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Flor Loynaz y «Los sobrevivientes»
Ibarra Collado, Basilia Mirtha (1946 - )
Título: Flor Loynaz y «Los sobrevivientes»

Autor(es): Basilia Mirtha Ibarra Collado

Idioma: Español

Fuente: Revista Cine Cubano On Line

Formato: Digital

La filmación de Los sobrevivientes fue, yo diría, una película dentro de otra película, o una historia garciamarquiana no filmada. Todo comenzó un día en que Titón y yo buscábamos un lugar donde denunciar la tala irresponsable de los árboles, cuando de pronto pasamos frente a una casa majestuosa, que tenía en su frontón el nombre de Santa Bárbara. Titón detuvo el carro y nos bajamos a contemplarla. Estaba rodeada de plantas de café en su jardín, las enredaderas de piscualas habían invadido su portal y penetraban por las ventanas. Todo destilaba desolación y misterio. La casa daba la impresión de estar inhabitada desde hacía largos años. Comenzamos a gritar: «Por favor, ¿podrían atendernos un momento? ¿Quién vive aquí?». La respuesta fue una jauría de perros ladrando a capela. Al pasar un señor en bicicleta le preguntamos si sabía quién vivía en esa mansión. El hombre nos contestó: «Una anciana loca con una treintena de perros». Más tarde averiguamos que se trataba de Flor Loynaz del Castillo, hermana de la famosa escritora Dulce María Loynaz. Titón no sabía cómo llegar a la familia, pero el lugar le había impresionado de tal forma que no quería renunciar a él, pues tenía la certeza de que esa era la casa para su película Los sobrevivientes. Decidió hablar con el poeta Eliseo Diego para que lo introdujera con la familia. Me cuenta Titón que el día en que fueron a firmar el contrato para el alquiler de la casa, cuando se leyó el título de la película, Los sobrevivientes, saltó Dulce María, y dijo: «Esas somos nosotras». Mario García Joya, el fotógrafo de la película, al ver que la atmósfera se enrarecía, le dijo: «Dulce, aquí el que más y el que menos ha recibido su ramalazo de la revolución». Y todos rieron del chiste, que hizo posible la continuación de la lectura. Titón, Mayito, Rapi Diego y yo fuimos a visitar la casa. El portal tenía un aspecto fantasmagórico. Había santos de tamaño humano con algunos de sus miembros ausentes: un brazo, parte del rostro, etcétera. Fueron comidos por el comején, al igual que algunos sillones de mimbre. Flor nos recibió y también sus perros, y un olor rancio a tiempo detenido. Nos abrió la puerta y nos detuvo cuando íbamos a entrar: «Un momento, por favor». Y regresó con una escoba. Comenzó a barrer la tierra, que también había penetrado en la casa. «Por favor, no vayan a matar a mis hormiguitas». Era una mujer no muy alta, con un color blanquecino, como si el Sol no la hubiera tocado. Su cabello era corto y canoso, y su andar con mucha vitalidad. Sus ojos tenían una mirada inteligente y espiritual. Entramos y comprobamos que el deterioro había invadido el interior de la casa. La escalera para subir al segundo piso también había sido corroída por el comején, por lo que no se podía acceder a las habitaciones superiores. Todo en esa casa parecía inmóvil, como si en su interior no existiera contacto humano. Solo ella y sus perros. Como única sombría referencia. Flor nos recibió con elegancia de modales, no así de vestuario, y comenzó a mostrarnos las habitaciones. Llegamos a la parte posterior, donde había un garaje. Lo extraño fue que nos hizo subir a los altos para que viéramos el automóvil de su padre, el general Loynaz del Castillo, y las huellas de las balas de cuando escapó de un atentado. El automóvil parecía salido en ese momento de la fábrica, más allá de los pequeños agujeros que dejaron las balas. Siempre me pregunté cómo hicieron para subirlo. La casa mostraba un total abandono. Titón le explicó a Flor que había que hacer algunos arreglos para poder filmar. Ella estuvo de acuerdo, con la condición de que cuando terminara la filmación le dejaran la casa en ese estado en que la habían encontrado. Titón no quería rodar la película de atrás hacia adelante, sino con un orden cronológico. Lo que implicaba arreglar y más tarde deteriorar, y así se cumplía con el pedido de Flor. Ella también le explicó que, como católica, colocaba en Navidad su árbol, a lo que Titón respondió que no había problema. Cuando todo estaba listo desde el punto de vista de la producción para comenzar a filmar, se les vino encima un problema dantesco. Las matas de café en el jardín de la casa no podían ser arrancadas, según el Poder Popular. Era como si el jardín de la casa perteneciera al cordón de La Habana, que en ese momento estaba en su totalidad sembrado de café. Los atrapó el demonio burocrático. Los días pasaban y el comienzo se posponía. Estábamos en casa de Mario García Joya cuando un amigo suyo de Santa María del Rosario nos dijo que no nos preocupáramos más, que al día siguiente se resolvería ese problema. Todos quedamos muy contentos, pues pensamos que conocería a alguna persona que pudiera interceder. Al día siguiente, cuando llegamos a la casa de Flor, todas las matas estaban en el suelo. Había venido con un tractor desde su pueblo y les había pasado por encima varias veces, dejando el jardín listo para comenzar a filmar. Una mañana de diciembre, al llegar a la filmación y traspasar la puerta de la casa, se encontraron con un enorme árbol de Navidad. Titón se acercó a él y vio una carta. La abrió y leyó. Decía así: «Querido Santa Claus, tú que con tanta carga puedes, no te pido que me traigas, sino más bien que te lleves». Titón llamó a Flor y le preguntó a quién se refería ella en esa carta. Su respuesta fue: «Menos a usted, a todos los demás». Aquí debo señalar que Titón me explicó más tarde que su madre había tenido relación con esa familia. Aunque no trabajaba en la película, yo asistía todos los días a la filmación, lo que me permitió hacerme amiga de Flor. Nos poníamos a conversar en la cocina y ella me hacía historias de su familia. Las narraciones destilaban la añoranza de tiempos idos. Pero los contaba con la ilusión de atraparlos y hacerlos regresar, desde un refugio en su memoria. Parecía estar dispuesta a enfrentar su soledad y la muerte, pues para ella ya no eran una amenaza, inmersa como estaba en ese mundo mágico y generoso de recuerdos. Un día me llevó hasta su armario para mostrarme sus vestidos. Comenzó a sacarlos. Y a contarme donde los había comprado: París, Madrid, Londres. Lo más terrible es que no se daba cuenta, o no quería percatarse, de que todos fueron hermosos vestidos, pero que ahora estaban invadidos por las polillas, y mostraban agujeros y roturas por cualquier sitio, convertidos algunos casi en harapos. Me llamó la atención un vestido de lentejuelas negro muy elegante, pero de una talla grande. Le pregunté si alguna vez había sido gruesa y me contestó que nunca, pero lo había comprado para admirarlo, porque era muy bello. «Es como admirar un cuadro, Mirtha», me respondió. En otro de nuestros frecuentes encuentros me invitó a que visitara con ella la capilla. Era hermosa y en sus paredes colgaban los retratos de sus perros fallecidos. Comenzó a hacerme la historia de cada uno de ellos. De pronto se detuvo en la foto de uno y me comentó que había sufrido mucho con su pérdida, pues lo adoraba a tal punto que mandó a hacer un cofre de plata en Italia para guardas sus cenizas. Me mostró el hermoso cofre y me dijo: «Decidí no poner las cenizas en el cofre, por si entraba algún ladrón, que se llevara el cofre, pero nunca las cenizas de mi perro, que están a buen recaudo». Después la conversación dio un giro inesperado, se paró frente a otro de los pequeños cuadros, pero este no tenía una foto de un perro, sino un pedazo de periódico con una foto de Fidel donde decía: «No soy comunista». Se viró, me miró y me dijo: «Leíste bien lo que decía». Con una sonrisa irónica al salir me dijo en voz baja, «espérate, Mirtha, olvidé ponerle agua a mis lagartijitas». Una mañana en la cocina se encontraba con mucha angustia. Me dijo: «Tengo un poema en la cabeza y no tengo ni una hoja para escribirlo, ni siquiera papel de traza. Voy a pedirle a Dulce que me envíe alguna hoja». Al día siguiente me leyó un hermoso soneto, donde se lamentaba de haber mancillado esa página en blanco. La filmación continuaba y nuestras conversaciones también. «Mira, Mirtha, he recortado esta foto de este indio del Amazonas para que el peluquero me haga este pelado». Yo le contesté: «Flor, ¿usted está segura de que quiere ese pelado?». Fuimos a hablar con Felo, el peluquero de la película, que al ver la foto del indio quedó sin habla. Era un casquete, como un güira, todo rapado a su alrededor y solo un círculo en el centro de la cabeza. Lo imprevisible de las modas…, ahora los jóvenes se pelan así. Felo le hizo el pelado a Flor, que tenía el pelo blanco en canas. Al terminar, ella comenzó a girar su cabeza y a sonreír muy contenta. Todos admiramos su valentía. Porque de belleza no se podía hablar. Durante la filmación, Flor nos visitó un día. Recuerdo que llegó con un vestido largo y caminaba como una modelo en pasarela, pero traía de calzado unos zapaticos negros de goma con huequitos, que deslucían su porte. Y que todos llamaban en esa época «kicos». Se sentó en el sofá y comenzamos a conversar. Ella de vez en cuando volteaba su cabeza y miraba con insistencia un cuadro enorme que había en la pared. Continuaba la conversación y de nuevo observaba el cuadro hasta que se decidió. «Dígame, Titón, eso que yo estoy viendo, ¿es lo que es?». Titón le respondió: «Sí, Flor, eso que usted está viendo es lo que es». Era un hermoso cuadro de Servando Cabrera Moreno, con un enorme falo. Uno de esos tantos días de filmación Titón recibió una llamada alarmante de Dulce María. Flor se había ido a la casa de su hermana. Dulce María quería que le explicaran qué había pasado en la filmación. Flor se encontraba en un estado catatónico. No quería hablar ni comer, se mecía en una comadrita y fumaba compulsivamente. Titón salió inmediatamente para la casa de Dulce María. Comenzó a conversar con Flor para que le dijera qué había sucedido. Después de mucho insistir, Flor le contó que ella se encontraba paseando por el jardín cuando escuchó a un señor que miraba la casa y decía: «Sí, esta casa está muy buena para los desaparecidos». Ahí Titón se dio cuenta de que se trataba del cineasta chileno Patricio Castilla, que estaba buscando una locación para una película sobre los desaparecidos en Chile. Ella pensó, creando su lógica, «primero los sobrevivientes, ahora los desparecidos», y se aterró. Cada día, al regresar a la casa, yo le narraba todas mis conversaciones con Flor a Titón, que estaba encantado, y desde que llegaba me preguntaba: «¿Qué tienes que contarme hoy?». Al finalizar la película estábamos en la cocina preparando un café y me miró muy pensativo y me dijo: «Mi amor, la película de Flor es más interesante que la mía».

Web: http://www.revistacinecubano.icaic.cu/flor-loynaz-y-los-sobrevivientes/

Descriptor(es)
1. FUNDACION DEL NUEVO CINE LATINOAMERICANO (FNCL), LA HABANA, CUBA
2. TITÓN (GUTIÉRREZ ALEA, TOMÁS), 1928-1996

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- Los sobrevivientes
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