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Cine y cambio social
Velleggia, Susana (? - 2018)
Título: Cine y cambio social (Investigación)

Autor(es): Susana Velleggia

Publicación: La Habana, 2008

Idioma: Español

Fuente: La Máquina de la mirada : Los movimientos cinematográficos de ruptura y el cine político latinoamericano en las encrucijadas de la historia

Formato: Digital

CINE Y CAMBIO SOCIAL De las vanguardias artísticas a las masas La reacción anti-académica de las vanguardias artísticas de principios del siglo XX encontrará en las posibilidades expresivas del cine un terreno abierto a la imaginación que éstas se lanzarán a explorar. Pintores, poetas, músicos, dramaturgos, directores de teatro, actores, poetas, literatos, salen del aislamiento de su propio campo y abordan la producción de algunas películas o instalan laboratorios de experimentación procurando ampliar los límites que la incipiente industria empezaba a establecer para el cine. A su vez, las tempranas cinematografías nacionales -soviética, alemana, francesa, italiana, inglesa, sueca, etc.- aportan innovaciones que rápidamente son resemantizadas desde el polo industrial. Éste se irá concentrando progresivamente en Hollywood para constituir allí la gran usina procesadora de innovaciones de orígenes diversos. Los productores pioneros adoptan ciertos criterios para la incorporación gradual de novedades sobre la base de la reiteración de fórmulas probadamente exitosas y el acaparamiento del mercado interno por la producción endógena en gran escala, al tiempo que encaran una agresiva política comercial transfronteras. Amortizar las inversiones en el mercado nacional les permitió construir una sólida plataforma de lanzamiento para expandirse hacia otros mercados mundiales, en primer lugar los europeos, e imponer reglas de comercialización con las que otras cinematografías nacionales no podían competir. Desde las primeras “cintas” que no duraban más de 10 minutos, el cine se inscribe en la dinámica de transnacionalización y concentración propia de las industrias culturales. Por las características –industriales- de su producción, las películas se comercializan a escala multinacional. Mientras el costo de la “matriz” es rígido; dado que es elevado, constante y no puede disminuirse por la alteración de los factores de la producción, el de edición de copias es reducido y las posibilidades de reproducción del original son casi infinitas. La flexibilidad para amortizar los costos y obtener ganancias reside exclusivamente en la agregación de los circuitos de exhibición. Esto implica que las decisiones que se adoptan en la etapa de producción están, en gran medida, orientadas por las hipótesis de comercialización en los mercados mundiales. Salvo en contados países –Estados Unidos, India, China- la producción cinematográfica no es autosustentable, de no mediar los sistemas de ayuda del Estado. A partir de esta temprana comprobación, la institucionalidad del arte cinematográfico -que se verifica hacia 1915- selecciona algunas opciones artísticas descartando otras, sistematiza el formato de la obras y determina que la forma "natural" del cine es la película standard tal como hoy la conocemos. Es decir, una obra de una duración promedio de 80 a 120 minutos, sustentada en un argumento ficcional adscripto a una opción generística identificable por el público, representada por actores que los grandes estudios se ocupan de lanzar a la fama -mediante el star-system como efectiva estrategia de marketing- y distribuida en "paquete" junto con otras, a través del pago de un alquiler por períodos establecidos cuyo monto oscila según las dimensiones de cada mercado nacional. Si bien la relación actual con la imagen en movimiento se ha modificado permanecen en ella ciertas marcas primigenias, en tanto los espectadores no se relacionan solo con una obra cinematográfica -o con un sistema de códigos- sino también con las instituciones que la producen. Esta relación institucional implica una función de control social que remite a la conflictiva relación entre código y mercado. Término que la institución artística rechaza, aunque el mercado esté en la base del desarrollo del campo artístico como esfera autónoma, desde que se liberara de la subordinación a las funciones religiosas que le adjudicara el medioevo. La existencia del cine no puede imaginarse sin los cambios en la estructura social que alumbran a la sociedad de masas y dan lugar al primer mercado ampliado de consumidores de bienes culturales. Las transformaciones que entonces experimentan las instituciones que rigen los procesos de producción-circulación cultural -y, por supuesto, las que tienen lugar en las formas de vida- instituyen un valor simbólico por completo novedoso y ajeno al mundo artístico precedente: la igualación social, o la ilusión de ella, a través del consumo cultural. La percepción de la naturaleza mercantilizada de la imagen audiovisual está íntimamente relacionada a su carácter de espectáculo producido por las industrias culturales del campo respectivo, en el proceso de desarrollo industrial regido por los métodos tayloristas de las sociedades europeas y norteamericana entre fines del siglo XIX y el primer tercio del siglo XX. De allí que el análisis de los productos originados en los modos de producción seriados de aquellas no puede circunscribirse únicamente a la dimensión estética o a la discursiva, sino que ha incluir también a las dimensiones económica y política; los modos de producción, los procesos de circulación y consumo y las políticas del Estado, cuya incidencia en la cantidad y las características de las obras producidas es insoslayable. Con el advenimiento del cine las diferentes instituciones artísticas se vieron forzadas tomar en cuenta las mutaciones que tenían lugar en las sociedades y el nuevo sensorium que en ellas se gestaba al que, por cierto, aquél contribuyó. Esto fue comprendido por Walter Benjamin, a quien más que preocuparle cuánto de degradación de la alta cultura había en la cultura de masas -perspectiva adoptada por Adorno y Horkheimer, sus colegas de la Escuela de Frankfurt- le interesó analizar qué significaba socialmente la pérdida del aura -sustentada en la contemplación de la obra artística original e irrepetible y portadora de una tradición- a partir de la reproductibilidad técnica del arte (Benjamín; op.cit.). La ruptura de aquella tradición, primero por la fotografía y después por el cine, implicó la abolición del precepto de autenticidad que venía guiando al arte, modificó su función social y supuso una nueva forma de apreciación, tanto del arte como de la realidad. Según Benjamin, en esta nueva forma de apreciación del arte coinciden la actitud crítica y la fruitiva, las cuales fueran disociadas por la tradición pictórica. En lugar de la inmersión del observador en la obra -usual ante la pintura- el cine provoca el efecto contrario: "la masa dispersa sumerge en sí misma a la obra artística" (Ibidem). Esta perspectiva de análisis ubicará al cine y a la fotografía, antes que en exclusiva calidad de nuevos medios de expresión artística, como una verdadera revolución en las formas de circulación y consumo cultural que provoca una reestructuración del campo cultural en su conjunto; sus modos de organización, su institucionalidad y funciones, así como sus relaciones con la sociedad. Para Benjamin el proceso de masificación de la imagen se concreta cuando la industria cultural -en cuanto institución- toma a su cargo la regulación de las funciones de la imagen-mercancía, en relación con las nuevas necesidades de las masas-mercado. Esto lleva a ubicar a la dimensión estética, no como cualidad unívoca de la obra sino atribuible a su proceso integral de producción-apropiación -históricamente modelado- y a la función social que la misma cumple en su puesta en contacto con el público. Establece el autor el carácter de mediación de la producción cultural masiva, ubicando en la posibilidad de reproductibilidad técnica el hecho novedoso y revolucionario del arte moderno. Utiliza la expresión “arte multiplicable”, para legitimar esa porción de la producción artística -fotografía, fonografía y cine- que aún mucho tiempo después de su aparición será peyorativamente denominada “copia” por algunos críticos y teóricos (Ibidem). El trasfondo de su concepción es el socialismo, que también implica un cambio en virtud del cual las masas acceden al consumo cultural, a diferencia de sus pares de Frankfurt -que fundan su visión hiper-crítica de la industria cultural y la cultura de masas en el nazismo. El desplazamiento del eje de análisis que introduce Benjamin es claro: del lenguaje al mercado y de la estética a las relaciones sociales, hecho que "reprime" -hoy diríamos relativiza- el valor cultural de la obra en sí, la que al socializarse se desacraliza. El objeto de análisis es, desde esta perspectiva, la relación obra-espectador, arte-sociedad. Enfoque anticipatorio en varias décadas a las elaboraciones teóricas posteriores, de particular importancia en el caso del cine. El concepto de mediación, será retomado más tarde por Edgard Morin y, en América Latina, por Jesús Martin-Barbero para explicar, en el primer caso, los procesos antropo-psicológicos que pone en marcha la imagen en movimiento del cine y, en el segundo, el carácter que asume la cultura masiva en relación a la dinámica social. La fotografía impone el retrato como “la forma artística más adecuada para las necesidades individualistas, para la vanidad autocomplaciente y para la ritualidad social de la nueva burguesía ascendente de la Francia de mediados de siglo (que) reemplazó con ventaja técnica y con economía la artesanía del retrato pintado en miniatura que se colocaba en tapas de polvera, medallones, etc” (... )”También se ha estudiado hasta qué punto el laborioso retrato fotográfico primitivo, sometido a la exigencia de largas poses, fue tributario de la estética y la retórica de la pintura académica”, como observa Gisele Freund (citada en Gubern;1969). A diferencia del retrato pintado, la fotografía ofrece una mayor accesibilidad que impulsa distintas formas de circulación y uso, las cuales comprenden desde el periodismo, la ciencia y la publicidad hasta el ámbito privado o familiar. Estas nuevas formas de uso de la imagen implican una mutación de las funciones sociales que venía cumpliendo la pintura académica. Las características esenciales que se asocian para hacer de la fotografía una novedad revolucionaria dentro del campo de la comunicación icónica, son, según Gubern: la génesis no artesanal, sino automatizada de la imagen, su reproductibilidad ilimitada y la democratización de la producción de imágenes, debido al rápido abaratamiento del medio y a la simplificación técnica de su uso (Gubern; op.cit.). El cine comparte con la fotografía la génesis mecánica de la imagen y la posibilidad de múltiples copias, pero democratiza el consumo más que la producción, ya que ésta sigue atada a procesos complejos y costosos. Sin embargo, como apunta Gubern, aporta otros rasgos no menos importantes: • Autonomiza la reproducción del espectáculo de la presencia física de sus actores y “trae” a los espectadores hechos, acciones, paisajes y procesos alejados de su experiencia cotidiana o bien inaccesibles para el común del público. • Instala una nueva forma de apreciación, en tanto “traduce” la tridimensionalidad teatral con los actores en vivo, a la bidimensionalidad de la imagen proyectada en la pantalla plana que adquiere, no obstante, mayor realismo que aquella. • Construye su realismo, no como derivado directo del mundo natural, sino de la máquina. Es decir, establece nuevos principios de autenticidad y códigos de verosimilitud que modifican la relación con el mundo representado. La reproducción mecánica -de origen fotográfico- hace suponer que lo mostrado en la pantalla es copia fiel del original; sucedió o pudo haber sucedido realmente, inclusive en el caso de la ficción. • Mantiene del teatro el modo de consumo colectivo, pero popularizándolo (Ibidem). El cine de ficción de los comienzos es tributario de la tradición teatral; por ejemplo la puesta en escena con la cámara fija en largas tomas desde un punto de vista estable que confina el movimiento al interior del cuadro, con entradas y salidas laterales de los personajes, la escasa utilización del montaje y la incorporación de trucos procedentes del ilusionismo teatral, pero provoca a la vez una ruptura con ella. La adopción del melodrama teatral y de la narrativa de la novela del siglo XIX por el cine, debe verse no sólo como una opción artística y/o mercantil. En primera instancia se trata de la apropiación de una ideología pre-industrial, que expresa un imaginario que forma parte del tejido significativo estructurador de la vida social, estableciendo relaciones de interpenetración y conflicto con el imaginario urbano moderno. Señala Gubern que al incorporarse el sonido, el cine está en condiciones de alcanzar su madurez estética. El acoplamiento del sonido a la banda de imagen posibilitó: • La continuidad y mayor fluidez narrativa al eliminarse los cartones escritos intercalados en el desarrollo de la acción. • La introducción de un narrador en off, de los diálogos y del universo acústico , que acentuó el realismo de la representación dramática y confirió unidad a las escenas. • La posibilidad de apelar a la voz para representar elementos ausentes del cuadro, sin necesidad de mostrarlos y con ello una economía icónica. • La valoración dramática de los ruidos, la música y sobre todo del silencio y, en tal sentido, el uso de los planos sonoros. Estas novedades que, supuestamente, aproximarían la estética del cine aún más a la del teatro, derivaron en un mayor desapego de la misma. Al perfeccionarse las técnicas del montaje y la sintaxis cinematográfica e incrementarse las posibilidades de ubicuidad de la cámara, también fue posible salir de los espacios cerrados o alternarlos con los exteriores, variar los ángulos de visión y la dimensión de los planos, alterar el ritmo y el orden lineal del relato y proporcionar una nueva percepción del espacio y del tiempo. La apropiación, por el cine de ficción, de ciertos códigos de la novela del siglo XIX, no sólo en cuanto a la adopción de un argumento sino también en el manejo del espacio y de los tiempos y en la mirada sobre el mundo, “hace posible no ya leer o escuchar historias, sino verlas contar” (Ibidem). Estos recursos expresivos, con todo que más artificiales con respecto a la percepción directa del mundo real y a los utilizados por el teatro y la literatura naturalistas, perfeccionan la verosimilitud del relato fílmico; o sea, la sensación de verdad acerca de lo visto y escuchado. El aporte revolucionario del cine es instituir un nuevo régimen de verosimilitud, a partir del cual la construcción de los imaginarios sociales torna porosa la línea divisoria entre verosimilitud y verdad. De esta relación entre imagen e imaginario no sólo surgen nuevas formas de representación del mundo, sino también de producción de lo real. El cine logra una simbiosis entre ´realidad´ y ´ficción´ de una magnitud cualitativamente superior a la provocada por la novela y el melodrama teatral, reclamando disposiciones que van más allá del momento de la apreciación o de la fruición estética ante la obra. Ellas invaden la esfera de la vida cotidiana muchas de cuyas alternativas pasan a ser experimentadas como “una película”. Hecho que se verifica con especial contundencia en la interpenetración que el imaginario produce entre los caracteres dramáticos de la ficción y la personalidad adjudicada a ciertas personas reales, en primer lugar -aunque no exclusivamente- a los actores que representan a determinados personajes. Estas no pueden considerarse meras ilusiones, dado que los sentidos así construidos producen “lo real” en cuanto fenómeno significativo; es decir, humano. Si bien la industria cinematográfica es factible cuando la ampliación y la segmentación de los mercados orienta los procesos de selección y sistematización de determinados códigos y formas de producción y circulación de las películas, haciendo que ciertas opciones sean desechadas y otras incorporadas en carácter de códigos cinematográficos, recién se otorgará al cine el reconocimiento social de campo artístico y a los directores de artistas, cuando se individualice a éstos como creadores de manera independiente de la institucionalidad de la industria. A esta mutación contribuirán los movimientos cinematográficos de ruptura. La temprana bipartición entre el cine dirigido a registrar (o documentar) la realidad y el orientado a expresar emociones, sentimientos y pensamientos de personajes imaginarios, sienta las bases de los géneros cinematográficos. La sistematización de los mismos es la forma artística que asume la lucha por el control de los mercados mundiales desde el polo industrial, en el marco de una fuerte competencia entre las empresas productoras de un lado y otro del Atlántico. La subversión generística respecto al cine instituido se presenta como el rasgo más visible de los movimientos de ruptura. La misma no debe subestimarse o confinarse exclusivamente a la dimensión estética, ya que suele contener cuestionamientos que la trascienden. La ruptura de la narrativa tradicional sustentada en el sistema de géneros supone un extrañamiento dirigido a establecer una nueva forma de relación obra-espectador. Sobre la base de estas búsquedas, cada uno de los grandes movimientos transformadores establece nuevos criterios de verosimilitud -o posibles fílmicos- los cuales responden, a veces de manera anticipatoria, a los cambios de los imaginarios colectivos que tienen lugar en los períodos de crisis de las distintas sociedades. El posible fílmico de un período histórico puede diferir bastante –de hecho difiere- del de otro. Distancia que señala, por presencia o ausencia, el “posible” socialmente perceptible, remitiendo a los factores que hacen que ello sea así. Si las películas que problematizan la tradición instituida logran captar al público con cierta continuidad y persistencia, es porque el nuevo verosímíl que proponen interpela a los imaginarios sociales, también en proceso de cambio. Esto significa que un nuevo régimen de verdad pugna por instituirse en la sociedad. 3.2. Del poder de la imagen al poder del imaginario El cine produce una nueva sociabilidad que anticipa las formas de construcción de las identidades colectivas que caracterizarán a las sociedades a partir del siglo XX. Dicha sociabilidad imprime a la obra la tensión entre un lenguaje regido por códigos constantes y la impronta original del autor, obligando a repensar la función social del arte y el concepto de estética. Además de la desacralización de la obra, ya señalada por Benjamin, esto tendrá vastas consecuencias. Una de ellas es que se torna irremediablemente perimida la división entre "contenido" y "forma" que había preocupado a los teóricos del arte hasta comienzos del siglo XX. El lenguaje audiovisual sutura la distancia entre significado y significante; en él todo significa. Esta cualidad de la fotogenia cinematográfica confiere a la relación obra-espectador características diferentes de las de otras artes. Proyectar en espectáculo una imagen percibida como doble o reflejo de lo real -una imagen de origen mecánico- capaz de encadenar fantasías e imaginarios sociales; significaciones y afectividad, es decir re-presentar -literalmente: restituir presencia- remite a una homología con los dispositivos de la mente humana, antes que con respecto al referente mostrado. La inmaterialidad de la imagen, no sólo re-presenta al mundo material para develar nuevos aspectos de lo ya conocido, sino también, a los misteriosos “movimientos del alma” que en ella se reconocen, adquiriendo así presencia y sentido (Morin; 1957) Al igual que los pensadores de Franckfurt, Edgard Morin percibe que la cultura de masas se organiza en complejos industriales interrelacionados al modo de un sistema, pero a diferencia de aquellos, verá en éstos, y particularmente en el cine, una capacidad de mediación entre la realidad y el imaginario colectivo más vinculada a las necesidades de ensoñación e identificación propias del ser humano que a las innegables razones económicas que guían a los managers de aquella. Le preocupa a Morin analizar las homologías entre procesos psico-antropológicos universales como los de proyección, identificación y transferencia y el cine, en calidad de uno de los fenómenos comunicacionales más complejos de la sociedad moderna. "Extraordinaria coincidencia antropológica: -escribe- técnica de un mundo técnico, reproducción físico-química de las cosas, producto de una civilización particular, la fotografía parece el producto mental más espontáneo y universal; contiene los genes de la imagen (imagen mental) y del mito (doble) o, si se quiere, es la imagen y el mito en estado naciente. (...) El cinematógrafo es verdadera imagen en estado elemental y antropológico de sombra-reflejo. Resucita en el siglo XX el doble originario. Es una maravilla antropológica. Muy concretamente en esta adecuación para proyectar en espectáculo una imagen como reflejo exacto de la vida real" (Ibidem). En virtud de las funciones reguladoras que cumple la relación código-mercado, la obra fílmica existe para el espectador a condición de que el espectador exista para ella. El público -o la masa dispersa- podrá sumergir en sí el flujo de la obra, en tanto ésta le proporcione la posibilidad de activar la máquina de la mirada; su propio imaginario. Esto habla tanto de una relación de complicidad obra-espectador en la dimensión artística -la aceptación de los códigos de verosimilitud propuestos por el film- cuanto de una íntima simpatía, en la dimensión psicológica; el ritual de conferir presencia y reconocimiento a lo semejante. Ambas participan por igual de la construcción del sentido. "La magia corresponde no sólo a la visión pre-objetiva del mundo -apunta Morin-, sino también a una etapa pre-subjetiva del hombre. El deshielo de la magia libera enormes flujos de afectividad, una inundación subjetiva. La etapa del alma, la apertura afectiva sucede a la etapa mágica. El antropo-cosmomorfismo que ya no llega a asirse a lo real, bate las alas en lo imaginario. (...) Así toda nuestra vida de sentimientos, deseos, temores, amistades, amor, desarrolla toda la gama de los fenómenos proyección-identificación, desde los estados anímicos inefables hasta las fetichizaciones mágicas. (...) podemos ahora desenmascarar la magia del cine, reconocer en ella las sombras proyectadas, los jeroglíficos de la participación afectiva. Mejor aún: las estructuras mágicas de este universo nos hacen reconocer sin equívocos las estructuras subjetivas. Los procesos de proyección-identificación que están en el corazón del cine, se hallan evidentemente en el corazón de la vida". (Ibidem) En 1914 Ricciotto Canudo publica el “Manifiesto de las Siete Artes”, la primera obra sobre estética cinematográfica, escrita en 1911 en contacto con las experiencias y teorías de las vanguardias futuristas. Allí expresa: "El cine es un arte nacido para la representación total del espíritu y el cuerpo, un drama visual hecho con imágenes, pintado con pinceles de luces (...) El cine, multiplicando las posibilidades de expresión a través de la imagen, es un lenguaje universal." (Canudo, en Romaguera i Ramio y Alsina Thevenet; 1993). La universalidad del lenguaje del cine es susceptible de interpretarse en dos sentidos. Universalidad del lenguaje de la imagen, cuyo realismo implícito en los códigos que utiliza induce a suponer que la decodificación para la producción de significados -a diferencia del lenguaje escrito- es inmediatamente accesible. Esta creencia predominó en los incios del cine, sobre todo entre los teóricos de la vertiente realista. Desde esta época la misma es refutada por los teóricos de la vertiente formativa, cuyo exponente máximo es Eisenstein, y a partir de la semiótica del cine se comprueba que es inexacta. El segundo sentido alude a un lenguaje que, al construirse como tal por la utilización de significantes particulares produce objetos inmateriales o simbólicos universalmente humanos; sean deseos, emociones, sentimientos, sensaciones, fantasías, miedos, sueños, o ideas. La fotogenia del cine, lejos de reproducir la realidad, es como señala Morin, “esa cualidad compleja y única de sombra, de reflejo y de doble, que permite a las potencias afectivas propias de la imagen mental fijarse sobre la imagen salida de la reproducción fotográfica” (Morin; op. cit.). Es el imaginario del espectador el que se traslada a la imagen fotográfica del cine, que por sus cualidades de sombra y reflejo, tiene la capacidad de suscitar en aquél mecanismos de proyección-identificación y transferencia similares al estado de sueño o a los provocados por la magia primigenia. Al estar vedada la participación "en acto" al espectador, en la sala oscura frente a la desmaterialización de la pantalla, el cine excita su participación afectiva. Hecha esta constatación -y siguiendo a Benjamin- Morin se dedica a desentrañar los mecanismos por los cuales el sistema del cine produce tal simbiosis; integrar al espectador en el flujo del film y, viceversa, integrar el flujo del film en el del espectador. Agrega entonces que, si el primer soporte del cinematógrafo son las formas -también el soporte de la fotografía fija- la dimensión propia que aporta el cine, su alma, es el tiempo. Es decir: el movimiento. Esto es lo que da la sensación de vida porque: "las cosas en movimiento realizan el espacio que recorren y atraviesan y, sobre todo, se realizan en el espacio.” (Ibidem) En su calidad de dimensión constitutiva del lenguaje fílmico, inescindible de la dimensión espacio, el tiempo puede ser analizado desde distintas perspectivas. En la imagen técnicamente producida connota la voluntad humana de inmovilizar el transcurrir de la vida en el presente y, más allá de él, integrarla al flujo de la memoria. Es esta una simbología compartida por el cine con la foto fija. Sin negar las funciones sociales que, como se consigna en páginas anteriores, atribuye Gisele Freund a la aparición de la fotografía en relación a la burguesía como clase, una de las marcas simbólicas que ella porta consiste en la voluntad humana de conservar la memoria y restituir presencia a objetos y personas más allá de su desaparición física. Necesidad que supone la aspiración de inmortalidad, que no es sino una de las formas culturales inventada por los seres humanos para vencer a la muerte. Esta voluntad de trascendencia, también el rasgo constitutivo de la producción de las identidades culturales colectivas, ha sido heredada por el cine de la fotografía. Las dimensiones espacio y tiempo siendo las coordenadas constructivas de los códigos del lenguaje fílmico, también están en la base de la construcción de los imaginarios colectivos y de la percepción humana del mundo. Es en este juego de espejos entre representaciones sociales, imaginarios y expresión cinematográfica, siempre atravesado por la tensión universal-particular, donde el cine y las identidades hallan su punto de encuentro. En los inicios del cine, dicha posibilidad se sostuvo en tres potencialidades interrelacionadas entre sí y con necesidades básicas de las masas que fueran su primer público: • Conocer la nueva y cambiante realidad de las sociedades en las que ellas se insertaban, ampliando las estrechas fronteras del mundo más inmediato y conocido; • Proporcionar un espacio simbólico para el reconocimiento de las masas como nuevo sujeto social, el cual no desplaza a los ámbitos en los que estos procesos se vivencian de manera directa, sino que se superpone a ellos modificando la visión de los mismos. • Ofrecer al individuo aislado un acto de comunicación total, en tanto el cine implica una síntesis de varios códigos artísticos y un encuentro con otros sujetos -reales y ficcionales- que activa experiencia de vida y memoria; razón y emotividad; pensamientos y deseos. Las tensiones entre lo primitivo y lo moderno; la magia y el espectáculo; los sueños y la realidad; lo extraordinario y la vida cotidiana; la razón y el sentimiento; la conciencia de la fugacidad de la vida y las ansias de eternidad, participan por igual en la construcción del sentido del cine y del imaginario. Si el cine cumple con una de las facultades esenciales adjudicadas por George Steiner a la obra de arte en general, “libera la vida de la contingencia histórico-geográfica” (Steiner; 1991), es porque llevando inevitablemente inscrita en sí esta contingencia, la trasciende. Esto implica una vocación por lo universal al modo de una mirada que, fijándose en los objetos y sujetos pertenecientes a espacios y tiempos particulares -los representados por la obra- simultáneamente los libera de los mismos, al darles un sentido, de orden conceptual, que va más allá de la contingencia particular. La interacción imagen-imaginario es un fenómeno psicológico, sociocultural y artístico, uno de cuyos soportes es la fotogenia cinematográfica y el otro es el carácter público del encuentro film-espectador. En este último aspecto el acto de apreciación cinematográfica remite a la tradición de la plaza. Símbolo del espacio público por excelencia, la plaza ha jugado en la historia de Occidente un doble papel; promover el intercambio de los ciudadanos e investirlos de su capacidad de control del poder político en la vida ordinaria y por otra parte, propiciar el desborde, la celebración, la catarsis, en los momentos extraordinarios de la fiesta. El predominio de la razón asociado a lo político, confina a las emociones a tiempos y espacios delimitados. El momento de la fiesta produce, empero, una apropiación simbólica del espacio público por las masas: las emociones, la risa, el juego, pueden manifestarse sin inhibiciones en este instante privilegiado. El carnaval, desborde del sentimiento por excelencia, al impugnar la razón apela a la máscara con la que “viste” pudorosamente la expansión del sentimiento sobre aquella y la burla hacia el mundo ordenado según jerarquías que la misma vertebra (Bajtin; 1992). Para que ello sea posible la liberación de las emociones debe hacerse anónima. La máscara carnavalesca se adapta a un rostro-máscara que cotidianamente mantiene soterrados los impulsos en la oscuridad de la mente, aún en el espacio privado donde también rigen las jerarquías. Frente a la pantalla iluminada, los espectadores, no sólo establecen una relación de complicidad con la obra y las convenciones de un lenguaje que les descubre otro mundo en el cual pueden reconocerse, sino que se constituyen en co-partícipes de un ritual que diluye las fronteras entre razón y sentimiento. Las jerarquías de los roles se desmoronan ante las emociones provocadas por el ritual que pone en juego dos necesidades vitales del individuo moderno: identidad y libertad. La oscuridad de la sala puede interpretarse como el continente-máscara de una desnudez colectiva; aquella que hace posible liberar los sentimientos y las emociones, asumir imaginariamente nuevas identidades que guardan, sin embargo, puntos de contacto profundos y esenciales con la propia y que, por lo mismo, facilitan su reconocimiento, no tanto en la superficie de la razón, sino en las profundidades secretas de los sueños, los deseos, las ilusiones y los miedos más íntimos e inconfesables. La adherencia al universo de lo mágico del cine no se limita a las características del lenguaje audiovisual, a la recurrencia a los arquetipos y motivos del mito de las obras de ficción y su fuerte apelación a lo sensorial, ni al ritual de la apreciación colectiva frente a la pantalla iluminada. La apetencia de magia da cuenta del homo ludens, desalojado de la vida cotidiana por la “racionalidad de los fines” de la sociedad moderna. Se trata de estilos de vida que, mientras disciplinan al individuo conforme a los imperativos de eficiencia y competencia, le ofrecen como alternativa a sus apetencias lúdicas el consumo de “entretenimiento”. Los públicos de los espectáculos, lejos de encontrar el placer de la apreciación estética en la obra única e irrepetible, lo obtienen de la experiencia de ser co-partícipes de un ritual de comunicación colectivo que libera sus potencias lúdicas. Estas relaciones que establecen entre sí las distintas comunidades de consumidores culturales, son parte de una necesidad humana básica; liberar la imaginación y las emociones y hallar reconocimiento en la puesta en común con “el otro”. En este caso, más que remitir a la calidad de la obra, en el sentido clásico del virtuosismo canónico, el encuentro estético consiste en los lazos inmateriales que, en torno a su apropiación, se establecen entre individuos diferentes y de ordinario separados cuya atención es solicitada por multitud de mensajes que los fragmentan en cuanto consumidores (“masa dispersa”, en palabras de Benjamin). Tanto más potentes han de ser los estímulos dirigidos a recrear estos lazos y sentimientos, cuanto más lo sea la dinámica que produce su fragmentación. El espectáculo cumple así el papel de medium del acceso al instante privilegiado de comunión en torno a sentidos integradores que cumplía el ritual mágico en las comunidades primitivas. El cine, en cuanto lenguaje total, lleva esa potencialidad del medium a un grado superlativo. En él confluyen, y se sintetizan, el modelo arcaico (de apreciación) y el modelo técnico moderno. Uno tiene como referente el mito y la fabulación en torno a la hoguera, el otro al universo de la ciencia y la máquina; uno alude a los orígenes, el otro a un presente donde las mitologías tecnológicas han cobrado indudable protagonismo. La mirada producida por la máquina del cine es tan insaciable como las apetencias lúdicas del imaginario colectivo. Este encuentro de miradas es un encuentro entre identidades y libertades que, en tanto acto de comunicación humana supone la puesta en juego no sólo de una estética, sino fundamentalmente de una ética. Los movimientos de ruptura pondrán de relieve esta doble dimensión del cine, soslayada por la institucionalidad de la industria cinematográfica.

Descriptor(es)
1. CONSUMO CINEMATOGRAFICO
2. CONSUMO CULTURAL
3. SALA DE CINE
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