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La Ficción Realista del Conflicto y los Nuevos Verosímiles
Velleggia, Susana (? - 2018)
Título: La Ficción Realista del Conflicto y los Nuevos Verosímiles (Investigación)

Autor(es): Susana Velleggia

Publicación: La Habana, 2008

Idioma: Español

Fuente: La Máquina de la mirada : Los movimientos cinematográficos de ruptura y el cine político latinoamericano en las encrucijadas de la historia

Formato: Digital

La industria descubre que la realidad es redituable En el campo de la ficción, ante la pujanza del emporio Pathé de Francia que ideaba una innovación tras otra -entre ellas las llamadas cine-novelas, basadas en el roman d´amour, en 1906- su competidor, Gaumont, inventó en 1908 el film d´art. El mismo fue lanzado al mercado bajo el lema “Obras famosas, actores famosos”. La primera película representativa de esta propuesta, “El asesinato del duque de Guisa” (L’assassinat du duc de Guise, 1908) obtuvo un gran éxito a su estreno. Con ello los franceses pretendieron hacer frente a la primera crisis que aquejaba al cine, preocupados por conferirle jerarquía de arte, de modo de atraer a las salas al público de clase media que, por entonces, concurría al teatro. A su vez, el mercado tradicional del cine –los sectores populares- experimentaba una retracción debido a una breve, pero intensa, crisis económica. La “fórmula del éxito”, se iba a repetrir en distintos paises europeos y también en los Estados Unidos (Sadoul; op. Cit.) Pese a la hegemonía artística detentada por el cine francés, la artificiosidad teatral del film d´art agota el hallazgo en pocos años. La renovación surge, en este caso, de los Estados Unidos. La Vitagraph, en una etapa de tumultuosa lucha competitiva de las empresas norteamericanas entre sí y con las europeas -que prolongaba la anterior “guerra de las patentes” desatada por el Trust Edison-Biograph- venía invirtiendo elevadas sumas en la filmación de obras de Shakespeare en un gran estudio que había hecho construir Stuart Blackton, su director artístico, para producir una imitación del film d´art que pudiera competir con el original. Pero en 1908 Blackton decidió combatir al invento francés ubicándose en las antípodas. Diseñó un nuevo género de filmes que denominó “scenes of true life”. Estas películas fueron saludadas por la crítica como un auténtico producto artístico por su acercamiento a la vida real con un “final feliz”. Las actuaciones desacartonadas, desapegadas de la ampulosa tradición teatral de la época y de los guiones basados en los golpes de efecto operísticos, llamaron la atención del público. Las nuevas películas abrieron el camino al florecimiento del cine norteamericano, al cual contribuirán mas tarde talentos individuales como Mack Senett y David Wark Griffith. (Ibidem) Ante el éxito de la Vitagraph con sus scenes of the true life, la Gaumont lanza una serie de películas agrupadas bajo el título de “la vie telle qu´elle est”. El creador de la idea y director, Louis Feuillade, las describía del siguiente modo: “Estas escenas son un ensayo de realismo transportado por primera vez a la pantalla, como lo fue hace años la literatura, el teatro o las artes. Estas escenas son, o quieren ser, trozos de vida... Rehuyen toda fantasía y representan a las gentes y las cosas tal como son y no tal como deberían ser”. (Ibidem) Se trataba de sencillos dramas costumbristas con cierto sentido social, que recogían los problemas de los habitantes de los suburbios y que luego derivarían en la novela-folletín filmada. Para este nuevo género de películas, la empresa contrató a famosos escritores de folletines, entre ellos Ponson du Terrail y apeló a la adaptación, al “gusto popular”, de clásicos de la literatura realista, como ya lo había hecho un siglo atrás la industria editorial con la Bibliotheque Bleu. Estos dramas se proyectaban sobre el telón de sociedades sometidas a profundas inequidades sociales, en las que los procesos de industrialización salvaje habían dado lugar a las organizaciones obreras y a numerosas confrontaciones, en general seguidas de mayores grados de represión. En Europa, el siglo XIX había sido particularmente prolífico en conflictos sociales y nacionales cuyos ecos ingresarían al siglo XX, arrastrando viejas rivalidades y generando otras nuevas. En Francia, bajo la inspiración de los “socialistas utópicos” (Saint Simon, Blanc, Fourier), estallaba la revolución de febrero de 1848. Aunque sofocada, la experiencia se reeditaría con la sublevación de la Comuna, que obligó a evacuar Paris en la sangrienta semana del 21 al 28 de mayo de 1871. También en 1848 un fenómeno similar sacudía a Alemania, al cual se superponía el conflicto austro-prusiano y una seguidilla de guerras entre las dinastías de la Confederación Germánica, hasta que el canciller prusiano Bismarck logró la unificación alemana bajo la hegemonía de Prusia. En Gran Bretaña el “cartismo”, influído por Robert Owen, había generado un período de intensa agitación social antes de mediados de siglo, logrando algunas concesiones, pero el nacionalismo irlandés no lograba ser dominado. Las luchas sociales transcurrían en medio de las confrontaciones entre los estados europeos, al interior de ellos y en el marco de su consolidación colonial en Asia y Africa. El comienzo del siglo XX está marcado por los enfrentamientos del pasado reciente y los conflictos heredados de ellos, que eclosionarán bajo la forma de dos guerras mundiales y de las nuevas luchas sociales y políticas que atraviesan buena parte del mismo. Algunas de estas luchas tienen origen en aquella expansión colonial opresiva, que las versiones oficiales de la historia europea presentan como “misión civilizatoria”. En los Estados Unidos, la Guerra de Secesión había dado el triunfo al norte pro-industrial, produciéndose a partir de 1865 la abolición de la esclavitud, la fundación de nuevos estados y la integración de la nación bajo el signo de un desarrollo industrial que, entre 1870 y 1914, se tornaría acelerado. Junto con el salto económico y tecnológico que ello supuso, crecieron el sector financiero y el proletariado; las migraciones de las áreas rurales a las ciudades y la inmigración de diferentes países europeos. Entre fines del siglo XIX y la mitad de la primera década del siglo XX, se afianza la Nación con: la guerra contra España por la apropiación de Cuba; la usurpación de la mitad del territorio mexicano a partir de la ocupación de Veracruz en 1914; la sustracción de un fragmento de territorio a Colombia y la creación del Estado de Panamá que asegurará a la potencia mundial emergente la posesión durante todo el siglo, de una vía transocéanica segura y económica. Ello tiene lugar en el marco de las crisis económicas cíclicas y de violentos conflictos sociales. El mundo real en el que el cine daba sus primeros pasos distaba mucho de las idealizadas reconstrucciones históricas de la ficción y los noticieros de la época -en buena parte también reconstrucciones- así como de las pretensiones esteticistas del film d’art, o de las películas de evasión de la “fábrica de sueños” para el consumo de las masas. Mientras las imágenes seguían apegadas a un mundo ficticio, los imaginarios mutaban velózmente. Los esfuerzos por eludir una realidad crecientemente conflictiva no podrían perdurar. Las apetencias de rápido enriquecimiento de los primeros productores de películas norteamericanos -con frecuencia inmigrantes europeos pobres o aventureros devenidos empresarios- los impulsaban a “sintonizar” con aquellas realidades conflictivas que palpitaban en el imaginario de las masas. Con ello, sería también inevitable que “los hombres de la manivela”, invisibilizados detrás de las cámaras por el poder del dinero, emprendieran la batalla por ser reconocidos como auténticos creadores. El cine soviético clásico y el ideal de realismo revolucionario Según Sadoul el cine soviético nace el 27 de agosto de 1919, cuando Lenin firma el decreto que nacionaliza el cine zarista. En la vertiente de la ficción, surge bajo el signo de las vanguardias artísticas, la experimentación y el simbolismo, con un pie en el pasado zarista -al que se adjudican todas la miserias que padecen la nación y las masas- y otro en el futuro; la construcción de la nueva sociedad. Esto quizá explique que, en este período, para los realizadores soviéticos del cine de ficción la preocupación por captar “la realidad tal cual es”, en el marco del cambio histórico de la Revolución de Octubre, fuera traducida como el contraste entre un pasado ominoso, exahustivamente criticado y el protagonismo de las masas encargadas de superarlo. Esta “lucha de opuestos”, de orden temático e ideológico, vertebrará la poética y la estética de las obras, para hacer del cine un instrumento de resocialización y educación de primer orden. Entre los dos extremos temporales, pasado y futuro, media un leit motiv: la toma de conciencia revolucionaria por parte de las masas. En este concepto abstracto se funda la realidad del tiempo presente del que dan cuenta las películas. El mismo aparecerá una y otra vez en las mayores obras de Eisenstein como “El acorazado Potiomkin” (1925) -realizado con pocos actores profesionales, la población de la ciudad de Odesa y la Escuadra Roja, en el mismo escenario de los hechos históricos que relata- y de Pudovkin, “La madre” (1926) y de Dovjenko; “El arsenal” (1929) y “La tierra” (1930), entre otras. La propuesta es, entonces: “la realidad tal como deberá ser”. El cambio en el tiempo del verbo implica todo un programa que contiene el “ideal” de realismo de los precursores. El cine debe ser un arte eminentemente popular, en el sentido pedagógico del término. Las nuevas obras proponen la exaltación del protagonismo colectivo, en contraposición al héroe individual idealizado por el cine-espectáculo; la inclusión de las fisonomías rústicas de campesinos y trabajadores -ya fueran representados por actores y actrices, o por el mismo pueblo- así como el desplazamiento de los decorados por los crudos escenarios reales, operando una premeditada abolición de los signos de belleza de la imagen “fabricada” para agradar los sentidos, mediante el juego de luces sobre los objetos, la composición de los personajes, el trabajo de la cámara y el montaje. El resultado es un sorprendente efecto de armonía logrado mediante rupturas constantes de la simetría y el equilibrio. El choque de elementos opuestos, en la composición, las posiciones y los movimientos de cámara, las luces, los encuadres, los movimientos dramáticos, etc. prestan una particular iconografía temporal a los dos mundos que confrontan. A nivel dramatúrgico, la progresión lineal del relato clásico es sometida a las rupturas del montaje ideológico sistematizado por Eisenstein. Estos hallazgos otorgan a las obras una gran fuerza expresiva de la que emergen un concepto de belleza opuesto al tradicional y un nuevo verosímil fílmico. Asimismo, la grandiosidad de la naturaleza y la mística revolucionaria del pueblo que lucha por un ideal; la solidaridad de los oprimidos, la ternura del amor y la persistencia de la esperanza que se sobreponen a las dificultades, fundan una nueva poética cargada de un simbolismo trascendente cuyo eje es la utopía del “nuevo hombre”. Esta poética del período clásico da cuenta de una ideología humanista y redentora que sobrepasa ampliamente las interpretaciones pedestres del marxismo-leninismo que procuraban imponerse, hecho que, finalmente, se logrará. En la épica histórica revolucionaria hay espacio para la micro-épica del hombre en busca de su redención. Ella afirma que la crueldad y el egoísmo no son inherentes a la condición humana sino que, al obedecer a determinadas circunstancias históricas, pueden superarse en el individuo si también son superadas en la sociedad al cambiar aquellas circunstancias. En esta doble intención transformadora, de la historia y de la subjetividad, el individuo puede trascender la efímera temporalidad de su vida y reencontrarse con su “verdadera esencia”: la armonía con lo colectivo. El canto a la voluntad transformadora del hombre se asemeja a la fascinación por las fuerzas germinadoras de la naturaleza que siempre terminan imponiéndose a los peores cataclismos. Los símbolos remiten a un proceso de redención mediante el cual, la tierra -que, con frecuencia, connota a la Madre Patria- y el ser humano, llegan a unirse en una íntima armonía. El reestablecimiento de la doble armonía hombre-naturaleza/masas-Patria, que ha sido rota a causa de un orden social injusto, es el gran tema que atraviesa a la producción del periodo. No se trata, entonces, de un realismo que busca una pantalla-espejo para que las masas se vean “reflejadas” en ella, con sus propios rasgos físicos y culturales, sus incertidumbres, conflictos y problemas, al estilo del realismo preconizado por la consigna: la realidad tal cual es, sino de lograr que el cine actúe como ventana del mundo con un carácter anticipatorio. Asomándose a esa ventana, los espectadores habrán de reconocer sus potencialidades transformadoras de la realidad y atisbar el futuro cargado de promesas que podrán construir con la mediación de la utopía. Subyace a esta ventana alegórica, la idea de la historia como progreso indefinido. Otro tema presente en la producción de esta etapa, que adquirirá fuerza en la del cine sonoro y la paralela imposición del realismo socialista como estética oficial, es la construcción de la Nación. Conformada por varias repúblicas diferenciadas, étnica, linguïstica y culturalmente, de la Gran Rusia, con una larga historia de luchas, invasiones y opresiones, la unificación que se propuso la ex-Unión Soviética requería del auxilio simbólico de la noción de Patria. La Gran Patria Rusa que fuera la utopía nunca alcanzada por el imperio de los zares, parecía factible de la mano de la Revolución. La construcción de la Nación se irá introduciendo, entonces, entre aquellas potencialidades a ser reconocidas por los espectadores como parte de la conciencia revolucionaria. La trilogía de Eisenstein, “Alexander Nevski”, “Iván el Terrible” y “La conspiración de los Boyardos”, realizada entre 1945 y 1948, está dedicada a ella, mediando el período de la segunda Guerra Mundial. En estas tres películas el estilo de Eisenstein, depurado del espíritu experimental de sus primeras obras, adopta ciertos rasgos del expresionismo para aludir al pasado histórico como mito y, a la vez, alegoría del presente. Después de la muerte de Lenin (1924), con el progresivo ascenso de José Stalin al poder y la implantación del stajanovismo como método de trabajo tendiente a aumentar la productividad (1933-37), el realismo socialista se afianza en los diversos campos de la producción artística. Las vanguardias son duramente criticadas o censuradas, de modo que aquél vital movimiento se irá extinguiendo. Un nuevo arquetipo popular sintetizará la medida de la redención: el “héroe positivo”, ya sea de la guerra o del trabajo, el cual desplaza al héroe colectivo -el pueblo- por individuos cuyas virtudes se sintetizan en la capacidad de sacrificio en aras de la construcción de la patria socialista. No puede dejar de considerarse el marco histórico de ese deslizamiento para explicar el éxito popular del nuevo arquetipo y del realismo socialista en general: la Revolución de Octubre y la consiguiente polarización político-ideológica de la sociedad; el régimen de Stalin que exigirá niveles inéditos de sacrificio para la construcción de la Nación, bajo la sombra ominosa de la condecoración como “héroe”, o bien, el gulag y la muerte, y, finalmente, la segunda Guerra Mundial con la encarnizada resistencia a la ocupación de los ejércitos de Hitler, que deja como saldo veinte millones de muertos y el territorio arrasado. Heroicidad, sacrificio, sumisión al poder del líder esclarecido y defensa de la patria socialista, no eran, en el cine, un verosímil ajeno a la verdad de lo real. Más allá del discurso teórico sobre el “internacionalismo proletario” de los líderes revolucionarios e intelectuales, el cine soviético -al igual que el norteamericano en relación a sus diferentes circunstancias históricas- se asume como decididamente popular y nacional. Enteramente financiado por el Estado el primero y por el sector privado el segundo, ambos se caracterizan por la vocación de universalizar ciertas particularidades culturales y por transformar la historia de sus respectivas naciones –aún sus costados más oscuros- en epopeya. Sucedáneos de esa voluntad historiográfica serán, en un caso, el western y el film de acción bélica y, en el otro, el film de guerra sustentado en el héroe revolucionario que popularizará el realismo socialista, el cual es extraído de acontecimientos históricos reales y, a veces, de la literatura. “Chapaiev” (1933), de S. y G. Vassiliev, referido a un héroe popular revolucionario ampliamente conocido, es el exitoso ejemplo que inicia esta línea de producción (Sadoul; op. Cit.). El realismo socialista construirá su narrativa en relación a los hechos de la historia pasada y presente, pero con la intención apologética de “recorte para la posteridad”, como si todo tiempo ya fuera pasado y siempre en torno al “héroe positivo”. Este personaje marmóreo, con su vocación de sacrificio sin límites, su discurso “sabiondo” -que en todo momento ilustra la moral y la línea política “correctas”- y su personalidad sin contradicciones, dudas, ni fisuras, construye el arquetipo del socialista verdadero. Por oposición connotada o denotada, los que se aparten del mismo serán los villanos, traidores o inadaptados sociales que será preciso combatir o “reeducar”. La necesidad forzada de trazar un límite preciso entre “buenos” y “malos”; representación de aquello que se considera política y moralmente correcto o bien incorrecto, asemejan al “héroe positivo” del realismo épico socialista y al héroe del western. La principal diferencia entre ambos arquetipos estriba en que el primero asume como propia la moral oficial revolucionaria, mientras que el segundo impone la moral calvinista de las instituciones del capitalismo incipiente -necesitado de consolidarse en el proceso de colonización interno- y, en algunos casos, su propia moral individual. Ellos son emisarios del mito que une los orígenes heroicos con el destino de grandeza que asegura la utopía; extremos temporales desde los cuales se procura construir una identidad nacional espacialmente acotada a las fronteras ampliadas de naciones multiétnicas. Si el cow-boy impone la justicia y el orden en el caos, junto con su código moral viril, allí donde el brazo de las instituciones del sistema no llega, el “héroe positivo” es el portavoz de esa institucionalidad llamada Partido, garante excluyente del nuevo orden. En los dos países este tipo de películas basadas en una historia mítica –o en una mitificación de la historia presente y pasada- contribuirá a hacer del cine un fenómeno masivo. Aunque en general son relatos lineales y hasta ingenuos, despojados de la riqueza estética y poética de los filmes épicos clásicos, un éxito semejante no había sido logrado en la ex-URSS por las vanguardias formalistas, como tampoco por la monumental Intolerancia de Griffith en los Estados Unidos. Por debajo de la ruptura que el realismo socialista provoca, con respecto al cine de las vanguardias formalistas que lo antecedieron, existe una continuidad que no puede ser explicada solamente por razones políticas e ideológicas. Al igual que en el caso de las vanguardias, el realismo socialista no se propone ser un cine realista mimético, sino un cine-ventana orientado al futuro; produce arquetipos representativos de la realidad “tal como deberá ser”. Varían entre este cine y el precedente los perfiles dramáticos de estos arquetipos y, por cierto, los criterios conceptuales y estéticos de construcción de las obras, pero en ambos casos existe un programa comunicacional común: “el cine al servicio de la historia.” Ésta es entendida como el futuro luminoso a construir, o bien un pasado del que da cuenta el mito fundante, el que, a su vez, hace verosímil la promesa de futuro. No es casual la alusión a los “pioneros” y su capacidad de sacrificio, y el retorno a los cánones de la dramaturgia tradicional, tanto en el cine del realismo socialista como en la más genuina tradición del western. Pese a las distancias en el terreno de la teoría sobre estética del cine, entre los integrantes de la vanguardia formalista y su contemporáneo Dziga Vertov, existe en el grupo de creadores de la edad de oro del cine soviético una búsqueda cuyas principales confluencias son: •Un compromiso político con la Revolución de Octubre, presente en sus obras y en sus reflexiones teóricas acerca del lenguaje cinematográfico. •La voluntad de sacar al cine de su encasillamiento dramático, sometido a la tradición teatral o bien a la literaria, para lograr su autonomía como campo artístico. •La unidad entre la dimensión ideológica y la estética en la aproximación al material del cine; la construcción del nivel conceptual es asimismo la del nivel formal. •Un anti-estetismo que proclama que el arte, tal como lo concibe la tradición académica y su concepto de “belleza”, si ya no está muerto lo estará bien pronto. •La deconstrucción de la obra, que rompe la unidad de acción y de intriga -heredada de la novela del siglo XIX y de la dramaturgia teatral clásica- reemplazándola por “la sucesión de episodios particulares, a menudo desprovistos de lazos entre ellos”, en la convicción de que: “Toda intriga es una violencia ejercida sobre el material porque ella solamente utiliza lo que puede servir a su desarrollo. La unidad dramática se obtiene mediante una suerte de represión de las características más profundas y, si se quiere, más particulares del material a elaborar”. (Amengual; 1991) La deconstrucción remite al espectador a una forma de apreciación semejante a la de la realidad, donde los hechos no se presentan estructurados en un argumento, para impulsarlo a establecer relaciones y sacar conclusiones de orden general. En esta idea del deconstructivismo se funda la teoría del montaje ideológico sistematizada por Eisenstein. Con todo, en ella sobreviven las raíces del realismo. Se trataría, en este caso, de la correspondencia con los dispositivos reales de la percepción humana de la realidad, antes que de la reproducción mimética de ésta por la cámara. •El “romanticismo de la racionalidad” (Ibidem), que liga el sentido de la vida al progreso científico. Esta idea optimista -que irá cobrando fuerza en algunas películas del realismo socialista- es un “tema de época” presente en los sectores progresistas que cifran en la ciencia, la técnica y el cambio social, la esperanza de superar las rémoras de un pasado que es visto como sinónimo de atraso, decadencia e ignorancia. Vale recordar también que el futurismo y su pasión por la máquina dejan profundas marcas en esta generación de creadores. Este movimiento inspira, tanto al italiano Marinetti que derivará hacia el fascismo, como a Maiakovski, poeta y dramaturgo ligado a las vanguardias rusas, quien busca el ritmo de su poesía en los sonidos del mundo natural, la vida cotidiana y las máquinas. •La interrelación entre teoría y práctica cinematográfica, que establece una dinámica de realimentación la cual confiere gran solidez al movimiento. Ya sea que el punto de partida sean las reflexiones de los mismos directores, originadas en sus experiencias de laboratorio y polémicas, o bien los aportes de grandes teóricos como Bela Balázs, la teoría analizará el cine producido proporcionando nuevas pistas a la creación. Esta unidad práctica-teoría-práctica es un rasgo común a las vanguardias. Considerando que la rica y variada producción de ficción de la etapa muda se desarrolla en tan solo cinco años -amén de la no menos importante que se realiza en el campo del documental- bajo el signo de una identidad cultural y político-ideológica particular, la poderosa influencia que ella ejerce en el cine mundial a lo largo del siglo XX permite calificarla de una verdadera revolución artística. Cada uno de los grandes movimientos de ruptura que se desarrollarán a lo largo del mismo, hará una apropiación selectiva de diferentes aspectos que esta monumental obra aporta al patrimonio fílmico mundial.

Descriptor(es)
1. CINE SOVIÉTICO
2. INDUSTRIA CINEMATOGRAFICA
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