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Los principales aportes de la teoría del cine en América Latina
Velleggia, Susana (? - 2018)
Título: Los principales aportes de la teoría del cine en América Latina (Investigación)
Autor(es): Susana Velleggia
Publicación: La Habana, 2008
Idioma: Español
Fuente: La Máquina de la mirada : Los movimientos cinematográficos de ruptura y el cine político latinoamericano en las encrucijadas de la historia
Formato: Digital
La reflexión teórica acerca del cine en América Latina, además de haber surgido al calor de una práctica cinematográfica estrechamente vinculada a las movilizaciones sociales y políticas y al cine político de la época, presenta otras particularidades con respecto a la producida en Europa.
Antes que el cine en abstracto a los cineastas-teóricos de la región, les preocupa indagar el carácter de mediación -política y cultural- de las imágenes en movimiento en la relación cine-sociedad, algo que hoy puede parecer obvio pero que en su época no lo era. Este fue el núcleo desde el cual se extendieron los enfoques de las teorías del cine latinoamericanas, para abarcar, a partir de allí, la estética, las relaciones estructurales de dependencia de las cinematografías de la región con respecto a Hollywood y los problemas derivados del control ejercido por las majors sobre los mercados latinoamericanos. Problemas que se ubicaban, tanto en la dimensión económica o las dificultades para la producción y comercialización de los cines nacionales dentro de sus propios países, cuanto en la dimensión artística y estética.
Existía la conciencia de que los públicos sometidos a esta persistente labor de “colonización cultural” desde las pantallas grandes y chicas, estaban formando su capacidad de apreciación audiovisual conforme a las pautas de un modelo de cine hegemónico. Modelo que, a la par de cumplir un papel a-culturador a nivel ideológico-político, en relación a la comprensión de la propia realidad histórica, también lo hacía con respecto a la percepción del fenómeno cinematográfico. En suma, los códigos generísticos del cine-espectáculo, en la versión hollywoodense o en sus imitaciones más pedestres producidas en cada país, iban modelando un “gusto del público” que inhabilitaba a los espectadores para apreciar la diversidad y, sobre todo, a las obras fílmicas nacionales de mayor densidad artística, estética y conceptual. Este problema, mas temprano que tarde, dejaría huérfano de público no solo a este cine más complejo -y, desde ya al cine político, que tenía su propio público fuera de los circuitos comerciales- sino a todos aquellos filmes locales que procuraran ser fieles a las condiciones de su propio contexto social y cultural, aún persiguiendo fines comerciales con cierta dignidad.
Explica Jesús Martin-Barbero que el desplazamiento de la atención de los medios a las mediaciones culturales permite revelar el lugar en que se articula el sentido que los procesos económicos y políticos tienen para una sociedad (Martín Barbero; 1987). En el período de los 60-70, este lugar fue el cine. Con la progresiva desmovilización y despolitización de las sociedades, la construcción del sentido sobre dichos procesos recayó principalmente en la televisión.
Jesús Martín-Barbero distingue dos etapas bien diferenciadas en el proceso de implantación de los medios y de constitución de lo masivo en América Latina. Una que va de los 30 a finales de los 50 y otra que se inicia a partir de los 60. En la primera: “tanto la eficacia como el sentido social de los medios hay que buscarlos más que del lado de su organización industrial y sus contenidos ideológicos -no porque no los tuvieran o no fueran dimensiones clave de su funcionamiento- en el modo de apropiación y de reconocimiento que de ellos y de sí mismas a través de ellos hicieron las masas populares (...) El sentido de su estructura y de la ideología que difunden remite más allá de sí mismas al conflicto que en ese momento histórico vertebra y dinamiza los movimientos sociales: el conflicto entre masas y Estado y su ‘comprometida” resolución en el populismo nacionalista y en los nacionalismos populistas. Dicho de otro modo, el papel decisivo que los medios masivos juegan en ese período residió en su capacidad de hacerse voceros de la interpelación que, desde el populismo convertía a las masas en pueblo y al pueblo en Nación”. (Ibidem)
En esta etapa se producen el auge de la radio y, de su mano, del folletín radiofónico o radionovela -antecesora de la telenovela- de las revistas y ediciones de bolsillo destinadas al consumo masivo - y también de la historieta y la fotonovela-; de la industria fonográfica basada en la música popular de origen rural y urbano y de las cinematografías de Argentina y México, las más fuertes de la región hasta mediados de los 50. Las particulares circunstancias políticas, económicas y sociales que atraviesan algunas sociedades latinoamericanas en este período, bajo la impronta de los procesos de modernización de los “populismos” y del Estado de Bienestar que ellos inauguran, al generar las condiciones para el acceso de grandes masas al consumo de bienes y servicios de diverso tipo, también facilitan la creación de incipientes mercados culturales. En los países de mayor desarrollo relativo de la región, la tentativa de poner en pie industrias culturales nacionales encuentra en este momento su mayor posibilidad de realización.
“A partir de los 60 -agrega Barbero- se inicia otra etapa en la constitución de lo masivo en Latinoamérica. Cuando el modelo de sustitución de importaciones ‘llega a los límites de su coexistencia con los sectores arcaicos de la sociedad’ y el populismo no puede ya sostenerse sin radicalizar las reformas sociales, el mito y las estrategias de desarrollo vendrán a sustituir la agotada política por soluciones tecnocráticas y la inicitación al consumo. Es entonces, cuando al ser desplazados los medios de su función política, el poder económico se apodera de ellos (...) y la ideología política se torna ahora sí vertebradora de un discurso de masa, que tiene por función hacer soñar a los pobres el mismo sueño de los ricos. Como diría Galeano, ‘el sistema habla un lenguaje surrealista’. Pero no sólo cuando convierte la riqueza de la tierra en pobreza del hombre, también cuando transforma las carencias y las aspiraciones más básicas del hombre en deseo consumista“.(Ibidem)
Este deseo consumista, impulsado por el auge de la publicidad con el establecimiento de filiales de empresas transnacionales, en su mayor parte de origen norteamericano y su intervención en la televisión privada, sobreviene de manera asincrónica con las características que adquieren los procesos políticos y económicos en aquella década.
Ante el triunfo de la Revolución Cubana, la crisis socioeconómica que se manifiesta por el quiebre del modelo de sustitución de importaciones imperante hasta mediados de la década de los 50s, el impulso que, desde la Alianza para el Progreso, los Estados Unidos dieron a las políticas desarrollistas así como los sucesivos golpes militares, se pone en marcha un prolongado y traumático proceso de desestructuación- reestructuración de las fuerzas sociales y políticas en los países de la región.
Las políticas económicas se deslizan progresivamente del desarrollismo al neoliberalismo. Ellas se orientan al despojamiento de las reivindicaciones económicas y sociales que las clases populares habían logrado del Estado de Bienestar anterior, afectando drásticamente su capacidad de consumo.
Cambia el patrón de acumulación, la apertura de los mercados lleva a muchas empresas industriales nacionales medianas y pequeñas a la ruina, la presencia del FMI cobra un protagonismo inédito y, junto con el ciclo de las dictaduras, se produce una transferencia de recursos de los sectores asalariados a los sectores del capitalismo industrial y financiero transnacional y a los capitalismos “arcaicos” de origen nacional; los exportadores de materias primas o manufacturas básicas, ya sea de origen agrícola-ganadero, pesquero o minero, según los países. En este proceso de expropiación de derechos de los sectores populares en beneficio de la concentración de la riqueza en los sectores medios-altos -en particular los vinculados al capital financiero y a los nuevos servicios surgidos por las innovaciones tecnológicas- los golpes militares de los setenta -1976 en la Argentina- constituirán una bisagra histórica que los diferencia de los anteriores. El apogeo se alcanzará en los 90, con la implosión de los “socialismos reales” y la aceleración y profundización de la dinámica globalizadora, de la mano de la doctrina económica basada en el pensamiento único. Ante sociedades fragmentadas y atemorizadas por el terrorismo de Estado previo -y la agresividad ya sin contrapesos de la potencia hegemónica- podrá finalmente imponerse el modelo económico neoliberal al que por décadas se habían resistido las mayorías populares de las sociedades latinoamericanas.
Este proceso histórico permite inferir la enorme potencialidad económica y cultural de América Latina. Para lograr su postración actual fue necesario desestructurar a las sociedades mediante golpes militares sistemáticos que derivaron en el terrorismo de Estado, el encarcelamiento y la “desaparición” de decenas de miles de jóvenes, de modo de descabezar a las organizaciones populares y practicar un saqueo impiadoso a la riqueza de sus naciones. Desindustrialización, desocupación y desnacionalización de la economía y de la sociedad serán los signos más visibles de esta secuencia devastadora que, al significar un cambio de carácter regresivo en la dinámica social, política y cultural, no podía de dejar de afectar al cine.
En los 60s, la articulación de los sectores medios profesionales e intelectuales y de los estudiantiles con los sectores populares organizados, se manifiesta en la confluencia de demandas democratizadoras en las dimensiones política, cultural, social y económica, todas ellas entendidas como vinculadas a la reafirmación de la soberanía nacional frente a tres enemigos-socios identificados: el imperialismo norteamericano, las oligarquías locales y las dictaduras militares. Este constituye el fenómeno tipificador de la nueva dinámica social que se instala en buena parte de América Latina entonces, que al no ser respondida desde los poderes, político y económico, hegemónicos -o al ser duramente reprimida- irá radicalizándose de manera progresiva. Esta generación de jóvenes a la que le está vedada la participación en la vida política, social y cultural de sus sociedades, comenzará a rebelarse contra aquellos poderes, en algunos casos mediante las organizaciones gremiales o sociales y en otros a través de la lucha armada.
Liberación, participación, revolución, serán los términos que impregnarán los discursos de la época; educativo, comunicacional, sindical, etcétera. Desde los claustros académicos hasta las barricadas de las fábricas tomadas por los obreros, desde los cenánculos artísticos e intelectuales hasta las barriadas marginales de los suburbios, comienzan a abrise paso, con distintas variantes, prácticas e identidades que dan cuenta de la gran convulsión que sacude a las sociedades latinoamericanas, cuyas demandas democratizadoras se van extendiendo de manera progresiva.
En el arte, la política, la educación, la religión, la vida familiar y las diversas instituciones sociales se impone la búsqueda de nuevos caminos que den respuesta a las múltiples y disímiles aspiraciones que se agrupan bajo el común denominador de la palabra cambio.
El rostro severo del "Che" Guevara, recientemente asesinado por los militares bolivianos y agentes de la CIA, se multiplicará en posters, remeras y muros, para constituirse en el símbolo aglutinante de identidades e imaginarios sociales en proceso de mutación, transformando la utopía revolucionaria en el mito en el que se reconocerán los integrantes de una generación, por encima de fronteras idelógicas y distancias geográficas. El “Che” encarnará el arquetipo del héroe romántico de la época, aquél que, más allá de toda consideración política pragmática, ofrenda su vida luchando por un ideal. Esta construcción simbólica de los sectores juveniles pone de manifiesto los nuevos valores e imaginarios presentes en las diversas sociedades. Quizá por su mayor capacidad para conectarse con los imaginarios sociales que otras artes, el cine acusará tempranamente estas transformaciones.
Si la evolución del cine, como la de todo campo artístico, demanda de diversidad en la dimensión discursiva, también requiere de políticas industriales y culturales idóneas para proveer los mecanismos económicos y los marcos legales que posibiliten la integración de mercados, los acuerdos de complementación productiva y las regulaciones dirigidas a establecer relaciones equitativas de competencia con los grandes conglomerados transnacionales de la industria del audiovisual. La dimensión discursiva de las obras no puede considerarse desapegadamente de sus modos de producción-circulación. Dar respuesta a los problemas que esto plantea, reclama de políticas sustentadas en enfoques integrales a mediano y largo plazo. En ellas, antes que en el voluntarismo o la vocación de cambio de un puñado de actores, reside la mayor o menor posibilidad de América Latina para dar presencia a sus culturas y realidades históricas en las pantallas. Pero esta cuestión fue en general soslayada en la región, donde las políticas culturales públicas, cuando existieron, se circunscribieron a la conservación del patrimonio y a promover las manifestaciones eruditas de las artes producidas por especialistas para sus pares y una pequeña élite.
Apunta Néstor García Canclini que el desarrollo precario del campo artístico latinoamericano obedecería a la endeblez o directa ausencia de mercados culturales, producto de procesos de modernización deficientes, de los cuales da cuenta la hegemonía de una oligarquía “asentada en divisiones de la sociedad que limitan su expansión moderna.” (García Canclini; 1989)
Siguiendo al autor podemos afirmar que los procesos de modernización no han implicado, en América latina, cambios estructurales, ni una verdadera democratización de las relaciones sociales, antes bien han sido parciales y superficiales, derivando en una mayor fragmentación de la sociedad.
Existiría, entonces, un fenómeno de modernidad sin modernización, en el cual: “El débil arraigo en la propia historia acentúa en América Latina la impresión de que la modernización sería una exigencia importada y una inauguración absoluta. Tanto en política como en arte, nuestra modernidad ha sido la insistente persecución de una novedad que podía imaginarse sin condicionamientos al desentenderse de la memoria. Esta relación de extrañeza con el pasado es más visible en los países donde el proyecto social fue autogenerador de la historia, por ejemplo en Argentina y Uruguay”. (Ibidem)
Esta ausencia de vocación por desarrollar un arte y una cultura propios -que reconoce como punto de partida la negación de las propias memoria e identidades- dará lugar a la hibridez en una suerte de “heterogeneidad multitemporal” de la cultura moderna latinoamericana, consecuencia de una historia en la que “la modernización operó pocas veces mediante la sustitución de lo tradicional y lo antiguo”. Por el contrario, los sectores modernos de las sociedades latinoamericanas -minorías urbanas de las clases alta y media y élites intelectuales- han entendido a la modernidad como “apropiación de un repertorio de objetos y mensajes modernos a matrices tradicionales de privilegio social y distinción simbólica.” (Ibidem)
En este escenario, en el que lo “culto” y lo “popular” configuran universos sin mayores intercambios entre sí, aparece la nueva generación de realizadores e intelectuales que, motivados por el clima social y político imperante, deciden hacer del cine una herramienta de combate para el cambio.
El descentramiento con respecto al campo cinematográfico es el punto de partida que posibilita que estas reflexiones teóricas formuladas en América Latina, efectúen aportes originales a la teoría del cine.
Ellas son un emergente de prácticas políticas, sociales y artísticas realizadas en condiciones hostiles, en principio orientadas por una intensa voluntad de cambio social y político, aunque también preocupadas por fundar una nueva estética congruente con las posiciones ideológicas asumidas. Se trata de un cine concebido como unidad teoría-práctica, contenido-forma, cuyas proposiciones están más emparentadas a las de las vanguardias artísticas de principios de siglo, que a las categorías de análisis del estructuralismo, en boga en la época en que surgieron.
Román Gubern destaca, en relación a este tema, que “el eje de las preocupaciones de estos cineastas fue la servidumbre de sus países – y en general de sus clases más desheredadas- al fenómeno neocolonial de la dependencia (…) Cine de protesta, en el más riguroso sentido de la palabra y cuando el término “protesta” se había trivializado en la sociedad de consumo, fue el ofrecido en las mejores y más significativas producciones del Tercer Mundo latinoamericano, aspirando a la liberación nacional y a la radical transformación de sus arcaicas estructuras” (Gubern; 1992).
Desde este lugar ideológico y político, la práctica de los cineastas se enriquece con la construcción de formas expresivas congruentes con cada cultura nacional. “Tendieron –agrega el teórico español- a la incorporación masiva de elementos plásticos y musicales de las culturas locales, desde danzas y canciones hasta elementos mitológicos y religiosos (cristianismo, amalgamado con paganismo),como orgullosa afirmación de singularidad nacional de unos países a los que los colonizadores habían negado toda tradición cultural (…) Podría decirse que la lucha contra el colonialismo cultural impuesto por los grandes modelos del cine yanqui y europeo era ampliada también con una nueva afirmación estética, que no hacía sino enriquecer el panorama del cine mundial” (Ibidem).
Los manifiestos, artículos y ensayos brotan de los grupos formados por cineastas, devenidos "teóricos de urgencia", con la intención de promover el debate, no ya en torno a lo específico del cine en general -al estilo de los teóricos europeos clásicos o las vanguardias del mismo origen- sino sobre su propia misión de cara a las necesidades históricas y particularidades socioculturales de cada país de la región latinoamericana y de ésta en su conjunto. También se trata de “agitar” o provocar las conciencias dormidas en el confortable sillón de la neo-colonización cultural, con slogans y frases que, como latigazos, desafían la lógica del discurso ensayístico racional o académico de la crítica “culta”, por definición eurocéntrica y, por ende, objeto de escarnio.
Sacudir las conciencias y, a la vez, las estructuras económicas y artísticas del cine instituido, así como las instituciones sacralizadas de la cultura para las élites impulsada por el precario mecenazgo estatal y los cenáculos de especialistas, son las dos caras interrelacionadas de una tarea de demolición simbólica que abarca todos los terrenos. De allí que también caigan bajo la crítica de estos cineastas, las concepciones imperantes con respecto a la “alta cultura” en el sentido arriba expuesto por García Canclini. Ella es considerada tan neocolonial como la que disemina masivamente el showbusiness. Adicionalmente, algunos personajes ilustres o movimientos representativos de aquella son parodiados o ridiculizados, ya sea en las obras fílmicas y escritos del Cinema Novo como del Grupo Cine Liberación.
En el período que va de mediados los ´60 a principios de los ´70, las prácticas y las propuestas del cine político, comprenden una amplia gama que abarca, desde el cine militante, asociado a organizaciones políticas o sindicales proscriptas -como fueron las experiencias de Cine Liberación y Cine de la Base, en Argentina- hasta el que, financiado por el Estado, acompaña los objetivos de producción del hombre nuevo de la joven Revolución Cubana. El realizado en Chile en torno al gobierno de la Unidad Popular -y con posteridad a su caída en 1973, desde la resistencia a la dictadura de Pinochet, en el exilio- hasta el que, en Brasil, Bolivia, Colombia, México Venezuela o Puerto Rico, se adentra en las regiones o en los sectores sociales marginales para testimoniar las condiciones de injusticia social y opresión política, o bien fundar una poética que confiera dimensión épica a los personajes y las luchas populares.
Esta vasta producción realizada en pocos años, al plantear una ruptura con la hegemonía cultural y comercial del cine-espectáculo, introduce el concepto de soberanía cultural como requisito indesligable de la soberanía política, la justicia social y la independencia económica, impulsando la apertura de los espacios de pantalla a las distintas cinematografías, particularmente a las del llamado Tercer Mundo. Se establece así como paradigma la noción de diversidad cultural aplicada al campo cinematográfico.
Desde este punto de vista, la nueva generación de cineastas latinoamericanos se anticipa a las elaboraciones sobre políticas culturales de la UNESCO y a las de los comunicólogos que, bajo los auspicios del organismo abogarán, a partir de 1976, por la diversificación y democratización de las relaciones comunicacionales Norte-Sur, esgrimiendo los principios del denominado NOMIC (Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación). (AA.VV.; McBride; 1980)
A diferencia de Europa, los textos que recogen las reflexiones surgidas en América Latina no provienen del ámbito académico ni del de la crítica erudita. Se trata más bien de artículos periodísticos, ensayos breves, ponencias y reportajes dispersos que, de manera recurrente ponen sobre el tapete el gran interrogante. Al decir del filósofo mexicano Leopoldo Zea, la pregunta fundante de la filosofía de los pueblos que fueran colonizados: el interrogante sobre la propia identidad. Este interrogante, que sobrevuela las reflexiones teóricas realizadas en los distintos países, es problematizado una y otra vez en la práctica fílmica, llegando a adquirir carnadura en las formulaciones estéticas con las que el cine político procura representarlo. Así Jorge Sanjinés construirá su tesis antropológica sobre el significado del plano secuencia en sus películas, Glauber Rocha lo hará con respecto al uso de la cámara en mano con movimientos envolventes y contrastes pronunciados y Julio García Espinosa con la díscola estética que adopta, cuando apela con ironía a un premeditado estilo kitsch, a fin de demostar cuan imperfecto puede ser un cine que sea fiel a realidades en exceso “imperfectas”.
En auxilio de sus tesis, los cineastas acuden a diversos autores de otros campos disciplinarios, desde Sartre, Camus y Fanon hasta pensadores latinoamericanos; desde los economistas y sociólogos autores de la Teoría de la Dependencia hasta las diversas vertientes de los socialismos nacionales que encararan la revisión crítica de la historia de sus respectivos países. En tanto el campo de la teoría cinematográfica “clásica” no se había preocupado por estos temas, la afanosa búsqueda de interlocutores que puedan considerarse válidos derrumba barreras geográficas y entre disciplinas intelectuales.
Partiendo de la adopción de marcos político-idelógicos diferenciados, pero sustentadas en la antinomia que plantea el tema de época por excelencia -la oposición liberación / dependencia – las reflexiones tratan de formular una estética congruente con aquellos postulados y con las características de las culturas de los sectores populares, concebidos como destinatarios prioritarios de las obras o espectador ideal. La aproximación a estos sectores, por parte de cineastas que provienen mayormente de las clases media y media-alta, otorga a las reflexiones teóricas el doble carácter de utopía y de hipótesis experimentales de trabajo.
En algunos casos, prácticas y reflexiones incurren en el defecto de idealización de los pobres -que ya había cometido el neorrealismo italiano- al esbozar un panorama sin fisuras, tanto de la inocente solidaridad de los oprimidos como de la maldad intrínseca de los opresores. Con todo, la carga prescriptiva según la cual el sujeto popular debía pasar del papel de víctima al de héroe revolucionario colectivo, adquisción de la conciencia revolucionaria mediante, no deja de tener una conmovedora inocencia que adquiere la efectividad emotiva de las metáforas poéticas.
En otras ocasiones, como sucediera con anteriores vanguardias, aquél espectador ideal representativo de lo popular estaba ausente de las exhibiciones, en tanto las obras eran mayormente vistas por sectores obreros sindicalizados, estudiantes universitarios, profesionales y militantes políticos del campo y las ciudades, todos ellos lo suficientemente “esclarecidos”, como para concurrir a las largas funciones-debate, realizadas a menudo en espacios poco confortables o directamente en condiciones de clandestinidad. Algunos de los espectadores de aquellas épocas recuerdan, con la nostalgia de su juventud perdida, que no eran pocas las ocasiones en que las funciones debían suspenderse ante la llegada de la policía, que incautaba las copias y tanto realizadores como espectadores eran acarreados a la comisaría mas cercana.
Estas reflexiones teóricas también anteceden al vuelco que va a experimentar la investigación comunicacional en la región entre fines de los 70 y comienzos de los 80, cuando, del énfasis en el estudio de las relaciones estructurales de poder y los modos de producción que rigen al campo emisor de los medios masivos de comunicación o en el análisis semiótico del discurso a partir del auge del estructuralismo, se pasará a poner el acento en el papel activo que desempeñan los perceptores en la formación de significados. Este cambio de eje abre el camino a nuevos enfoques en los estudios de la cultura y la comunicación que llevan a reformular ciertos preceptos teóricos anteriores que se pretendían de validez universal.
La articulación entre las prácticas cinematográficas y las reflexiones teóricas del cine político, supuso, por otra parte, una actividad de investigación dirigida a desentrañar las matrices de las culturas populares, a fin de seleccionar, adaptar y crear nuevos códigos de verosimilitud que, a la par de expresar los imaginarios de los sectores partícipes de ella, los interpelara y constituyera en sujetos sociales. Se abrieron así otros caminos para una mejor comprensión de los fenómenos massmediáticos y de las culturas populares, no encuadrada en los clissés eurocéntricos, de izquierda y de derecha. No debe extrañar que los mitos, las leyendas y la memoria histórica de las luchas populares de antaño y del presente, fueran por igual convertidos en épica y poética cinematográfica.
La riqueza y diversidad de las propuestas se explican por la firme vocación de representar las situaciones nacionales o locales de las relaciones de poder con la mayor fidelidad posible, las cuales estaban emparentadas por una serie de factores pero diferenciadas por otros. Se abordarán a continuación las que se entienden como las aportaciones teóricas nodales, sin que ello signifique omitir la importancia de otras que, por razones de espacio, no es posible incluir en estas páginas.
Descriptor(es)
1. HISTORIA DEL CINE
2. TEORÍA DEL CINE
Autor(es): Susana Velleggia
Publicación: La Habana, 2008
Idioma: Español
Fuente: La Máquina de la mirada : Los movimientos cinematográficos de ruptura y el cine político latinoamericano en las encrucijadas de la historia
Formato: Digital
La reflexión teórica acerca del cine en América Latina, además de haber surgido al calor de una práctica cinematográfica estrechamente vinculada a las movilizaciones sociales y políticas y al cine político de la época, presenta otras particularidades con respecto a la producida en Europa.
Antes que el cine en abstracto a los cineastas-teóricos de la región, les preocupa indagar el carácter de mediación -política y cultural- de las imágenes en movimiento en la relación cine-sociedad, algo que hoy puede parecer obvio pero que en su época no lo era. Este fue el núcleo desde el cual se extendieron los enfoques de las teorías del cine latinoamericanas, para abarcar, a partir de allí, la estética, las relaciones estructurales de dependencia de las cinematografías de la región con respecto a Hollywood y los problemas derivados del control ejercido por las majors sobre los mercados latinoamericanos. Problemas que se ubicaban, tanto en la dimensión económica o las dificultades para la producción y comercialización de los cines nacionales dentro de sus propios países, cuanto en la dimensión artística y estética.
Existía la conciencia de que los públicos sometidos a esta persistente labor de “colonización cultural” desde las pantallas grandes y chicas, estaban formando su capacidad de apreciación audiovisual conforme a las pautas de un modelo de cine hegemónico. Modelo que, a la par de cumplir un papel a-culturador a nivel ideológico-político, en relación a la comprensión de la propia realidad histórica, también lo hacía con respecto a la percepción del fenómeno cinematográfico. En suma, los códigos generísticos del cine-espectáculo, en la versión hollywoodense o en sus imitaciones más pedestres producidas en cada país, iban modelando un “gusto del público” que inhabilitaba a los espectadores para apreciar la diversidad y, sobre todo, a las obras fílmicas nacionales de mayor densidad artística, estética y conceptual. Este problema, mas temprano que tarde, dejaría huérfano de público no solo a este cine más complejo -y, desde ya al cine político, que tenía su propio público fuera de los circuitos comerciales- sino a todos aquellos filmes locales que procuraran ser fieles a las condiciones de su propio contexto social y cultural, aún persiguiendo fines comerciales con cierta dignidad.
Explica Jesús Martin-Barbero que el desplazamiento de la atención de los medios a las mediaciones culturales permite revelar el lugar en que se articula el sentido que los procesos económicos y políticos tienen para una sociedad (Martín Barbero; 1987). En el período de los 60-70, este lugar fue el cine. Con la progresiva desmovilización y despolitización de las sociedades, la construcción del sentido sobre dichos procesos recayó principalmente en la televisión.
Jesús Martín-Barbero distingue dos etapas bien diferenciadas en el proceso de implantación de los medios y de constitución de lo masivo en América Latina. Una que va de los 30 a finales de los 50 y otra que se inicia a partir de los 60. En la primera: “tanto la eficacia como el sentido social de los medios hay que buscarlos más que del lado de su organización industrial y sus contenidos ideológicos -no porque no los tuvieran o no fueran dimensiones clave de su funcionamiento- en el modo de apropiación y de reconocimiento que de ellos y de sí mismas a través de ellos hicieron las masas populares (...) El sentido de su estructura y de la ideología que difunden remite más allá de sí mismas al conflicto que en ese momento histórico vertebra y dinamiza los movimientos sociales: el conflicto entre masas y Estado y su ‘comprometida” resolución en el populismo nacionalista y en los nacionalismos populistas. Dicho de otro modo, el papel decisivo que los medios masivos juegan en ese período residió en su capacidad de hacerse voceros de la interpelación que, desde el populismo convertía a las masas en pueblo y al pueblo en Nación”. (Ibidem)
En esta etapa se producen el auge de la radio y, de su mano, del folletín radiofónico o radionovela -antecesora de la telenovela- de las revistas y ediciones de bolsillo destinadas al consumo masivo - y también de la historieta y la fotonovela-; de la industria fonográfica basada en la música popular de origen rural y urbano y de las cinematografías de Argentina y México, las más fuertes de la región hasta mediados de los 50. Las particulares circunstancias políticas, económicas y sociales que atraviesan algunas sociedades latinoamericanas en este período, bajo la impronta de los procesos de modernización de los “populismos” y del Estado de Bienestar que ellos inauguran, al generar las condiciones para el acceso de grandes masas al consumo de bienes y servicios de diverso tipo, también facilitan la creación de incipientes mercados culturales. En los países de mayor desarrollo relativo de la región, la tentativa de poner en pie industrias culturales nacionales encuentra en este momento su mayor posibilidad de realización.
“A partir de los 60 -agrega Barbero- se inicia otra etapa en la constitución de lo masivo en Latinoamérica. Cuando el modelo de sustitución de importaciones ‘llega a los límites de su coexistencia con los sectores arcaicos de la sociedad’ y el populismo no puede ya sostenerse sin radicalizar las reformas sociales, el mito y las estrategias de desarrollo vendrán a sustituir la agotada política por soluciones tecnocráticas y la inicitación al consumo. Es entonces, cuando al ser desplazados los medios de su función política, el poder económico se apodera de ellos (...) y la ideología política se torna ahora sí vertebradora de un discurso de masa, que tiene por función hacer soñar a los pobres el mismo sueño de los ricos. Como diría Galeano, ‘el sistema habla un lenguaje surrealista’. Pero no sólo cuando convierte la riqueza de la tierra en pobreza del hombre, también cuando transforma las carencias y las aspiraciones más básicas del hombre en deseo consumista“.(Ibidem)
Este deseo consumista, impulsado por el auge de la publicidad con el establecimiento de filiales de empresas transnacionales, en su mayor parte de origen norteamericano y su intervención en la televisión privada, sobreviene de manera asincrónica con las características que adquieren los procesos políticos y económicos en aquella década.
Ante el triunfo de la Revolución Cubana, la crisis socioeconómica que se manifiesta por el quiebre del modelo de sustitución de importaciones imperante hasta mediados de la década de los 50s, el impulso que, desde la Alianza para el Progreso, los Estados Unidos dieron a las políticas desarrollistas así como los sucesivos golpes militares, se pone en marcha un prolongado y traumático proceso de desestructuación- reestructuración de las fuerzas sociales y políticas en los países de la región.
Las políticas económicas se deslizan progresivamente del desarrollismo al neoliberalismo. Ellas se orientan al despojamiento de las reivindicaciones económicas y sociales que las clases populares habían logrado del Estado de Bienestar anterior, afectando drásticamente su capacidad de consumo.
Cambia el patrón de acumulación, la apertura de los mercados lleva a muchas empresas industriales nacionales medianas y pequeñas a la ruina, la presencia del FMI cobra un protagonismo inédito y, junto con el ciclo de las dictaduras, se produce una transferencia de recursos de los sectores asalariados a los sectores del capitalismo industrial y financiero transnacional y a los capitalismos “arcaicos” de origen nacional; los exportadores de materias primas o manufacturas básicas, ya sea de origen agrícola-ganadero, pesquero o minero, según los países. En este proceso de expropiación de derechos de los sectores populares en beneficio de la concentración de la riqueza en los sectores medios-altos -en particular los vinculados al capital financiero y a los nuevos servicios surgidos por las innovaciones tecnológicas- los golpes militares de los setenta -1976 en la Argentina- constituirán una bisagra histórica que los diferencia de los anteriores. El apogeo se alcanzará en los 90, con la implosión de los “socialismos reales” y la aceleración y profundización de la dinámica globalizadora, de la mano de la doctrina económica basada en el pensamiento único. Ante sociedades fragmentadas y atemorizadas por el terrorismo de Estado previo -y la agresividad ya sin contrapesos de la potencia hegemónica- podrá finalmente imponerse el modelo económico neoliberal al que por décadas se habían resistido las mayorías populares de las sociedades latinoamericanas.
Este proceso histórico permite inferir la enorme potencialidad económica y cultural de América Latina. Para lograr su postración actual fue necesario desestructurar a las sociedades mediante golpes militares sistemáticos que derivaron en el terrorismo de Estado, el encarcelamiento y la “desaparición” de decenas de miles de jóvenes, de modo de descabezar a las organizaciones populares y practicar un saqueo impiadoso a la riqueza de sus naciones. Desindustrialización, desocupación y desnacionalización de la economía y de la sociedad serán los signos más visibles de esta secuencia devastadora que, al significar un cambio de carácter regresivo en la dinámica social, política y cultural, no podía de dejar de afectar al cine.
En los 60s, la articulación de los sectores medios profesionales e intelectuales y de los estudiantiles con los sectores populares organizados, se manifiesta en la confluencia de demandas democratizadoras en las dimensiones política, cultural, social y económica, todas ellas entendidas como vinculadas a la reafirmación de la soberanía nacional frente a tres enemigos-socios identificados: el imperialismo norteamericano, las oligarquías locales y las dictaduras militares. Este constituye el fenómeno tipificador de la nueva dinámica social que se instala en buena parte de América Latina entonces, que al no ser respondida desde los poderes, político y económico, hegemónicos -o al ser duramente reprimida- irá radicalizándose de manera progresiva. Esta generación de jóvenes a la que le está vedada la participación en la vida política, social y cultural de sus sociedades, comenzará a rebelarse contra aquellos poderes, en algunos casos mediante las organizaciones gremiales o sociales y en otros a través de la lucha armada.
Liberación, participación, revolución, serán los términos que impregnarán los discursos de la época; educativo, comunicacional, sindical, etcétera. Desde los claustros académicos hasta las barricadas de las fábricas tomadas por los obreros, desde los cenánculos artísticos e intelectuales hasta las barriadas marginales de los suburbios, comienzan a abrise paso, con distintas variantes, prácticas e identidades que dan cuenta de la gran convulsión que sacude a las sociedades latinoamericanas, cuyas demandas democratizadoras se van extendiendo de manera progresiva.
En el arte, la política, la educación, la religión, la vida familiar y las diversas instituciones sociales se impone la búsqueda de nuevos caminos que den respuesta a las múltiples y disímiles aspiraciones que se agrupan bajo el común denominador de la palabra cambio.
El rostro severo del "Che" Guevara, recientemente asesinado por los militares bolivianos y agentes de la CIA, se multiplicará en posters, remeras y muros, para constituirse en el símbolo aglutinante de identidades e imaginarios sociales en proceso de mutación, transformando la utopía revolucionaria en el mito en el que se reconocerán los integrantes de una generación, por encima de fronteras idelógicas y distancias geográficas. El “Che” encarnará el arquetipo del héroe romántico de la época, aquél que, más allá de toda consideración política pragmática, ofrenda su vida luchando por un ideal. Esta construcción simbólica de los sectores juveniles pone de manifiesto los nuevos valores e imaginarios presentes en las diversas sociedades. Quizá por su mayor capacidad para conectarse con los imaginarios sociales que otras artes, el cine acusará tempranamente estas transformaciones.
Si la evolución del cine, como la de todo campo artístico, demanda de diversidad en la dimensión discursiva, también requiere de políticas industriales y culturales idóneas para proveer los mecanismos económicos y los marcos legales que posibiliten la integración de mercados, los acuerdos de complementación productiva y las regulaciones dirigidas a establecer relaciones equitativas de competencia con los grandes conglomerados transnacionales de la industria del audiovisual. La dimensión discursiva de las obras no puede considerarse desapegadamente de sus modos de producción-circulación. Dar respuesta a los problemas que esto plantea, reclama de políticas sustentadas en enfoques integrales a mediano y largo plazo. En ellas, antes que en el voluntarismo o la vocación de cambio de un puñado de actores, reside la mayor o menor posibilidad de América Latina para dar presencia a sus culturas y realidades históricas en las pantallas. Pero esta cuestión fue en general soslayada en la región, donde las políticas culturales públicas, cuando existieron, se circunscribieron a la conservación del patrimonio y a promover las manifestaciones eruditas de las artes producidas por especialistas para sus pares y una pequeña élite.
Apunta Néstor García Canclini que el desarrollo precario del campo artístico latinoamericano obedecería a la endeblez o directa ausencia de mercados culturales, producto de procesos de modernización deficientes, de los cuales da cuenta la hegemonía de una oligarquía “asentada en divisiones de la sociedad que limitan su expansión moderna.” (García Canclini; 1989)
Siguiendo al autor podemos afirmar que los procesos de modernización no han implicado, en América latina, cambios estructurales, ni una verdadera democratización de las relaciones sociales, antes bien han sido parciales y superficiales, derivando en una mayor fragmentación de la sociedad.
Existiría, entonces, un fenómeno de modernidad sin modernización, en el cual: “El débil arraigo en la propia historia acentúa en América Latina la impresión de que la modernización sería una exigencia importada y una inauguración absoluta. Tanto en política como en arte, nuestra modernidad ha sido la insistente persecución de una novedad que podía imaginarse sin condicionamientos al desentenderse de la memoria. Esta relación de extrañeza con el pasado es más visible en los países donde el proyecto social fue autogenerador de la historia, por ejemplo en Argentina y Uruguay”. (Ibidem)
Esta ausencia de vocación por desarrollar un arte y una cultura propios -que reconoce como punto de partida la negación de las propias memoria e identidades- dará lugar a la hibridez en una suerte de “heterogeneidad multitemporal” de la cultura moderna latinoamericana, consecuencia de una historia en la que “la modernización operó pocas veces mediante la sustitución de lo tradicional y lo antiguo”. Por el contrario, los sectores modernos de las sociedades latinoamericanas -minorías urbanas de las clases alta y media y élites intelectuales- han entendido a la modernidad como “apropiación de un repertorio de objetos y mensajes modernos a matrices tradicionales de privilegio social y distinción simbólica.” (Ibidem)
En este escenario, en el que lo “culto” y lo “popular” configuran universos sin mayores intercambios entre sí, aparece la nueva generación de realizadores e intelectuales que, motivados por el clima social y político imperante, deciden hacer del cine una herramienta de combate para el cambio.
El descentramiento con respecto al campo cinematográfico es el punto de partida que posibilita que estas reflexiones teóricas formuladas en América Latina, efectúen aportes originales a la teoría del cine.
Ellas son un emergente de prácticas políticas, sociales y artísticas realizadas en condiciones hostiles, en principio orientadas por una intensa voluntad de cambio social y político, aunque también preocupadas por fundar una nueva estética congruente con las posiciones ideológicas asumidas. Se trata de un cine concebido como unidad teoría-práctica, contenido-forma, cuyas proposiciones están más emparentadas a las de las vanguardias artísticas de principios de siglo, que a las categorías de análisis del estructuralismo, en boga en la época en que surgieron.
Román Gubern destaca, en relación a este tema, que “el eje de las preocupaciones de estos cineastas fue la servidumbre de sus países – y en general de sus clases más desheredadas- al fenómeno neocolonial de la dependencia (…) Cine de protesta, en el más riguroso sentido de la palabra y cuando el término “protesta” se había trivializado en la sociedad de consumo, fue el ofrecido en las mejores y más significativas producciones del Tercer Mundo latinoamericano, aspirando a la liberación nacional y a la radical transformación de sus arcaicas estructuras” (Gubern; 1992).
Desde este lugar ideológico y político, la práctica de los cineastas se enriquece con la construcción de formas expresivas congruentes con cada cultura nacional. “Tendieron –agrega el teórico español- a la incorporación masiva de elementos plásticos y musicales de las culturas locales, desde danzas y canciones hasta elementos mitológicos y religiosos (cristianismo, amalgamado con paganismo),como orgullosa afirmación de singularidad nacional de unos países a los que los colonizadores habían negado toda tradición cultural (…) Podría decirse que la lucha contra el colonialismo cultural impuesto por los grandes modelos del cine yanqui y europeo era ampliada también con una nueva afirmación estética, que no hacía sino enriquecer el panorama del cine mundial” (Ibidem).
Los manifiestos, artículos y ensayos brotan de los grupos formados por cineastas, devenidos "teóricos de urgencia", con la intención de promover el debate, no ya en torno a lo específico del cine en general -al estilo de los teóricos europeos clásicos o las vanguardias del mismo origen- sino sobre su propia misión de cara a las necesidades históricas y particularidades socioculturales de cada país de la región latinoamericana y de ésta en su conjunto. También se trata de “agitar” o provocar las conciencias dormidas en el confortable sillón de la neo-colonización cultural, con slogans y frases que, como latigazos, desafían la lógica del discurso ensayístico racional o académico de la crítica “culta”, por definición eurocéntrica y, por ende, objeto de escarnio.
Sacudir las conciencias y, a la vez, las estructuras económicas y artísticas del cine instituido, así como las instituciones sacralizadas de la cultura para las élites impulsada por el precario mecenazgo estatal y los cenáculos de especialistas, son las dos caras interrelacionadas de una tarea de demolición simbólica que abarca todos los terrenos. De allí que también caigan bajo la crítica de estos cineastas, las concepciones imperantes con respecto a la “alta cultura” en el sentido arriba expuesto por García Canclini. Ella es considerada tan neocolonial como la que disemina masivamente el showbusiness. Adicionalmente, algunos personajes ilustres o movimientos representativos de aquella son parodiados o ridiculizados, ya sea en las obras fílmicas y escritos del Cinema Novo como del Grupo Cine Liberación.
En el período que va de mediados los ´60 a principios de los ´70, las prácticas y las propuestas del cine político, comprenden una amplia gama que abarca, desde el cine militante, asociado a organizaciones políticas o sindicales proscriptas -como fueron las experiencias de Cine Liberación y Cine de la Base, en Argentina- hasta el que, financiado por el Estado, acompaña los objetivos de producción del hombre nuevo de la joven Revolución Cubana. El realizado en Chile en torno al gobierno de la Unidad Popular -y con posteridad a su caída en 1973, desde la resistencia a la dictadura de Pinochet, en el exilio- hasta el que, en Brasil, Bolivia, Colombia, México Venezuela o Puerto Rico, se adentra en las regiones o en los sectores sociales marginales para testimoniar las condiciones de injusticia social y opresión política, o bien fundar una poética que confiera dimensión épica a los personajes y las luchas populares.
Esta vasta producción realizada en pocos años, al plantear una ruptura con la hegemonía cultural y comercial del cine-espectáculo, introduce el concepto de soberanía cultural como requisito indesligable de la soberanía política, la justicia social y la independencia económica, impulsando la apertura de los espacios de pantalla a las distintas cinematografías, particularmente a las del llamado Tercer Mundo. Se establece así como paradigma la noción de diversidad cultural aplicada al campo cinematográfico.
Desde este punto de vista, la nueva generación de cineastas latinoamericanos se anticipa a las elaboraciones sobre políticas culturales de la UNESCO y a las de los comunicólogos que, bajo los auspicios del organismo abogarán, a partir de 1976, por la diversificación y democratización de las relaciones comunicacionales Norte-Sur, esgrimiendo los principios del denominado NOMIC (Nuevo Orden Mundial de la Información y la Comunicación). (AA.VV.; McBride; 1980)
A diferencia de Europa, los textos que recogen las reflexiones surgidas en América Latina no provienen del ámbito académico ni del de la crítica erudita. Se trata más bien de artículos periodísticos, ensayos breves, ponencias y reportajes dispersos que, de manera recurrente ponen sobre el tapete el gran interrogante. Al decir del filósofo mexicano Leopoldo Zea, la pregunta fundante de la filosofía de los pueblos que fueran colonizados: el interrogante sobre la propia identidad. Este interrogante, que sobrevuela las reflexiones teóricas realizadas en los distintos países, es problematizado una y otra vez en la práctica fílmica, llegando a adquirir carnadura en las formulaciones estéticas con las que el cine político procura representarlo. Así Jorge Sanjinés construirá su tesis antropológica sobre el significado del plano secuencia en sus películas, Glauber Rocha lo hará con respecto al uso de la cámara en mano con movimientos envolventes y contrastes pronunciados y Julio García Espinosa con la díscola estética que adopta, cuando apela con ironía a un premeditado estilo kitsch, a fin de demostar cuan imperfecto puede ser un cine que sea fiel a realidades en exceso “imperfectas”.
En auxilio de sus tesis, los cineastas acuden a diversos autores de otros campos disciplinarios, desde Sartre, Camus y Fanon hasta pensadores latinoamericanos; desde los economistas y sociólogos autores de la Teoría de la Dependencia hasta las diversas vertientes de los socialismos nacionales que encararan la revisión crítica de la historia de sus respectivos países. En tanto el campo de la teoría cinematográfica “clásica” no se había preocupado por estos temas, la afanosa búsqueda de interlocutores que puedan considerarse válidos derrumba barreras geográficas y entre disciplinas intelectuales.
Partiendo de la adopción de marcos político-idelógicos diferenciados, pero sustentadas en la antinomia que plantea el tema de época por excelencia -la oposición liberación / dependencia – las reflexiones tratan de formular una estética congruente con aquellos postulados y con las características de las culturas de los sectores populares, concebidos como destinatarios prioritarios de las obras o espectador ideal. La aproximación a estos sectores, por parte de cineastas que provienen mayormente de las clases media y media-alta, otorga a las reflexiones teóricas el doble carácter de utopía y de hipótesis experimentales de trabajo.
En algunos casos, prácticas y reflexiones incurren en el defecto de idealización de los pobres -que ya había cometido el neorrealismo italiano- al esbozar un panorama sin fisuras, tanto de la inocente solidaridad de los oprimidos como de la maldad intrínseca de los opresores. Con todo, la carga prescriptiva según la cual el sujeto popular debía pasar del papel de víctima al de héroe revolucionario colectivo, adquisción de la conciencia revolucionaria mediante, no deja de tener una conmovedora inocencia que adquiere la efectividad emotiva de las metáforas poéticas.
En otras ocasiones, como sucediera con anteriores vanguardias, aquél espectador ideal representativo de lo popular estaba ausente de las exhibiciones, en tanto las obras eran mayormente vistas por sectores obreros sindicalizados, estudiantes universitarios, profesionales y militantes políticos del campo y las ciudades, todos ellos lo suficientemente “esclarecidos”, como para concurrir a las largas funciones-debate, realizadas a menudo en espacios poco confortables o directamente en condiciones de clandestinidad. Algunos de los espectadores de aquellas épocas recuerdan, con la nostalgia de su juventud perdida, que no eran pocas las ocasiones en que las funciones debían suspenderse ante la llegada de la policía, que incautaba las copias y tanto realizadores como espectadores eran acarreados a la comisaría mas cercana.
Estas reflexiones teóricas también anteceden al vuelco que va a experimentar la investigación comunicacional en la región entre fines de los 70 y comienzos de los 80, cuando, del énfasis en el estudio de las relaciones estructurales de poder y los modos de producción que rigen al campo emisor de los medios masivos de comunicación o en el análisis semiótico del discurso a partir del auge del estructuralismo, se pasará a poner el acento en el papel activo que desempeñan los perceptores en la formación de significados. Este cambio de eje abre el camino a nuevos enfoques en los estudios de la cultura y la comunicación que llevan a reformular ciertos preceptos teóricos anteriores que se pretendían de validez universal.
La articulación entre las prácticas cinematográficas y las reflexiones teóricas del cine político, supuso, por otra parte, una actividad de investigación dirigida a desentrañar las matrices de las culturas populares, a fin de seleccionar, adaptar y crear nuevos códigos de verosimilitud que, a la par de expresar los imaginarios de los sectores partícipes de ella, los interpelara y constituyera en sujetos sociales. Se abrieron así otros caminos para una mejor comprensión de los fenómenos massmediáticos y de las culturas populares, no encuadrada en los clissés eurocéntricos, de izquierda y de derecha. No debe extrañar que los mitos, las leyendas y la memoria histórica de las luchas populares de antaño y del presente, fueran por igual convertidos en épica y poética cinematográfica.
La riqueza y diversidad de las propuestas se explican por la firme vocación de representar las situaciones nacionales o locales de las relaciones de poder con la mayor fidelidad posible, las cuales estaban emparentadas por una serie de factores pero diferenciadas por otros. Se abordarán a continuación las que se entienden como las aportaciones teóricas nodales, sin que ello signifique omitir la importancia de otras que, por razones de espacio, no es posible incluir en estas páginas.
Descriptor(es)
1. HISTORIA DEL CINE
2. TEORÍA DEL CINE