), pecan de una afectación que entra en contradicción con la ambición realista general. Ello contrasta cuando un tono más improvisado y libre sitúa las acciones en exteriores o presenta situaciones mejor inscritas en la sugerencia visual.
Y he aquí la paradoja central de la película: construir su mundo desde las herramientas de la racionalidad, abandonar a un segundo plano la sugerencia cinestésica, la creación de sensaciones y la emisión de juicios que sean percibidos como afectos, no como conclusiones morales o éticas a partir de un guiñol que hemos visto demasiado y que nace de la necesidad de asaetear al público para hacerlo reaccionar ante una realidad que no percibe en todos sus matices. Véase si no la pertinaz cita de Eyes Wide Shut (Sotto ha confesado que uno de los títulos que barajara para La noche… fue Habana oculta).
Eso que pudiera denominarse la epidemia de lo textual del cine cubano pesa sobre una película que apenas juega a lo noire para disfrazar lo que quiere ser y al cabo es: otra alegoría sobre el estado del país, la recaída en la vocación política del cine cubano de autor. De ahí que, hacia la mitad final, La noche de los inocentes se revele como lo que iba ser: una parábola desbocada y surreal, un juego total con la capacidad del cine para materializar lo posible, así sea una nevada en La Habana. El síntoma moralizante se confirma: no queda personaje puro, no hay final feliz ni amor eterno, ni siquiera la sonrisa de la niña del último plano tiene el tono mesiánico de otros tiempos, pues esa inédita nevada que la radio anuncia histérica es apenas un manto que cubre la liviandad moral de un mundo perdido en la búsqueda de su plenitud. Detrás, el muchacho golpeado ha quedado solo y sin esperanzas.
La noche de los inocentes queda a la mitad de muchos caminos. Su singularidad está, más que en lo textual, en lo intertextual. No solo en la alusión unas veces burda y otras sutil al mundo referencial con que trabaja, ni en su proximidad a ratos obscena o su distancia sublime del cubaneo como subgénero del cine local para espectadores de la aldea global, sino en reciclar el cine cubano (los homenajes, citas y apropiaciones son un recurso habitual del cine de Sotto) como estética misma, y avisarnos de que la capacidad de soñar otros derroteros es urgente. Sean el género puro y duro, el realismo o la parábola, la comedia o la tragedia. Esos rumbos esbozados aquí, como perfiles posibles de un cine creador de sí mismo y de su público.