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Una misión peligrosa: el cine de intervención política en América Latina
Velleggia, Susana (? - 2018)
Título: Una misión peligrosa: el cine de intervención política en América Latina (Investigación)

Autor(es): Susana Velleggia

Publicación: La Habana, 2008

Idioma: Español

Fuente: La Máquina de la mirada : Los movimientos cinematográficos de ruptura y el cine político latinoamericano en las encrucijadas de la historia

Formato: Digital

PUNTO DE PARTIDA Cine político, vanguardia estética cinematográfica y teoría del cine nacen imbricados en América Latina, de modo que cada uno de estos términos no es aprehensible sin la consideración del otro. La del cine político latinoamericano es una vanguardia integral, en tanto formula un programa político-comunicacional y artístico completo, donde política y cultura; arte y vida; ética y estética, pasan a ser las dimensiones de lo social que se procura fundir para convertir al cine en “fragua y fermento de la historia”, en palabras de Marc Ferro. A sus análisis y proposiciones tampoco han sido ajenas cuestiones tales como las estructuras de producción y comercialización y los aspectos técnicos del cine. La apetencia de redención del ser humano por el arte, común a todas las vanguardias, adquiere en este caso un rostro preciso: el de los hambrientos y oprimidos del subcontinente, cuyas fisonomías, valores, y prácticas irrumpen en las pantallas, dando cuenta de la miseria material que los destruye, de sus causas e impulsores, así como del enorme potencial liberador que subyace a sus culturas y luchas, negadas e invisibilizadas por los colonizadores de turno. Como otras veces sucediera en la historia del cine, con el cine político de los 60s las cámaras se vuelven hacia la realidad histórica, no sólo para adoptarla en calidad de tema, sino para hacer de ella la materia prima del sentido que ha de generar una nueva poética, una nueva estética y un nuevo programa comunicacional. Este programa pone en el centro de las preocupaciones la relación obra-espectador; cine-sociedad. Ya no se trata de la pretensión naïf de registrar “la realidad tal cual es” -de la que hicieran gala las diferentes vertientes del realismo cinematográfico- sino “la realidad tal como debe ser”, como lo había hecho, a su modo, el cine soviético clásico. Subyace a estas propuestas el doble movimiento de criticar y negar lo que es y afirmar aquello que se desea que, tanto la realidad como el cine, sean. Como ya se ha expuesto en páginas anteriores, buena parte de la teoría del cine da cuenta del rico debate suscitado a lo largo de su historia entre las diferentes corrientes del realismo cinematografíco y las opuestas a él. La polémica remite, no solo a las opciones estéticas a partir de las cuales se fue construyendo el lenguaje del cine y su autonomía y legitimidad como campo artístico, sino también a tomas de posición más abarcadoras sobre la relación entre el arte y la sociedad. En muchos casos el debate llegó a asumir una inusitada virulencia, de la cual dan cuenta los manifiestos y declaraciones de los distintos movimientos cinematográficos de ruptura. El cine político latinoamericano ingresa a este debate desde la teoría y la práctica, con posiciones diversas según los países y realidades históricas, pero unificadas por la misma actitud subversiva hacia el cine instituido de la que habían hecho gala las vanguardias europeas, a la vez que diferenciándose de ellas. “Nosotros no queremos ser Eisenstein, Rosellini, Bergman, Fellini, Ford, nadie -decía Glauber Rocha en 1961- nuestro cine es nuevo porque el hombre brasileño es nuevo y la problemática de Brasil es nueva y nuestra luz es nueva, por esto nuestras películas ya nacen diferentes de los cines de Europa” (Viany; 1986). Los rasgos comunes a las diversas experiencias y reflexiones del cine político en la región estarán dados por las condiciones extra e intra cinematográficas, mundiales y locales, en las cuales aquellas encuentran referencias. Los mismos pueden sintetizarse en: a)Un fuerte descentramiento del propio campo, que torna al cine permeable a las condiciones históricas, sociales, políticas, culturales, de cada país, en el marco de las movilizaciones y luchas populares que agitan a las sociedades latinoamericanas en los 60s. De allí que, desde las distintas experiencias, se reivindique a la diversidad de opciones conceptuales y estéticas como la forma natural del cine, frente al modelo dramatúrgico y estético, pretendidamente universal, del cine-espectáculo hegemónico o de aquél otro cine que, como el de la nouvelle-vague, habiendo aportado a la transformación, no se consideraba apropiado a las propias condiciones socio-históricas. b)La realidad histórica de cada sociedad no interesa a este cine como mero objeto de representación, o de descripción “objetiva”, sino en calidad de materia prima para la producción de sentidos sobre ella. Sentidos cuya necesidad se entiende perentoria para comprenderla y transformarla. Este postulado no deja de tener resabios del racionalismo redentorista de las izquierdas de orientación gramsciana, consistente en suponer que la toma de conciencia del pueblo por obra de sus “intelectuales orgánicos”, vendría a ser la llave que abrirá la puerta de la revolución. Los cineastas latinoamericanos del cine político, o bien ya eran “intelectuales orgánicos” de algunos movimientos políticos, o sin serlo se proponían actuar como tales. Mientras la derecha de los diferentes países contaba desde larga data con los suyos que, en general, pasaban a conformar los cuadros gerenciales tecnocráticos de los gobiernos de las dictaduras militares, las izquierdas no cesaban de dividirse al mismo tiempo que se multiplicaban. Esta figura algo romántica pergeñada por Antonio Gramsci en sus cuadernos, escritos en las cárceles de la Italia fascista, no pasaba de ser una aspiración de los jóvenes provenientes de los sectores medios ilustrados, más inclinados a los debates ideológicos que a las contingencias terrenas de la lucha política, con algunas pocas excepciones. c)La adjudicación de un papel concientemente activo y subjetivo al director y a los espectadores, en la formación de los significados de las obras. Del lado del director-autor -se trate de una persona o un colectivo- esto implica descartar la “objetividad” con respecto a la realidad enfocada, en cuanto canon rector de las opciones artísticas y estéticas que sustentan al realismo cinematográfico. El afán de objetividad –imposible- del precepto de mostrar la “realidad tal cual es”, es desplazado por la asunción plena de la subjetividad de quien se acerca a ella para registrarla, hecho que significa, al mismo tiempo, interpretarla y analizarla. Habida cuenta de que este “registro” nunca es neutro, la mediación del emisor del discurso y su ideología deben hacerse tan explícitas como sea posible. El cine político se propone llevar este postulado a un punto de tensión extrema. Del lado de los receptores, conferirles una participación activa en la construcción de significados constituye una elección, no solo derivada de las opciones ideológicas de los emisores-autores, que procuran que cada espectador se convierta en un actor del cambio social más allá del espacio de proyección, sino que obedece a un imperativo moral. “Liberar” al espectador de la magia alienadora del espectáculo constituye un paso necesario para su liberación de las condiciones opresivas en las que se desenvuelve su vida. d)Dentro de las condiciones específicamente cinematográficas es posible verificar la influencia de los tres grandes movimientos de ruptura de la historia del cine, asumidos en diferentes grados y combinaciones en cada caso particular. Ellos son : a) el cine soviético del período clásico -pre-realismo socialista- tanto en la vertiente de ficción (Eisenstein y Pudovkin, principalmente) como en la documental (Vertov y, la poco recordada experiencia de Medevkin); b) el neorrealismo italiano de la postguerra, sobre todo el del primer período (Rosellini, De Sica, Germi, el Visconti de “La terra trema” y “Rocco e sue fratelli”) ; c) el cine de autor francés que inicia a la nouvelle vague (Truffaut y Godard). También es perceptible la influencia del Cinéma Verité de Jean Rouch en algunos casos, pero sobre todo resulta inspiradora la obra de los dos grandes del documental político moderno: Joris Ivens y Chris Marker. A ellos habría que agregar algunas obras y realizadores clave de cada país, cuyas anticipaciones se procura profundizar, entre ellos el cubano Santiago Alvarez. El reconocimiento a los pocos “padres fundadores”, tanto nacionales y latinoamericanos como del cine mundial, está presente en las obras fílmicas y escritas, ya sea a través de citas explícitas o de referencias veladas. e)La voluntad de demoler la institucionalidad industrial del cine-espectáculo de Hollywood (“la fortaleza”, en palabras de Godard) que recorre a los nuevos cines que se multiplican entonces por el mundo. En algunos casos ella obedece a la intención de construir otra institucionalidad industrial (v.gr. Cuba y Brasil) y en otros a la utilización de los márgenes como los únicos espacios posibles para hacer “un cine de cara al pueblo”, como lo definiera el boliviano Sanjinés. Dentro de estos últimos se encuentran las experiencias de producción y difusión que se realizan en la clandestinidad, al amparo de organizaciones políticas y sociales populares en los países donde imperan dictaduras militares (Argentina y Bolivia) y el cine político en el exilio (Chile). Entre las principales líneas de ataque al cine hegemónico figuran: la deconstrucción de la dramaturgia tradicional y el lenguaje fílmico que la expresa y la sustitución del principio de verosimilitud -elaborado en el cine de géneros industrial- por el de autenticidad, con la consiguiente problematización del sistema de géneros y la búsqueda de una nueva estética y una nueva poética, además de las restantes características ya señaladas del cine político en general. f) El desplazamiento de los artificios del espectáculo de la ficción por un nuevo actor, el pueblo, constituido en sujeto del cine y de la historia, que se manifiesta tanto en los temas y motivos seleccionados cuanto en el tratamiento de los mismos. De este núcleo común se derivan bifurcaciones y entrecruzamientos que darán una singular riqueza y vitalidad a la producción cinematográfica y teórica latinoamericana del período comprendido entre comienzos de los 60s y mediados de los 70, según los países. Abordar al cine político latinoamericano como movimiemto de ruptura exige tener en cuenta las condiciones sociohistóricas en las que se produjo, tanto como las estrictamente cinematográficas. En cuanto a éstas, la apropiación selectiva de la tradición del campo reelaborada a la luz de las circunstancias históricas particulares, es la marca presente en las obras que, en cada época y espacio, dan lugar a la diversidad del movimiento. En ella, si bien la innovación estética obedece a las opciones éticas e ideológicas asumidas por sus autores antes que a propósitos estrictamente “artísticos”, es posible identificar las marcas de ciertos hallazgos estéticos que se reiteran en los filmes producidos en diferentes países y momentos a partir de ciertas obras pradigmáticas. Este efecto puede atribuirse, por ejemplo, a “Dios y el diablo en la tierra del sol” (1964) de Glauber Rocha en el campo de la ficción, como a “La hora de los hornos” (1968), de Solanas y Getino en el del documental, entre otras. También habrá una galería de imágenes paradigmáticas de los filmes de los “padres fundadores” latinoamericanos -como la de los niños corriendo a la vera del tren en marcha en el puente sobre el río pidiendo monedas a los pasajeros de “Tire dié” (1958), de Fernando Birri- o los montajes contrapuntísticos de los documentales de Santiago Alvarez. Estos fragmentos dispersos, de raíz ideológico-estética, extraídos de distintos discursos fílmicos mediante prestaciones, citas y mezclas no dan como resultado la hibridez, sino que irán construyendo una iconografía latinoamericanista mítica. A veces, recortadas de sus contextos originales para ser reapropiadas desde otros distintos como un elemento ajeno a la unidad de la obra en la que se insertan, estas imágenes acusan cierto manierismo que las despoja de la potencia que tuvieran en las obras originales. Esto, en lugar de remitir al imaginario mítico-utópico con el que ellas se ensamblaban, introduce a la “cocina” del lenguaje cinematográfico que, como es sabido, puede evaporar la magia de los mas suculentos manjares. A medida que la producción fílmica crece y encuentra una buena acogida en ciertos festivales regionales e internacionales, las reflexiones teóricas se multiplican bajo la forma de ensayos y, sobre todo, manifiestos y declaraciones, géneros estos tan caros a las vanguardias. La aguda crítica al cine instituido de cada país y una provocadora voluntad contra-hegemónica recorren estos escritos. Las propuestas, además de perseguir el propósito de provocar, contienen una indignada ironía. Ella se manifiesta tanto en la “estética de la violencia”, preconizada por Glauber Rocha y la polémica tesis del “cine imperfecto”, sostenida por el cubano Julio García Espinosa, como en las reflexiones del grupo Cine Liberación, de Argentina, en su contundente definición del “Tercer cine”. En la avasalladora irrupción y posterior crisis del cine político latinoamericano pueden “leerse”, no sólo la trayectoria histórica del cine en general, sino la de las sociedades en las que tuvo lugar; sus logros y pérdidas; sus avances y retrocesos, así como los conflictos y contradicciones de mayor espesor que signaron una etapa particularmente turbulenta de la región. La iconografía latinoamericanista mítica cumplirá, así, un doble papel. Por un lado actuará como “fermento de la historia”, del cine y de las sociedades de una época -dando cuenta de la vitalidad de ambos términos- y, por el otro, instalará al Nuevo Cine Latinoamericano -se proponga o no ser político- en los festivales internacionales y motivará el interés de investigadores de las universidades de diferentes países para abordarlo en cuanto objeto de estudio. Estos abordajes se producirán desde los departamentos de estudios latinoamericanos de aquellas, en investigaciones sobre el arte y el cine, así como en los análisis historiográficos y sociológicos que indagan en una etapa histórica de la región, tan poco comprensible para los extranjeros como para muchos nacionales que no la vivieron. La sensación de una contradictoria simultaneidad de recorte del pasado y vigencia actual que se experiementa ante las ideas y propuestas, presentes por igual en aquellas obras y reflexiones teóricas, plantea un desafío aún sin responder. De ello pretende dar cuenta la selección que aquí se aborda, la que obviamente no se propone ser exhaustiva. El sentido profundo de esta producción reclama hoy, en plena era de la audiovisualidad globalizada bajo el imperio de la razón tecno-económica, relecturas que posibiliten una nueva problematización de supuestos que -¡otra vez!- vuelven a pretenderse universales desde que mirada única y pensamiento único constituyen las dos caras de la misma lógica que convierte a los seres humanos en objeto; sea de la economía, la política o el cine. La crítica que se le suele hacer al cine político es su carácter panfletario, que iría en desmedro del nivel artístico. Esto es cierto en muchos casos donde la idea de efectividad política en relación al espacio destinatario, la urgencia por responder a situaciones de coyuntura y/o la pobreza extrema de recursos, materiales, técnicos y creativos, desplaza a los procesos de indagación profunda en la realidad y a una mayor búsqueda artística y estética. Proliferó, también en la época de auge del cine político, un tipo de film “de denuncia” plagado de estereotipos, por demás simplista en su discurso y de severas falencias realizativas que, obviamente, no llegaba a cumplir los propósitos –políticos- que se proponía, en relación a sus hipotéticos destinatarios. La advocación a la categoría de cine político pretendió, en estos casos, justificar la necesidad de “hacer cine” de realizadores improvisados o que presumían de “cineastas políticos”. No obstante, en las obras más logradas del cine-ensayo -como sucede con todo cine cualquiera sea su género o estilo- el panfleto no hace sucumbir a la poesía, ni a la innovación estética. Sería erróneo invalidar a estas obras por su exclusiva dimensión panfletaria sin atender a las restantes ni a la evidencia de que, precisamente por esto -cuando a la vez constituian un aporte artístico- ellas supusieron una apertura a la diversidad en un panorama cinematográfico saturado por la más absoluta pobreza de sentido del cine de géneros tradicional, ya sea bajo la forma de las superproducciones históricas, la “chanchada” brasileña, las pasatistas comedias argentinas o las imitaciones presuntuosas y trasnochadas del “cine de autor” francés. La reflexión teórica realizada a partir de aquellas prácticas ofrece el horizonte de mayor riqueza para el cine, no ya político, sino en general. Ella plantea la más consistente problematización realizada hasta el momento a la mirada única instituida como equivalente de cine universal, al cine de géneros y al concepto mismo de realismo cinematográfico. Sería deseable que volver a estas reflexiones para comprender el probable sentido que ellas tuvieran en sus respectivos contextos espacio-temporales y el aporte de algunas proposiciones de cara a este presente incierto, del cine y de nuestras sociedades, sirviera a detonar nuevos interrogantes e ideas que permitan enriquecer prácticas y reflexiones, actuales y futuras. Esta es hoy una necesidad vinculada a la supervivencia, no ya del cine político, sino de un cine latinoamericano digno y con identidad cultural. La re-lectura aquí propuesta no tiene nada que ver con el afán momificador de los homenajes ni con la lúgubre tarea de diseccionar cuerpos inertes, a la que suele ser afecta cierta necro-crítica. Su intención es ofrecer elementos que permitan reconstruir el accidentado -y con frecuencia obturado- hilo de la historia del cine latinoamericano para apropiarse / apropiarnos de una parte importante de ella, porque también les / nos pertenece. Si, como nos enseña Agner Heller, en la historia, pasado, presente y futuro son tiempos que se imbrican y superponen, apropiarnos de una porción del pasado -en general escamoteada por las “historias oficiales”- supone hacer lo propio con el presente y el futuro (Séller; 1982). Se trata, más que de un legítimo derecho, de una obligación de quienes creemos que la clave de una imprescindible reconstrucción de nuestras sociedades reside en la rica diversidad de sus culturas. Los primeros pasos Según se ha explicado, el vasto campo del cine político, tanto admite aquellas obras realizadas por directores o colectivos, independientes o adscriptos a una organización política y, por tanto, dirigidas a grupos de destinatarios particulares en el marco de sus prácticas políticas, como aquellas que, en algunos casos desde la misma industria, han abordado un tema o problema desde una perspectiva política para denunciar, esclarecer o aportar a ciertos hechos o procesos históricos. En el primer caso se trataría del cine político- militante, con la ambigüedad que esta categoría puede cobijar. En el segundo puede inscribirse una vasta gama de obras; desde “La batalla de Argel”, de Gilo Pontecorvo y “Morir en Madrid”, de Fréderic Rosiff, hasta los filmes rodados por el estadounidense Oliver Stone sobre centroamérica y Vietnam, los del inglés Stephen Frers sobre la clase obrera de su país o con relación a otros temas históricos mundiales, pasando por el recordado “Missing” (Desaparecido), de Costa Gavras, sobre el periodista norteamericano secuestrado y asesinado por la dictadura de Pinochet en Chile, entre muchos otros. También es cine político aquél que, realizado desde el poder estatal, persigue el fin de promover determinadas acciones para aportar al cambio social y político, o bien para oponerse al mismo, así como el que adopta el carácter de propaganda abierta a un régimen o sistema político determinado. De todas estas categorías de cine político importa considerar las respuestas que cada film da a los interrogantes básicos: ¿para qué? y ¿a quién? cuyas respuestas aluden a los sentidos que aporta a la construcción de un proyecto liberador, de los individuos y las sociedades. Los caminos por los que transitó el cine político han variado de acuerdo a la historia de los diferentes países y a la historia del campo cinematográfico. Para algunos autores y movimientos, el compromiso social y político no aparecía tanto en el tema a tratar, sino en cómo expresar determinado imaginario a partir de un compromiso con el lenguaje audiovisual. Esto permite identificar un cine político que presenta un carácter plural; desde el que propugna las manifestaciones más explícitas, coyunturales y “panfletarias”, hasta el que, desde una perspectiva conceptual crítica y de transformación social, apunta a politizar el lenguaje cinematográfico, haciendo de éste el objeto principal del cambio. Entre una y otra opción, el movimiento del cine político latinoamericano ha ofrecido una enorme gama de matices más complementarios que antagónicos. 1.2. El cine latinoamericano en la búsqueda de su propia historia Además de los antecedentes cinematográficos mundiales de gran influencia en el cine político latinoamericano, éste adoptó como marcos de referencia algunos filmes y cineastas locales valorados por su aporte a la construcción de un cine enraizado en las culturas nacionales y en la indagación crítica de la realidad de los sectores populares. La temprana circulación de los nuevos filmes que se producían dentro de la región motivó, asimismo, una corriente de intercambios e influencias recíprocas en los encuentros que comenzaron a realizarse en los festivales de cine a los que acudían con sus obras y propuestas los cineastas de distintos países latinoamericanos inscritos en diferentes vertientes ideológicas, políticas y estéticas. En septiembre de 1968 se llevó a cabo en Mérida, Venezuela, con el auspicio de la Universidad de los Andes, la primera presentación pública realizada en América Latina del film “La hora de los hornos”, del Grupo Cine Liberación, cuyo estreno mundial había tenido lugar pocos meses antes en la Muestra Internacional de Cine de Pésaro, Italia. (Hasta entonces, su difusión sólo había sido clandestina en la Argentina) Pero el hecho quizá más relevante de lo que fue la I Muestra del Cine Documental Latinoamericano de Mérida, estuvo dado por el entorno de agitación y movilización política que animaba a los países de América Latina, razón que explica el otorgamiento por aclamación de la Presidencia Honoraria del Encuentro de Cineastas a la figura de Ernesto Che Guevara y, también, que el tema casi único de los debates girara en torno al “cine como arma revolucionaria”. Tres cineastas fueron premiados conjuntamente en dicha Muestra. Ellos expresaban, de un modo u otro, los espacios donde se había desarrollado hasta el momento una mayor reflexión teórica y política sobre el cine como instrumento de las organizaciones populares. Tales espacios eran Cuba, en la figura de Santiago Alvarez; Bolivia, en la de Jorge Sanjinés, y Argentina, en la Fernando Solanas. Aunque en la Muestra de Mérida se presentó sólo la primera parte de “La hora de los hornos”, Octavio Getino se ocuparía pocos meses después de trajinar con la versión completa a través de siete importantes universidades de otras tantas ciudades de Venezuela. Un año antes había tenido lugar en Viña del Mar, Chile, el I Festival y Encuentro de Realizadores Latinoamericanos, que pasaría a convertirse en una especie de ámbito fundacional del luego bautizado “Nuevo Cine Latinoamericano”. Allí habían concurrido nuevas generaciones de cineastas de la región y el Encuentro serviría para dar inicio a los debates, a veces encarnizados, en torno a las hipotéticas estrategias y funciones del cine en América Latina. Esta polémica, que permanecía circunscrita a los espacios locales, a partir de entonces y por más de una década, se socializará en toda la región. La pasión que campeaba en los debates estaba presente, no sólo en el énfasis beligerante y militantista de algunos cineastas –según la situación política y social de sus países de origen- sino también en el relativo enfrentamiento que aparecía entre quienes proponían dicha opción en términos ideologistas y quienes, de manera más pragmática, no estaban dispuestos a abandonar los problemas básicos de la industria y el mercado de las cinematografías de la región. El investigador argentino Mariano Mestman, reseña en un artículo registrado por un diario chileno la polémica que, afirma, estuvo a punto de quebrar la reunión plenaria de cineastas en Viña del Mar. “En medio de la discusión del tema central ´Imperialismo y Cultura´, el cineasta Raúl Ruiz –en nombre de la delegación chilena- manifestó su disconformidad con el tono ´declamatorio, vago e impreciso, casi parlamentario´, con que se había estado dando la discusión (agregando que) “En vez de estar repitiendo lugares comunes sobre las relaciones entre imperialismo y cultura, que todos conocemos y contra las que todos estamos, la delegación chilena prefiere retirarse a una sala contigua a discutir problemas mucho más urgentes, como los de producción, distribución y exhibición”. (Mestman; 1999) Valga el dato para observar que el “cine político-militante” no encontraba un terreno claramente favorable en el espacio cinematográfico tradicional, pero tampoco en el del llamado “cine de autor” o “cine independiente”. Sin embargo sería falso suponer que la beligerancia asumida por numerosos jóvenes cineastas de diversos países de la región, nacía sólo de las circunstancias políticas de sus respectivos espacios, o de las provenientes de los movimientos contestatarios aparecidos en esos años en Europa y EE.UU. Sus orígenes se remontaban, también, a las propias experiencias del cine nacional, fuera él meramente “industrialista y comercial” o bien, “independiente y de autor”. La historia de las cinematografías latinoamericanas abunda en ejemplos de producciones dirigidas a abordar críticamente diversos aspectos de la realidad social y cultural de cada país. Es más, dicha historia selecciona casi unánimemente entre sus mejores obras, aquellas que aportaron a la comprensión o a la denuncia de determinadas situaciones sociales locales. Esto se dio por la vocación social de ciertos directores, pero también por el papel de mediadores que están obligados a cumplir el productor y el director, en tanto integrantes de una industria cultural como el cine, obligada a “sintonizar” con los imaginarios sociales o satisfacer, de un modo u otro, demandas culturales de cada mercado. Desde México hasta el sur del Continente, prácticamente todos los países que produjeron películas, describieron o analizaron los problemas más visibles de las poblaciones, que también conformaban cada mercado nacional. Durante las primeras décadas del siglo XX, aquellos relacionados con las injusticias e inequidades padecidas en el mundo rural; más tarde, los que acosaban a los suburbios urbanos, poblados de inmigrantes extranjeros o migrantes del interior del propio país y, por último, los problemas de una clase media con aspiraciones de ascenso social, pero sujeta a contradicciones ideológicas que cuestionaban muchos aspectos de su existencia. En este proceso histórico, bastaría evocar unos pocos títulos de cada país, limitados a menudo a narrar, en términos convencionales y a la manera del cine europeo o norteamericano, situaciones y temas en los que se revela, al menos en parte, el imaginario de las masas de espectadores. Ellas fueron fieles seguidoras de su cine nacional cuando éste las llevaba a la pantalla recurriendo a la épica, la comedia, el drama rural o urbano, el policial negro y finalmente, el cine de autor, de carácter intimista y psicologista, propio de las inquietudes de algunos sectores medios. Un “primer cine”, inspirado en su mayor parte en el discurso hollywodense y, en menor medida en el de ciertas cinematografías nacionales europeas, logró fuerte impacto en los inicios del cine latinoamericano, particularmente cuando algunas de sus obras permitieron que amplios sectores de la población se sintieran representados en la pantalla. A título de ejemplo, bastaría recordar en la Argentina, entre los años 40 y 50, las experiencias exitosas de filmes como “La guerra gaucha”, de Lucas Demare (1942), “Prisioneros de la tierra”, de Mario Soffici (1939) y “Las aguas bajan turbias”, de Hugo del Carril (1952), entre otras. También en México, en el marco de una relativamente sólida estructura industrial, la década de los 50 había alimentado una tradición de cine popular abocada en algunos casos a denunciar problemas sociales del mundo rural o urbano, hecho que obligó a más de un realizador a enfrentar la férrea censura oficial. Cabe recordar que en estos años, el cine mexicano –entre cuyos antecedentes figura la experiencia de Serguei Eisenstein “¡Qué viva México!”, filmada en 1931 y editada mucho más tarde por una discípula- había irrumpido en el panorama mundial con algunas obras de corte “independiente” o de “autor” –que Solanas y Getino defininieran después como “segundo cine”- como sucedió con “Los olvidados”, de Luis Buñuel (1950). Esta línea siguió con “La red”, de Emilio Fernández (1952); “Raíces”, de Benito Alazraki (1953); “La sombra del caudillo”, de Julio Bracho (1960) y “Viridiana” (1959), también de Buñuel. Algo similar sucedía en otros países de la región. Cuba había tenido su antecedente más legítimo de cine nacional a cuatro años de haber triunfado la Revolución, en “El Mégano”, de Julio García Espinosa (1955), cortometraje documental que denunciaba la situación de explotación a la que estaban sometidos los trabajadores de la Ciénaga de Zapata. Cualquier país productor de América Latina ofreció, con anterioridad al período de los años 60-70, experiencias de este carácter, sin las cuales tampoco hubiera sido posible arribar a las propuestas teóricas y artísticas del “cine político”. Ello explica la interrelación existente entre los creadores del “Cinema Novo” de Brasil y los antecedentes de un cine legítimamente popular de su propio país; por ejemplo “Favela de mis amores”, de Humberto Mauro (1935); “Juan Nadie” y “Mesquitinha” (1937); “Moleque tiao” (1943), de José Carlos Burle y Alinos Acevedo. Baste recordar, en efecto, en el trabajo de Glauber Rocha, “Revisión crítica del cine brasilero”, la mirada valorativa de la obra de anteriores realizadores, como Humberto Mauro, o la labor crítica de investigadores de esa época, como Jean-Claude Bernardet y Alex Viany, también realizador. A este último le correspondería señalar que el “programa básico” de sus jóvenes colegas -aquellos que habían abierto una perspectiva de cine nacional en los años 50- desde la obra de Nelson Pereira dos Santos, “Río, 40 grados” (1956) no era otro que “salir por el Brasil cámara en mano a sorprender, registrar y analizar los problemas y las angustias de nuestra gente” (Prólogo de Alex Viany, en Rocha; 1965). Propuesta parecida a la que, por entonces, formulaba en la Argentina Fernando Birri, cuando destacaba que la misión principal del cineasta documentalista del Tercer Mundo era la de “documentar el subdesarrollo… (porque) el cine que se haga cómplice de ese subdesarrollo, es subcine” (Birri; 1964). El marco histórico internacional y regional había contribuido, asimismo, a la existencia de este cine. La década del 50, se inició con la guerra de Corea y terminó con el triunfo de la Revolución Cubana. La misma estuvo signada por acontecimientos memorables, como fueron la victoria vietnamita en Dien Bien Phu, el ascenso de Gamal Abdel Nasser al poder en Egipto, el comienzo de las guerras de liberación en Vietnam y Argelia, la rebelión del Sahara Occidental, la independencia de Guinea. Mil trescientos millones de afroasiáticos hablaron por primera vez sin intermediarios en la Conferencia de Bandung, en 1955, y al año siguiente, Nasser, Nehru y Tito sentarían las bases del que pronto sería el llamado “Movimiento de Países No Alineados”. En este período, América Latina también tendría algunas revoluciones triunfantes, en Bolivia (Revolución del MNR en 1952), Guatemala (gobierno de Jacobo Arbenz, entre 1951 y 1954) y Cuba (Revolución de 1959), así como procesos de reacción imperialista y oligárquica, como sucedería en Argentina (derrocamiento de Perón, en 1955), Brasil (suicidio de Getulio Vargas en 1954 y apertura a las empresas transnacionales, con Juscelino Kubitschek, entre 1956 y 1961), Puerto Rico (creación del “Estado asociado”) y también en Guatemala (golpe de estado de 1954) Pero es recién en los 60s cuando una parte significativa de los cineastas latinoamericanos comienza a interrelacionarse y a debatir las opciones para el desarrollo del cine en cada país. Las polémicas eran abundantes, tanto de los que sostenían una posición más “industrialista” con los que propuganaban una de corte “ideologista”, así como entre éstos últimos, separados por las fronteras de las múltiples agrupaciones en las que tradicionalmente se dividió la izquierda latinoamericana. En momentos en que una fuerte politización se extendía en casi todos los ámbitos de la vida social, la ideologización extrema entre diferentes posiciones políticas era un asunto entendido como normal en el cine, al igual que en los sindicatos, las universidades, el arte, la literatura y otros campos. En 1962 se convocó en Sestri Levante, Italia, al primer encuentro colectivo, no ya solamente de películas latinoamericanas, sino de realizadores que formasen parte de los cambios políticos y culturales que estaban planteándose, a fin de debatir alternativas para el cine. Alfredo Guevara, uno de los fundadores del cine de la Revolución Cubana, señalaría en 1963: “Porque nos conocemos desde lejos, y se nos impide encontrarnos en América Latina, Sestri Levante es para los cineastas Latinoamericanos un territorio de sorpresas y casi un milagro” (Guevara; 1963) Entre 1961 y 1963, el Cinema Novo impactaría a críticos y realizadores de todo el mundo, con su búsqueda de temas y estéticas articulados a las formas de expresión de la cultura popular del Brasil. Con el antecedente de la obra de Nelson Pereira dos Santos, Glauber Rocha produciría “Barravento” (1961) y Roberto Farías, “Asalto al tren pagador” (1962). El movimiento alcanza su apogeo en 1963 con “Dios y el diablo en la tierra del sol” (Glauber Rocha), “Los fusiles” (Ruy Guerra), “Ganga Zumba” (Carlos Diegues) y “Vidas secas” (del propio Nelson Pereira dos Santos). Esta explosión no era ajena a las circunstancias políticas y económicas del país, que había experimentado durante el período de Kubitschek un acelerado proceso de industrialización transnacional en el sur -particularmente del sector automovilístico- así como un crecimiento del consumo por parte de los sectores medios. Con el gobierno de Joao Goulart y su política nacionalista -heredera de la propugnada por Getulio Vargas en su momento-, y abocada a intentar “reformas de base” para controlar el manejo de la salida de utilidades de las empresas extranjeras, se dio una profundización de las transformaciones anteriores. Como resultado del fortalecimiento del Estado en los principales campos del desarrollo nacional, el cine brasileño logró un notable crecimiento industrial. Estas condiciones se quebrarán con el golpe de estado de 1964, que abolirá la Constitución liberal de 1946, suspenderá los derechos políticos, e intervendrá sindicatos, obligando al exilio o a la clandestinidad a dirigentes políticos y sociales como Joao Goulart, Leonel Brizzola, Luz Carlos Prestes, Carlos Marighela y otros. Casi simultáneamente, los Estados Unidos declaran el bloqueo a Cuba; una junta militar, conducida por el Gral. René Barrientos, derroca, también en 1964, al gobierno boliviano de Víctor Paz Estensoro, abriendo paso a una sucesión de golpes de estado. En Argentina, el golpe militar de la “Revolución Argentina” –otra de la larga serie de dictaduras militares del siglo XX- terminaría con el gobierno democrático del radical Arturo Ilía en 1966. En este contexto regional se desarrollan acciones populares de resistencia al autoritarismo, ya sea por medio de movilizaciones sindicales y sociales, por el recrudecimiento de movimientos guerrilleros de origen rural (Guatemala, Venezuela, Colombia y Bolivia) o bien por la aparición de las primeras guerrillas urbanas en Uruguay y Argentina. Las tensiones y conflictos experimentados a escala regional, emergen así en 1967 en Viña del Mar, en el Encuentro de Realizadores Latinoamericanos. Proseguirían en Mérida, en 1968 y de nuevo en Viña del Mar, en 1969. En estos tres años no se producen solamente encuentros de cineastas o simples declaraciones rituales; el Nuevo Cine Latinoamericano adquiere gran resonancia en el interior de la región, en Europa, Asia y Africa, tanto por sus producciones fílmicas, como por las elaboraciones teóricas y formas organizativas inéditas de la producción y difusión del mismo. Son los años en los que aparecen, casi simultáneamente, una sucesión de filmes innovadores, como los cubanos “Memorias del subdesarrollo”, de Tomás Gutiérrez Alea, “Las aventuras de Juan Quinquín”, de Julio García Espinosa; “La primera carga al machete”, de Manuel Octavio Gómez, junto con los documentales tercermundistas de Santiago Alvarez, Jorge Massip, y otros; los chilenos “El Chacal de Nahueltoro”, de Miguel Littín y “Tres tristes tigres”, de Raúl Ruiz; los brasileños “Macunaima”, de Joaquim Pedro de Andrade y “Los herederos”, de Carlos Diegues; los colombianos “Chircales”, de Marta Rodríguez y Jorge Silva, “El hombre de la sal”, de Gabriela Zamper y “Asalto”, de Carlos Alvarez; los bolivianos, del Grupo Ukamau, “Yawar Malku / Sangre de cóndor” de Jorge Sanjinés; los venezolanos “Pozo muerto”, de Carlos Rebolledo y Edmundo Aray, y “La ciudad nos mira”, de Jesús Guedes, las producciones uruguayas de la naciente Cinemateca del Tercer Mundo, “Me gustan los estudiantes”, de Mario Handler y las argentinas, “La hora de los Hornos”, del Grupo Cine Liberación, “Ollas populares”, de Gerardo Vallejo, “Argentina Mayo 1969: Los caminos de la liberación”, del grupo Realizadores de Mayo, y los trabajos del Grupo de Cine de la Base como “Los traidores”, de Raymundo Gleyzer. También en este período se gestan las teorías fundacionales del cine político en algunos países de la región, con los trabajos de Octavio Getino y Fernando Solanas, en Argentina, Jorge Sanjinés en Bolivia, Glauber Rocha en Brasil, Julio García Espinosa, en Cuba y Carlos Alvarez, en Colombia, entre otros. En el plano organizativo se refuerzan los intercambios de las películas del cine político entre distintos países, se abren nuevos espacios de difusión del mismo y se sientan las bases de lo que pronto sería el Comité de Cineastas del Nuevo Cine Latinoamericano. Estos avances en el terreno cinematográfico son acompañados por importantes tentativas de cambio a escala nacional, en países como Perú (Revolución Peruana, del Gral. Velazco Alvarado); Chile (Gobierno de la Unidad Popular, con Salvador Allende); Panamá (gobierno del Gral. Torrijos); Bolivia (gobierno del Gral. Juan José Torres); Nicaragua (triunfo del Frente Sandinista). Todas ellas frustradas en los inicios de los 70, por los sucesivos golpes de estado auspiciados por los Estados Unidos. Con todo, los objetivos políticos y culturales del Nuevo Cine Latinoamericano, dentro del cual tenía un espacio protagónico el cine político, aparecían por primera vez en la historia del cine de la región, en términos más o menos consensuados entre numerosos realizadores. Ellos se resumen, como observa el cubano Ambrosio Fornet, en tres puntos esenciales: Contribuir al desarrollo y fortalecimiento de la cultura nacional y, a la vez, enfrentar la penetración ideológica imperialista y cualquier otra manifestación de colonialismo cultural. Asumir una perspectiva continental en el enfoque de los problemas y objetivos comunes, luchando por la futura integración de la Gran Patria Latinoamericana. Abordar críticamente los conflictos individuales y sociales de nuestros pueblos como un medio de concientización de las masas populares (Fornet; 1985). “El movimiento, en efecto –recuerda Fornet- no tardó en ser calificado por su más frívolos detractores como cine político, término que sirve a la crítica colonizada para denominar cualquier manifestación artística que pretenda dar al espectador una visión compleja y problemática del mundo en que vive. Para los cinéfilos puros y para quienes asumían gozosamente las formulas de Hollywood como arquetipos insuperables del cine, un cine político era una profanación de las pantallas, un cine contra natura. Los nuevos cineastas –advertidos ya por múltiples intentos de castración de que el apoliticismo no es más que una de las tácticas políticas de la burguesía- respondieron a esa agresión semántica sin caer en la trampa de rechazar el término, sino al contrario, reivindicándolo como sinónimo de auténtico y profundo. Para nadie era un secreto que el Nuevo Cine se definía, por una parte, como un cine de impugnación y denuncia en el contexto de la sociedad neocolonial y, por la otra, como un cine de afirmación nacional en el contexto de la lucha antiimperialista. Así, pues, era un cine político en el más estricto sentido etimológico de la palabra, es decir, un cine interesado en el destino de seres reales que habitan un mundo dramáticamente real, donde se vive y se muere sin escenografías ni decorados. No hay dramas apolíticos. Lo apolítico es inhumano. En todo caso, se trataba de un fenómeno nuevo y sugestivo, que no podía dejar de suscitar una especie de fiebre taxonómica entre los críticos y los cineastas” (Ibidem). Estos objetivos fundacionales no desaparecerán por completo con el debilitamiento de la producción del Nuevo Cine hacia fines de los 70s -por diversas circunstancias cinematográficas y extra-cinematográficas que no es posible analizar aquí- sino que, habiéndose fragmentado en cuanto movimiento, sus aspectos fundamentales serán retomados por algunas de las mejores obras de una nueva generación de cineastas y por numerosos videastas latinoamericanos. Ante el advenimiento de las dictaduras mas cruentas de la historia de la región, las imágenes en movimiento con objetivos políticos y sociales emigrarán al campo del video, producido y difundido a través de diferentes organizaciones de base, con el apoyo de instituciones eclesiásticas y fundaciones extranjeras, en muchos casos, de manera clandestina. Surgirán así nuevos reagrupamientos, encuentros y debates, pero bajo el manto piadoso de la “educación popular”, no ya del “cine arma de combate” al servicio de la revolución. (Velleggia; 1999)

Descriptor(es)
1. CINE LATINOAMERICANO
2. CINE POLITICO
3. NUEVO CINE LATINOAMERICANO
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