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La Problematización del Realismo por los Movimientos de Ruptura
Velleggia, Susana (? - 2018)
Título: La Problematización del Realismo por los Movimientos de Ruptura (Investigación)
Autor(es): Susana Velleggia
Publicación: La Habana, 2008
Idioma: Español
Fuente: La Máquina de la mirada : Los movimientos cinematográficos de ruptura y el cine político latinoamericano en las encrucijadas de la historia
Formato: Digital
LA PROBLEMATIZACIÓN DEL REALISMO POR LOS MOVIMIENTOS DE RUPTURA La intención de problematizar la categoría de realismo cinematográfico alcanza sus niveles más sistemáticos de experimentación y reflexión en los movimientos que también procuran instalar nuevas formas de interrelación obra-espectador y cine-sociedad. Dentro de la ficción realista, el neorrealismo italiano de la posguerra y el cine de autor francés, con diferencias conceptuales y estilísticas entre sí, pero con más puntos en común de lo que habitualmente se supone, son los movimientos que emprenden la tarea de resignificar la realidad fílmica e impulsar la resignificación de la historia. En el campo documental –aunque no exclusivamente en él- el cine político, se expande en los años 60 en el marco de los “nuevos cines”que surgen en todo el mundo. Los mismos conjugan reapropiaciones y resemantizaciones de aportes de procedencia diversa de las vanguardias de los comienzos del siglo XX, con innovaciones estéticas que excederán el estricto sentido político que se pretende dar a las obras. Estos movimientos, en apariencia dispares, abrevan en las fuentes de dos corrientes fundantes del cine de principios de siglo; los filmes de ficción soviéticos del período clásico y el “Cine-ojo” de Dziga Vertov que, contemporáneo del primero, tanto influenciará a las vanguardias francesas de la década del 20 y el 30, como al cine documental inglés, al cinéma-verité de Rouch, al de la caméra-stylo de Astruc y a los “nuevos cines” que florecen en los 60s. La red de interrelaciones que entretejen estos movimientos giran en torno a un eje: el abordaje cinematográfico de la realidad histórica de sociedades en crisis, desde una perspectiva crítica y adoptando como punto de partida el principio de autenticidad, antes que el de verosimilitud. Más allá de sus diferencias estilísticas y conceptuales, el rasgo común a todos ellos es la ruptura con la institucionalidad cinematográfica forjada por la industria, principalmente la de Hollywood. Sin embargo, al recuperar experiencias, hallazgos y tendencias del cine de los inicios, los tres movimientos efectúan una apropiación selectiva de la tradición en la cual reside su carácter articulador con dicha institucionalidad. Las constantes que los caracterizan pueden agruparse en los siguientes aspectos: a)La relación teoría-práctica y la impugnación del modelo de cine hegemónico El punto de arranque de estos movimientos es la problematización de la categoría de realismo cinematográfico tal como fuera concebida desde la industria. Esto da lugar a uno de los debates más intensos y ricos producidos en el campo artístico sobre el realismo en general que, lamentablemente, es poco conocido. Se trata de la asunción del fenómeno cinematográfico en términos integrales, cuyo rechazo a la tradición cinematográfica del cine industrial producido en cada espacio y momento y del cine-espectáculo hollywoodense, reconoce distintos derroteros. Ya sea que se pretenda refundar la industria sobre nuevas bases, o bien dar al cine una dimensión que trascienda el fin de espectáculo, aunque ello lo condene a una difusión restringida, las nuevas concepciones del fenómeno cinematográfico y los argumentos que las fundamentan, se explicitan en manifiestos, ensayos, investigaciones y análisis críticos de las películas producidas en diferentes épocas y lugares. La lucha por la legitimidad de las innovaciones, impulsa a esta reflexión teórica sobre el cine a incursionar en diferentes campos y disciplinas; desde la sociología y la antropología hasta la semiótica y la filosofía política. Esta negación de “lo viejo” y la consiguiente apertura a “lo nuevo”, mantiene como constante de los planteos teóricos y las opciones artísticas, la idea de cambio integral: en las obras y sus diversos niveles constitutivos, así como en el proceso que va de la producción a su apropiación por los espectadores. b)Cambios a nivel del discurso fílmico; la historia como tema y problema La ruptura con respecto a las reglas de los géneros consagrados del cine-espectáculo, en los niveles temático, retórico y enunciativo, es el rasgo inmediatamente visible en los tres movimientos arriba mencionados. En el nivel temático los filmes neorrealistas de los inicios encuentran su objeto preferencial en el drama de personajes pertenecientes a los sectores populares confrontados a la crisis de la Italia de la posguerra. La dura realidad histórica y la toma de conciencia crítica acerca de ella, por dichos sectores, es la historia que narran las películas. En una segunda etapa el movimiento encara una apertura que bifurca sus senderos hacia otros actores sociales, temas, y géneros, mateniendo, empero, como una constante, la relación sujeto-historia y a ésta como nudo argumental, en mayor o menor grado explícito. El cine de autor francés hace de la conciencia individual en crisis el objeto de su indagación. Microcosmos que, de manera más connotada que denotada, remite a una crisis de orden macrosocial. La historia individual actúa en este caso como referente de un marco histórico que es cuestionado. Por su parte, el cine político o militante se lanza a explorar el universo del malestar social y la crisis en las múltiples manifestaciones que ella asume, desde el punto de vista de quienes serían los actores llamados a superarla: los sectores populares. Su impronta crítica suele derivar en un optimismo romántico con respecto al sujeto colectivo aludido; el pueblo. En los niveles retórico y enunciativo, el cine de ficción de dichos movimientos opera una deconstrucción de la dramaturgia tradicional. Mientras el neorrealismo se basa en la dramaticidad cruda de los hechos históricos, el cine de autor apela a los quiebres en la temporalidad del relato que rompen su linealidad narrativa y confieren a los sujetos de la enunciación la función de interpelar al espectador y problematizar su rol. Asimismo, en los tres movimientos, la construcción del material fílmico opera una ruptura estética que desplaza a la “puesta en escena” heredada de la tradición teatral y cuestiona la adaptación literaria clásica, así como los criterios de “belleza” del cine-espectáculo. Esto implica la adopción conciente de un nuevo criterio de calidad artística que refuta el universo esteticista de la obra “bienfaite”, remitiendo a la cualidad del cine para establecer una relación productiva obra-espectador. En esta cualidad ubican el aporte específico del arte cinematográfico. Cada uno de estos movimientos adopta, a su manera, el principio de distanciamiento -de la estética brechtiana- para incitar al espectador a trasladar la capacidad de descubrimiento movilizada por la obra, a la toma de conciencia sobre su situación en el mundo. El cine político avanza aún más allá, al pretender que, además, el espectador se convierta en actor protagónico de la realidad histórica, tomando partido por su transformación. Ya no se trata de agradar los sentidos para sumergir al espectador en el ilusionismo de las imágenes con el fin de hacerle olvidar los problemas del mundo en el cual vive, sino de provocar en él interrogantes que hagan tambalear sus certidumbres e ideas previas acerca del mismo. Para lograr este efecto, también debe ser puesta en crisis su lógica perceptiva y, por tanto, la lógica narrativa de construcción de la obra. Las imágenes deben demoler los condicionamientos rutinarios del público que anestesian su percepción de lo real y del arte cinematográfico. Las líneas de este ataque se sintetizan en el lenguaje fílmico. Así como en “Paisá” (1946), Rossellini coloca al espectador dentro de una realidad presentada “en crudo”, mediante la crónica y el reportaje, confrontándolo a la verdad inapelable de espacios destruidos y personajes de la vida real relatando sus amargas experiencias de la guerra, “El año pasado en Mariembad” (1960) de Resnais y gran parte de la obra de Godard, recurren a los cortes bruscos, las transposiciones, paréntesis y saltos temporales, las alusiones oscuras y polisémicas. Ambos cumplen así la premisa de que el cine debe, sino sacudir al espectador, al menos incomodarlo. El cine político reforzará esta idea: no basta con ver, en la medida que, en términos cinematográficos, todo o casi todo ya ha sido visto. Se trata ahora de comprender, de descubrir, de sacudir la indiferencia e impulsar a la acción. Chris Marker apunta a este propósito con la suma de entrevistas de “Le joli mai” (1962), donde obliga a explicar a los entrevistados -y a reflexionar al espectador- por qué a los parisinos les interesa más la temperatura que la represión de la OAS en Argelia; el confort personal que las luchas obreras. “Todo espectador es un actor o un cobarde”, interpela, a su vez, a los espectadores, “La Hora de los Hornos”, del Grupo Cine Liberación de Argentina, refiriéndose, mas que a los espectadores de la pantalla, a los de la realidad histórica. c)Cambios en el rol del director y en la relación cine-sociedad El cambio en la relación obra-espectador apunta a forjar una interrelación cine-sociedad distinta, que se propone dar mayores grados de apertura al campo cinematográfico cuyas opciones temáticas y generísticas exhiben un profundo agotamiento en las distintas épocas y países en que estos movimientos surgen. En el principio, por todos ellos compartido, de incorporar el cine a la vida, transformando la capacidad perceptiva del espectador por distintos medios, es visible la huella de dos tendencias teóricas opuestas; las vanguardias estéticas -y también las formalistas rusas- y el realismo baziniano. La nueva interrelación obra-espectador ha de sustentar la fruición estética en la dimensión cognoscitiva de la realidad revelada por la obra, antes que en la inmersión sensorial en el espectáculo, que se agota en su consumo y la catarsis emocional. Pero, mientras que a André Bazin sólo le interesaba qué revelaba de la realidad el ojo de la cámara y qué conocimiento del mundo aportaba el film al espectador, omitiendo aquello que el realizador -su subjetividad- podría aportar a ambos, para los movimientos de ruptura el papel de éste es clave. Pese a los esfuerzos del neorrealismo para borrar las huellas de la subjetividad del emisor del discurso, o la presencia del director –que es la de la unidad realizador-guionista- como sujeto de la enunciación, la misma es constante. En el caso del cine de autor francés, esta presencia es explícita, conciente y teóricamente legitimada. Por su parte, el cine político “naturaliza” la presencia del director -o del colectivo que realiza el film- como enunciador del discurso, en tanto procura ser, precisamente, un cine- ensayo. Pero si el film y el cine son ubicados como emergentes de un proceso histórico del que extraen su legitimidad social y a cuyo reconocimiento remiten, forzoso es que el papel tradicional del realizador sea asimismo problematizado. Éste ya no será concebido como el “artista” que persigue la innovación estética per se, o que busca inspiración en los vericuetos del patrimonio discursivo literario, teatral o cinematográfico, tampoco como el “fabricante” de películas contratado por la industria a destajo. El cineasta, sin resignar su papel de artista, deviene en un comunicador social informado sobre su contexto histórico; que asume los roles de investigador, pensador, antropólogo, sociólogo y, llegado el caso, de agitador político. Este descentramiento del cine con respecto a su propio campo adquiere un signo provocador que, necesariamente, ha de alterar las diversas dimensiones que vertebran la obra. Si en la dimensión artística ello se expresa en una deconstrucción de la dramaturgia tradicional y de los códigos consagrados por el cine-espectáculo, con la intención explícita de fundar una nueva estética y una nueva poética sustentadas en una nueva ética, en la informativa se “carga” al mensaje con todo lo que se sustrajo a la obra. La desmesura no consiste ya en la pretensión naïf, de hacer del cine una copia fiel de la realidad, sino en la de convertirlo en una experiencia total; en un arma cuyos disparos hagan que, después de descargada, el espectador y la sociedad ya no puedan volver a ser igual que antes. La dramaticidad de la realidad, social o individual, revelada por el ojo inquisitivo de la cámara debe golpear al espectador sacándolo del apoltronamiento adormecedor de “la belleza” para arrojarlo a la vorágine de la vida, oscura, triste, sórdida, violenta, aunque no exenta de ternura y poesía, que transcurre más allá de la pantalla. Así como la obra pone al espectador ante la cruda realidad del mundo, haciéndolo responsable de sus opciones en relación al mismo, también aspira a que la sociedad asuma una posición inconformista y mucho más exigente hacia el cine y el arte en general. d)Cambios en los modos de producción Los tres movimientos mencionados subvierten los modos de producción instituídos por la industria. Las películas se realizan fuera de los estudios, con bajos presupuestos, al margen del sistema de las estrellas, recurriendo a los mismos protagonistas de la vida real o bien a actores relativamente desconocidos y la división del trabajo de los equipos artísticos y técnicos trastoca los roles cristalizados que imperan en aquella. Como tantas veces sucediera en la historia del cine, algunos de estos realizadores, una vez probado el éxito de público de sus obras, son convocados por la industria -incluso la hollywoodense- pero el cine de autor y el cine político pugnarán por mantenerse apegados a la tradición de los nuevos cines, aún trabajando desde el seno de ella. Contradicción ésta que atraviesa la producciíon posterior de muchos cineastas que dieran comienzo a aquellos movimientos y que el neorrealismo intenta resolver al tomar posesión de la industria cinematográfica italiana de la posguerra. El crecimiento artístico que alcanza el movimiento se articula a una constelación de factores cinematográficos y extra-cinematográficos, haciendo factible que esto suceda, al menos por un período. Entre dichos factores cabe mencionar la emergencia de un empresariado industrial nacional que se interesa por el cine, las inversiones de Hollywood en el cine de la península -impulsadas por las políticas proteccionistas del Estado italiano de la posguerra que limitan la importación de películas- la característica de escuela asumida por el neorrealismo que impulsa la formación de guionistas, directores y técnicos, con la consecuente renovación generacional. Esta dinámica le permitirá dar un nuevo giro cuando las primeras señales de agotamiento se presenten. Otros dos aspectos merecen destacarse: la reflexión teórica sistemática que acompaña a la práctica cinematográfica y el profundo enraizamiento de su poética y su estética en la identidad cultural de las distintas regiones de Italia. Estas experiencias permiten comprobar que el nivel conceptual y estético de los discursos es indisociable de sus modos de producción. Cuando la continuidad de la labor de los directores se traslada del contexto contra-institucional y contra-cultural del movimiento originario, al de la industria, las obras resultantes irán perdiendo la vitalidad de las que fueran fundadoras de cada corriente. De este proceso de cambios surgen nuevos criterios de verosimilitud, aplicables al campo cinematográfico en general, así como nuevos verosímiles que amplían y enriquecen las posibilidades del lenguaje fílmico, incentivando una mayor autonomía artística del cine. Estos movimientos se desenvuelven en contextos de intensa crisis social, en la cual se manifiesta la emergencia de imaginarios en búsqueda de un nuevo régimen de verdad. Con el neorrealismo, el cine de autor de la nouvelle-vague y los nuevos cines de los 60s, los invisibles lazos imagen-imaginario prueban, una vez más, su consistencia. El neorrealismo italiano. La realidad histórica como historia fílmica El neorrealismo surge inspirado en los principios del documentalismo aplicados a un argumento y a la necesidad de mostrar la realidad desnuda de la vida en un país devastado por la guerra. En un principio, sin proponerse fundar el movimiento cinematográfico más importante de la posguerra, el éxito de los primeros filmes sorprende a sus realizadores. El antecedente más cercano es “Obsesión” (Ossessione, 1942) de Luchino Visconti, y el movimiento se inicia decididamente con “Roma, ciudiad abierta” (Roma cittá aperta, 1945) de Roberto Rosellini. A ella le seguirán “Paisá” (1946) del mismo director y “Lustrabotas” del actor y, entonces novel director, Vittorio De Sica (1946), entre muchas otras que extienden la vitalidad del movimiento más allá de la década del 60. Amén de las influencias ejercidas por el mismo en el cine mundial, la incorporación de nuevas generaciones de cineastas italianos confiere al neorrealismo una insólita perdurabilidad y una diversidad estilística probablemente única en la historia del cine. Ya en la arriba citada película de Visconti -basada en la obra “El cartero siempre llama dos veces”, de James Cain y realizada en la etapa declinante del fascismo- despunta un nuevo estilo que muestra su vocación por la vida cotidiana y las muchedumbres populares. Aunque no tuviera connotaciones sociales o políticas directas, el film es prohibido después de su estreno (Sadoul; op. Cit.). La guerra y el fascismo habían dividido al país en fracciones irreconciliables. Con la derrota de éste y el importante papel jugado por la guerrilla, al establecerse la República bajo el signo político de la Democracia Cristiana, los sectores de izquierda, sus artistas e intelectuales -cuya figura paradigámtica había sido Antonio Gramsci- se lanzan a explorar el espacio de libertad que entonces se abre, aunque por poco tiempo. El guión de “Roma ciudada abierta” fue dictado a Rosellini por un jefe de la resistencia que relató su vida en la lucha de guerrilla contra la ocupación nazi y los “camisas negras” de Mussolini. La experiencia de resistencia al fascismo había sido vivida por una parte considerable de la población italiana y se mantenía fresca en la memoria, por lo que la película tuvo un resonante éxito que abrió las puertas al movimiento. “Paisá” parte de una encuesta realizada por Rosellini, el guionista Sergio Amidei y el joven periodista Federico Fellini a diferentes personas del pueblo, que reconstruyen frente a cámara sus experiencias de la guerra (Ibidem). Además de un desgarrador alegato anti-bélico, la película constituye un antecedente del cinéma-verité en cuanto al método aplicado, pero con resultados más dramáticos y con una poética que, profundizada en obras posteriores, será el sello distintivo del movimiento. La idea de un cine realista apoyado en la tradición literaria italiana del mismo signo, es una inquietud que ronda la reflexión de los teóricos de la península desde los años 30. En la segunda mitad del siglo XIX, el escritor siciliano Giovanni Verga, había fundado el naturalismo italiano.Tras los pasos de Emilio Zola, Verga relata la miserable vida de los campesinos y pescadores de su tierra, por lo que su obra constituye un punto de referencia ineludible para las nuevas generaciones de artistas. Pero las dificultades que los cineastas encuentran para plasmar esta idea de realismo son, en primer término, la censura fascista, la falta de recursos y, también, el modelo dramatúrgico tradicional que aquella literatura ofrecía, con sus personajes demasiado unívocos y el predominio de los escenarios rurales. Las reflexiones teóricas se interrumpen y serán retomadas a partir de 1948-1949, cuando las películas producidas a partir de “Roma, ciudad abierta”, ya habían pasado por encima de ellas. Rechazando la impostación del star-system, de los filmes rodados en estudio, con los decorados, el maquillaje y el vestuario rutilante de las estrellas, las constricciones generísticas del cine industrial hollywoodense y las intrascendentes comedias y películas históricas producidas bajo la censura fascista, una generación de directores formados en el documentalismo y el análisis de los clásicos -Griffith y las vanguardias soviéticas, particularmente- decide hacer de las ciudades destruidas por la guerra el escenario privilegiado de sus filmes y de los hombres, mujeres y niños del pueblo, sus principales actores. La nueva generación de cineastas contaba con escasos recursos técnicos y económicos, pero con el talento de guionistas de la talla de Cesare Zavattini y del, por entonces joven periodista, Federico Fellini. Este nuevo cine italiano es reconocido internacionalmente desde sus primeras obras, hecho que contribuye a impulsarlo, en tanto sus mentores, además de las lógicas preocupaciones estéticas y sociales, también estaban interesados en refundar una industria cinematográfica nacional que pudiera competir exitosamente con el cine norteamericano desde su propia identidad. El espejo distorsionado que había proporcionado la industria de la península de la etapa fascista, debía ser quebrado de manera contundente mediante un verdadero Renacimiento aplicado al cine. Con “La tierra tiembla” (La terra trema, 1947) de Luchino Visconti -primera parte de una trilogía inconclusa- y “Ladrones de bicicletas” (Ladri di biciclette, 1948) de Vittorio de Sica se produce el apogeo artístico del movimiento. “La terra trema” fue la segunda película de Visconti. Basada en una novela de Giovanni Verga (I Malavoglia) se propuso documentar la vida de los pescadores de Acitrezza, Sicilia, con actores no profesionales y recurriendo a improvisaciones en torno a problemas de la vida cotidiana, antes que a un guión estructurado. Por el apego a una estética basada en el principio de autenticidad que guiaba al neorrealismo, se mantuvieron los diálogos en su dialecto original, que no era comprendido en el resto de Italia. Pese a que la película ganara un premio en el Festival Internacional de Venecia de 1948 y fuera considerada por los críticos una de las obras máximas del movimiento, tuvo escasa difusión. Después fue doblada al italiano y del total de tres horas de duración se le cortaron 40 minutos (Alsina Thevenent; 1972). En cambio, “Ladrones de bicicletas” obtuvo un inmediato éxito comercial. De Sica parte de un conflicto simple que se transforma en un drama inmenso en virtud de su tratamiento: el sacrificio que hace un desocupado para comprarse una bicicleta que será su instrumento de trabajo, el robo de la misma y el solitario recorrido del personaje y su hijo pequeño por las calles de Roma en busca de la bicicleta durante todo un día. Esta historia “pequeña” de un acontecimiento de la vida cotidiana, posibilitó que una sociedad con millones de desocupados y donde la soledad era una realidad palpable, se reconociera en ella. De Sica contrapone la visión crítica y descarnada de la crisis social descubierta por la mirada al principio inocente del personaje, que va tomando conciencia de ella a lo largo de su búsqueda, con una aproximación humanista y plena de lirismo hacia los individuos inmersos en la misma. La unidad temporal de la acción y este contrapunto acentúan la significación dramática del relato que alcanza un efecto altamente conmovedor. El drama individual y la toma de conciencia del desocupado, se transforman así en un fenómeno colectivo. Más allá de las obras del neorrealismo consideradas paradigmáticas, la amplitud de la temática abordada por el movimiento y la diversidad de géneros y estilos autorales es tan vasta como rica. Destaca en este universo polifácetico un rasgo particularmente valioso: el rechazo a la imitación o la copia de las fórmulas exitosas del cine hollywoodense. Tentación en la que cayeron muchas cinematografías nacionales que pretendieron competir con aquél, con resultados obviamente muy pobres. Además de la cruda realidad de la guerra y sus efectos, el cine neorrealista será ejemplar en su voluntad de efectuar una indagación sensible y poética en la vida cotidiana de los héores anónimos del pueblo y su lucha por la sobrevivencia, en una sociedad que el movimiento aspiraba a transformar y no sólo a testimoniar. Varios integrantes del movimiento hablan de “la revolución de la verdad”, no sólo referida al campo artístico o cinematográfico sino también al social y político, como vía para superar la ominosa etapa de censura, amordazamiento e hipocresía que el fascismo había impuesto al país. Interpretar la realidad vivenciada por el pueblo y recuperar las raíces de su identidad cultural avasallada, desde una perspectiva crítica, forman parte de una intencionalidad política redentora que conecta de manera natural al neorrealismo con las vertientes literarias del realismo social que lo antecedieron. Si el movimiento se autocalifica como “nuevo”, lo hace con respecto a los realismos anteriores de la historia del cine. En el caso de Italia, el período mudo había contado con algunas obras como “Asunta Spina”, de Gustavo Serena y “Sperduti nel buio”, de Nino Martoglio que también habían nutrido al realismo francés. Abrirán nuevos caminos al movimiento, tanto a la orientación, por momentos carnavalesca y surrealista, de Federico Fellini (“La dolce vita”, “8 ½”, “Julieta de los espíritus” etc.), como al drama psicológico, basado en la crisis existencial y de valores de la burguesía, cuyo ácido crítico será Michelángelo Antonioni (“El grito”, “La noche”, “La aventura”, “El eclipse”, “El desierto rojo”). Cineasta de gran rigor analítico y estético, poco comprendido en su momento, abordará en Close-up (1966), el problema del individuo obsesionado por encontrar el sentido de la realidad tras sus apariencias, precisamente, en momentos en que los cineastas y teóricos europeos entablan un intenso debate sobre el realismo en el cine. Ningún fenómeno pareció serle ajeno al neorrealismo; desde la realidad de la crisis y sus manifestaciones en las distintas regiones de Italia, hasta el estudio de las conductas humanas y de las relaciones familiares; la vida de los pobres y marginados y la de las clases altas; la guerra y la resistencia ; la violencia social y la psicología de personajes atormentados; el bandidaje y la corrupción; el film histórico; la crónica, la comedia, el argumento original y la adptación literaria -desde Lampedusa a Pavese y Pratolini, pasando por Cortázar, los clásicos; Dostoiewsky, Camus y la tragedia griega. Esta versatilidad se expresa igualmente en las trayectorias seguidas por cada realizador. Luego de su nacimiento al calor del cine directo y transparente -como preconizaba André Bazin- la exacerbación del lirismo será el giro que tomará De Sica en “Milagro en Milán” (Miracolo a Milano, 1950) con guión de Césare Zavattini. Historia de pobladores desocupados y sin casa que deciden tomar los terrenos de un burgués para construir sus viviendas, hecho que deriva en una fábula maravillosa que da cuenta de cierta idealización optimista sobre la solidaridad entre los pobres. Por su parte, Visconti retomará la tradición más dura del neorrealismo con “Rocco y sus hermanos” (Rocco e sue fratelli, 1960) que, en clave de melodrama -y por momentos bordeando la tragedia- profundiza en la disolución de los lazos de una familia pobre de Sicilia que emigra a Milán. El mismo realizador incursionará, asimismo, en el film de reconstrucción histórica y en la adaptación literaria con un marcado estilo operístico. Cuando el movimiento se estanca, de 1955 a 1958, y comienzan a visualizarse los síntomas de cierto pintoresquismo de la pobreza (v.gr. “Pan, amor y fantasía”, con Gina Lollobrigida) así como los efectos de la represión intelectual, una nueva generación de creadores lo revitalizará entre 1959 y 1960. Ermano Olmi, Valerio Zurlini, Francesco Rossi, Valentino Orsini, Pier Paolo Pasolini, Paolo y Vittorio Taviani, Bernardo Bertolucci, Marco Bellocchio, aportarán nuevas perspectivas y estilos conformando la “nueva ola” del cine italiano. Asimismo, los filmes de Michelangelo Antonioni y otros directores jóvenes como Valerio Zurlini, insinúan las características del segundo gran movimiento cinematográfico europeo de la posguerra; el cine de autor francés. El impulso vital dado por el neorrealismo al cine hizo que pudiera reconstruirse la industria cinematográfica italiana en un contexto marcado por la hegemonía del cine de Hollywood en Europa, que arranca en 1918 y se refuerza a partir de 1946 en el marco de una profunda crisis de las cinematografías mundiales. Amén de fundar una nueva poética y una estética premeditamente ascética y despojada de artificios, el neorrealismo logra en pocos años la proeza de que muchos de sus filmes superen el éxito de los de la industria norteamericana. La producción del cine italiano anual ascendió entonces a las 100 películas. Esto impactó por igual a la crítica y a los empresarios de Hollywood. Según Francesco Casetti, pueden reconocerse en la reflexión teórica sobre el neorrealismo tres etapas. La primera de ellas va de 1945 a 1948, donde, como ya se dijo, la teoría es sobrepasada por la práctica cinematográfica. En la segunda fase, de 1949 a1955, “algunos filmes que se consideran esenciales obligan -a la teoría- a plantearse ciertos interrogantes sobre el cine, sobre su papel y su destino” y, finalmente, de 1955 en adelante, “en la que el análisis comienza a ofrecer, tanto signos de saturación como de renovación” (Cassetti; 1994). En estas dos últimas etapas, el “desacoplamiento” inicial entre reflexión teórica y práctica cinematográfica es superado, ofreciendo las dos fases la gama de posiciones teóricas y prácticas que la polémica en torno al realismo fue generando. Con todas sus contradicciones, el neorrealismo marca un “antes” y un “después” en la historia del cine mundial. Tendencias dispares como el cine de autor francés y los nuevos cines -particularmente africano y latinoamericano- el Free cinema inglés y el cine independiente de los Estados Unidos abrevarán de sus fuentes. Lo más importante de su legado es haber logrado tal universalidad a partir de temas y estilos consustanciados con identidades culturales particulares, mediante la indagación sensible en una realidad social e histórica que, además de conflictiva, estaba despoblada de imágenes “bellas”, conforme a los cánones estéticos entonces imperantes. El nuevo concepto de belleza que instala el neorrealismo, la adopción de la historia como relato fílmico y su vocación nacional y popular, permiten vincular al neorrealismo con el cine de las vanguardias rusas que lo antecedió y con los movimientos del cine político que lo sucedieron. Sobre esta “reconquista de lo real” por parte del cine, señala Césare Zavattini, guionista predilecto y uno de los inspiradores centrales del neorrealismo: “La verdadera tentativa no consiste en inventar una historia que parezca la realidad, sino en contar la realidad como una historia.” La postura de Zavattini se aproxima a la de Bazin cuando afirma: ” No se trata de transformar en realidad (o hacer parecer verdaderas, reales) las cosas imaginadas, sino de hacer lo más significativas posibles las cosas tal como ellas son, contadas desde ellas mismas”. O bien : “Ningún otro medio de expresión tiene, como el cine, esta capacidad original y congénita de fotografiar las cosas que, en mi opinión, merecen ser mostradas en su cotidianeidad, es decir en su más larga y más auténtica duración . Ningún medio de expresión tiene, como el cine, la posibilidad de hacerlas conocer al mayor número de gente”. (Cassetti; op.cit.) André Bazin admiraba al neorrealismo italiano, al que le adjudicaba el carácter de una verdadera fenomenología. Al hacer la crítica de Ladrones de bicicletas, encuentra que De Sica y su guionista, Césare Zavattini, habían logrado construir la estética perfecta del "cine puro", o sea una captación de la realidad donde la actuación, la puesta en escena y la construcción del guión no persiguen la finalidad de espectáculo. En la estructura casi anecdótica del guión percibe la cualidad de neutralidad que para él es la esencia del cine; mostrar las cosas tal como son; usar hechos en vez de ficción, revelar lo cotidiano y al hombre común, no lo extraordinario ni a los héroes "sedosos"; mostrar la relación del ser humano con su realidad social y no con sus sueños románticos. El cuestionamiento a las formas de elaboración del cine-espectáculo que sintetiza la posición de Zavattini, parte de un interrogante que lleva en sí la respuesta: ¿para qué elucubrar una historia impactante o espectacular, si la realidad desnuda de los seres humanos comunes, con todas sus debilidades y grandezas, plantados en los hechos del mundo, es la poética más significativa que tiene ante sí el ojo de la cámara? Deseo de inmediatez y de abolición de todo filtro; unidad de ética y estética, que, finalmente, parecen materializar el ideal de transparencia a cuya explicación Bazin dedicara su vasta obra. Sin embargo, lejos de ser interpretado de manera uniforme, en el sentido expuesto por Zavattini, el neorrealismo estuvo sometido a un intenso debate en el cual terciaron diferentes posiciones y concepciones. El crítico y teórico Guido Aristarco cuestiona las ideas de Zavattini al plantear que “la idea de una confrontación directa del cine y la realidad sustituye la de una interrelación mucho más compleja (entre ambos términos); la idea de una orientación innata del cine hacia la vida sustituye la idea de que esta predisposición debe, de cierta manera, ser cultivada y dirigida; la idea de una conquista de lo real fuera de toda fórmula preestablecida, sustituye la idea de que, contando el mundo, el cine puede y debe sacar provecho de las experiencias ya realizadas por la literatura.” (Aristarco en Casetti; op. Cit.) Propugna Aristarco que “una estética que se podría llamar de la reconstrucción, sustituya, en síntesis, a una estética del seguimiento”. Opina el autor que en esta profundización del mundo, la gran literatura ha dado ejemplos notables que sólo el prejuicio impide aprovechar. El valor de las reflexiones de Aristarco reside en que, adoptando como punto de partida el análisis de las películas del movimiento -entre sus predilectas están “La terra trema” y la célebre “Senso”, que originó una intensa polémica entre los críticos de cine italianos- llega a interesantes conclusiones sobre el cine en general y el cine realista en particular. Las mismas son enriquecidas por los aportes de otros investigadores que venían ejerciendo su influencia desde la década de los 30; Luigi Chiarini y Umberto Barbaro. Interesa destacar los puntos nodales del debate planteado, que remiten a las distintas formas de entender el realismo cinematográfico. •Desde la concepción de Zavattini, existen razones históricas y morales que justifican plenamente al neorrealismo. La guerra y la lucha por la liberación, con la cual estaban comprometidos los integrantes del movimiento, enseñaron a descubrir y valorar la realidad. Si “ha de ser la vida la que se asome a la pantalla”, ello no obedece en primera instancia a una toma de partido estética, sino a la necesidad que los individuos tienen de conocerse para construir una comunidad que no excluya a nadie. Por su esencia fotográfica, para Zavattini, el cine es un perfecto instrumento de conocimiento de la realidad. En la dimensión estética esto impone rechazar los cánones preestablecidos y las fórmulas preexistentes; las gramáticas y retóricas heredadas, para que sean las cosas mismas las que determinen cómo han de ser expresadas con la mayor inmediatez posible, sin idealizaciones ni canonizaciones de ninguna especie (el ideal de transparencia de Bazin). Zavattini, que era asimismo autor y guionista, llega a afirmar: “Ha llegado la hora de arrojar a la basura los guiones para seguir a los hombres con la cámara” (Ibidem.). •Guido Airstarco retruca: “Existen diversos grados de realismo, del mismo modo que existen diversos grados de realidad (la realidad tal como ella es percibida) que los realizadores pueden descubrir según sus orientaciones y capacidades de profundización” (Aristarco, 1955). No es suficiente con constatar qué pasa en el mundo; quienes viven los conflictos ya lo saben. El cine debe desentrañar las causas de los mismos y sus lógicas. Esto exige una profundización que puede requerir del auxilio de la trama dramática, “prestada de otras artes” -literatura y teatro- por lo que sólo un prejuicio establece la separación del neorrealismo con otros dominios de la expresión. “El problema del realismo es, ‘por el contrario’ un único y gran problema, común a la literatura, a las artes figurativas, al teatro, al filme...” (Aristarco, op. Cit.). La transferencia de medios de expresión de un dominio al otro es posible sobre la base del fondo unitario del realismo. •Con resonancias eisenstenianas, Aristarco prosigue afirmando que, en tanto los hechos de la realidad siempre se inscriben en una trama compleja de fenómenos multideterminados y plurisignificantes, se trata de pasar de una simple descripción de los hechos a la aprehensión global de los fenómenos; “de un cine del documento, de la crónica, de la denuncia, a un cine crítico” (Ibidem). Es fundamental la diferencia que establece el autor entre análisis y descripción, tan poco tenida en cuenta por el cine político. Criticar -en un sentido filosófico- significa analizar; algo cualitativamente distinto de denunciar, o de describir una realidad. El objeto de la crítica (análisis) de la realidad son los problemas de la misma y todo problema, social o individual, es siempre complejo, nunca se presenta solo, ni obedece a una monocausalidad. Los problemas actúan en una compleja red -dinámica a lo largo del tiempo- donde unos son causas y a la vez consecuencias -o manifestaciones- de otros, en una interrelación que involucra diversidad de dimensiones y fenómenos; históricos, económicos, políticos, culturales, psicológicos, etcétera. Un cine crítico no es el que ilustra audiovisualmente el problema o la red en el que el mismo se inscribe -al modo del documentalismo político pedestre que basa su eficacia en la ampulosidad de la denuncia- sino el que penetra entre los hilos de la trama en la cual el problema se enreteje, para desentrañar las causas y relacionar los fenómenos, de modo tal de proporcionar una mirada reveladora que lleve al espectador al descubrimiento de aquello que estaba oculto tras las apariencias de lo real. No se trata, entonces, de describir sino de analizar, como única forma de poner en crisis la percepción de los fenómenos naturalizada por la experiencia cotidiana, de modo que el cine aporte una dimensión cognoscitiva, para nada reñida con la fruición estética. •En este caso el argumento, la intriga dramática, los personajes, lejos de establecer una barrera a la transparencia, pueden convertirse en un instrumento útil para dar al discurso una “mayor ejemplaridad”, un “plus de valor” (Casetti, op. Cit.). Esta mayor ejemplaridad del discurso, o plus de significación que Aristarco reclama, consiste precisamente en la imbricación entre la indagacion crítica y la dimensión estética, en virtud de la cual, a la vez que el espectador disfruta del filme en términos estéticos -en cuanto espectáculo- éste actúa como medio de descubrimiento de la trama oculta de los fenómenos de la realidad, cuya manifestación son los problemas que él vive, pero sin haber podido hallar conexiones entre ellos ni logrado aprehender su esencia. Es este un notable aporte teórico, lamentablemente muy poco tenido en cuenta por el cine político o de crítica social, en tanto la tendencia predominante suele asimilar crítica a denuncia y realismo a descripción costumbrista de la realidad. En tal sentido Aristarco valoriza “La terra trema”, de Visconti, por su búsqueda de “una dimensión mayor que la de la simple descripción del ambiente, (la cual llega) hasta la frontera misma de la investigación psicológica, espiritual y social del drama, y en la utilización de medios expresivos desconocidos, empleados en estricta relación con el significado espiritual y humano que poco a poco van asumiendo. De ello nace positivamente un diseño complejo que utiliza el material humano e iconográfico para reconstruir en toda su plenitud y ejemplaridad un mundo del que no sólo se nos ofrecen los perfiles, sino también la lógica y las razones de fondo”. Con “Senso”, se dará, según Aristarco, el pasaje del neorrealismo al realismo, precisamente por la profundización de este camino, en el cual el cine expande su radio de acción (Aristarco en Casetti; op. Cit.). Agrega el teórico italiano: “De hecho narrar y participar, en vez de observar y describir, le permite (al cine) ver más allá de la superficie del fenómeno, para recoger sus mecanismos internos y sus razones ocultas. El resultado es un retrato más completo de la realidad, en el que a la presentación de los hechos se suma la comprensión de sus causas y en el que al registro de los acontecimientos se añade la percepción de la lógica que los sostiene” (Ibidem) •Según Chiarini, es preciso diferenciar entre espectáculo cinematográfico y film. El primero remite a una realidad compuesta, donde domina el placer de la puesta en escena y el trabajo escenográfico, la belleza visual y la voluntad de ”contar historias”, la seducción del público y el juego de la ficción. Esta es la tradición de la puesta en escena teatral, a la que el cine ofrece nuevas y más vastas posibilidades técnicas. Elegir un cine puro, en contacto directo con la realidad, significa renunciar concientemente a estos filtros tradicionales y, asimismo, a la puesta en escena. Pero este “cine puro siempre es una reelaboración creativa de la realidad”, como expresa John Grierson para definir al documental. De una manera u otra el realizador siempre reelabora de manera creativa los hechos originales. Esto no significa alterar la esencia de la realidad, si es que en la reelaboración no se traiciona el fundamento del lenguaje fílmico. Hay que reconocer el rol de la cámara y solicitarle que colabore en la exploración del mundo; mejor aún, hay que dejarla elegir los hechos, de modo de accionar, a su turno, sobre el hombre e indicarle cómo representar su entorno. Para Chiarini, lo que cuenta es la dimensión espacio del lenguaje cinematográfico. El cine puro no tiene sus fundamentos en el montaje –o sea, en el manejo de la dimensión tiempo- sino en la fotografía, en el ojo de la cámara, puesto que “en la posibilidad de elaborar artísticamente, sin mediaciones literarias y teatrales, un material informa todavía más desde el punto de vista estético.” (Chiarini, en Casetti; 1952). •Por su parte, Barbaro insiste sobre la presencia de la fantasía y la imaginación del realizador como elementos constitutivos del film y reafirma la función del montaje como principio de construcción estética. El debate apunta a establecer que la transparencia y la inmediatez precononizadas por Zavattini y Bazin pueden constituir una trampa si, en lugar de facilitar al cine transpasar las apariencias para arribar a la lógica de las esencias, le obstaculizan cumplir este propósito, en el cual reside su mayor aporte cognoscitivo, la vez que estético. El desafío consiste en pasar de un realismo reflejo o mimético, sólo capaz de captar las situaciones tal como se presentan a nuestras vivencias cotidianas, a otro que penetre en los fenómenos de la condición histórica y humana, en las que aquellas adquieren su más compleja y profunda significación. Siendo esta última misión la que fundamenta y legitima al realismo, socavarla o soslayarla en su nombre, contribuye a su muerte. Hecho que ya habían diagnosticado las vanguardias a principios del siglo XX. En suma, el ingreso al vasto territorio del realismo no es tan simple como pretenden las concepciones miméticas. Exige, por el contrario, una cuidadosa y reflexiva elección de los caminos, porque ellos esconden muchas trampas. El cine neorrealista logró eludirlas, por su apertura a lo nuevo, por la capacidad intelectual y analítica de sus principales mentores y por su profunda vocación de articular una nueva poética artística con una ética social. Entre la diversidad de temas, motivos y estilos de las obras del movimiento considerado como corpus, se abre paso un nuevo verosímil fílmico revelador de las distintas facetas y niveles de la realidad, posibilitando el equilibrio entre la voluntad de representarla “objetivamente” y la riqueza emergente de la multiplicidad de miradas sobre ella, así como entre el principio ético-estético de autenticidad y un nuevo simbolismo poético. El gran tema que subyace a la diversidad de miradas de los integrantes del movimiento es el ser humano plantado ante los hechos crudos de un mundo en crisis; o sea la interrelación sujeto-historia. Este es el trayecto que va de la historia a la conciencia del sujeto, en tanto actor protagónico de la misma y desde la conciencia del individuo en crisis, a la historia. Ell neorrelismo constituye una suerte de punto nodal de la historia del cine que, a la vez de nutrirse del patrimonio fílmico pasado en varios aspectos, anticipa el futuro; el cine de autor francés y los “nuevos cines”. En esto quizá resida su vigencia; es decir, su carácter de “cine clásico”. 3.2. El cine de autor francés. Crisis de la conciencia individual y crisis de sentido del mundo. La amenaza de “vuelta al principio” que acechaba tras el realismo fue percibida por quienes fueran los más estrechos colaboradoradores del crítico y teórico francés André Bazin, además atentos observadores y analistas del neorrealismo italiano. El grupo de críticos y cineastas que rodeaba a Bazin en Cahiers du Cinéma -después llamada nouvelle-vague- Eric Rohmer, Doniol-Valcroze, François Truffaut, Jacques Rivette, Jean Luc Godard y Claude Chabrol, reflexionó y debatió largamente, desde las páginas de la revista, la respuesta que darían al desafío planteado. Desde la aparición de Cahiers, en 1951, el grupo emprende el análisis de las obras de las distintas cinematografías, tanto de los filmes, movimientos y directores del cine mundial que ellos aprueban como de los que detestan. Examinan, en particular, los corpus cinematográficos que llevan implícita una reacción contra los cánones en los que se había anquilosado la industria del cine francesa. Situación que, por otra parte, había facilitado la penetración del cine hollywoodense en Francia. La exagerada posición anti-intelectual y pro imagen que asumen, llevándolos a redescubrir y sobrevalorar el western, las comedias musicales, el comic, los filmes de suspenso y a recuperar la estética de algunos directores norteamericanos inscritos en la maquinaria hollywoodense -Alfred Hitchcok, Howard Hawks, John Ford, Vicent Minelli, entre otros- debe interpretarse como portadora de una doble intencionalidad. Por un lado la auténtica búsqueda de nuevos senderos mediante el rastreo de las pistas, en el patrimonio cinematográfico mundial, de aquél cine que, perteneciendo a cualquier género y cinematografía, había aportado a la construcción de la autonomía del lenguaje de la imagen, así como de estilos autorales originales. Por el otro, la intencionalidad de propinar violentos “tiros por elevación” a la producción industrial de la cinematografía de su país a la que perciben agotada y decadente. En 1954 el joven François Truffaut publica en Cahiers, ”Une certaine tendence du cinéma francais”, suerte de manifiesto fundacional donde critica al denominado “cine de calidad francés” y sus pretensiones de realismo psicológico, del que dice “ni es realismo ni es psicológico”, subrayando que su sumisión a la literatura y su inclinación al intelectualismo coarta la autonomía del lenguaje fílmico. Ese cine -dice Truffaut despectivamente- está dominado por “películas de escenógrafos”, es mera ilustración o complemento de la literatura, considera irrelevante el trabajo del director y constituye un engaño. Se le hace creer al público que se trata de obras nuevas y de elevado nivel, cuando en realidad todas son calcadas de la misma receta. Trata de disfrazar con la “calidad” y la pretensión de “obra comprometida”, afirma Truffaut, lo que no es más que una obra comercial. Es un cine “antiburgés hecho por burgueses para burgueses”. (Truffaut, en Romaguera i Ramio y Alsina Thevenet, op. Cit.). En su apasionada cruzada anti-institucionalidad cinematográfica, recogen la proclamada -y poco practicada- propuesta de Astruc de 1948, de la cámara-lapicera (caméra-stylo), y para escándalo de los críticos “notables” del momento, exaltan a oscuros directores del pasado y sus filmes, en los cuales creen ver ejemplos anticipatorios del cine de autor. Son realmente una “nueva ola” que recoge la tradición vanguardista de ecandalizar para sacudir las conciencias aletargadas. Paso necesario para demostrar después cuan antinatural puede ser el cine basado en la novela naturalista. Apunta Román Gubern que, a diferencia del concepto de “cine de autor” que lanza el mismo grupo, el término nouvelle vague, fue acuñado por la periodista del semanario L’ Express, Françoise Giroud, en 1957, a raíz de una encuesta sobre la juventud rebelde francesa de la época (Gubern; 1999). El paso inicial de la producción del movimiento, lo dará Claude Chabrol, en 1958, con “El bello Sergio” (Le beau Serge), realizada con escasos recursos económicos -gracias a una herencia recibida por su esposa- y actores poco conocidos. La película obtiene, sin embargo, reconocimiento de la crítica y éxito de público. Esto posibilita a Chabrol filmar al año siguiente “Los primos” (Les cousins). Paralelamente, François Truffaut filma “Los 400 golpes” (Les quatre cents coups) -financiada por su suegro- y dedicada a la memoria de su maestro, André Bazin. (Gubern; op. Cit.). La película también logrará gran aceptación del público, particularmente de aquél sector juvenil denominado nouvelle-vague. Pese a que el premio mayor del Festival de Cannes de 1959 (La Palma de Oro) se otorga a “Orfeo negro” de Marcel Camus -que reunía las características que los integrantes de la nueva ola criticaban- el premio a la mejor dirección lo recibe Truffaut. Esto posibilitó al movimiento abrise camino, a pesar de las feroces críticas de muchos representantes de la industria. La respuesta anti-sistema del cine de autor, no obedeció a razones meramente estéticas, ni ideológicas, sino que emergió también de la profunda crisis que aquejaba por entonces a las cinematografías mundiales. No puede omitirse que se trata de un movimiento post-televisión. Si bien las primeras experiencias de transmisión televisiva en Europa, datan del año 1932, es sabido que la guerra y ciertas imperfecciones técnicas que debían pulirse pospusieron su aparición hasta los 50. A poco de instalado, el nuevo medio comienza a apropiarse de los géneros más populares del cine-espectáculo; melodrama, acción, musicales, etc., convirtiéndose en el centro del entretenimiento familiar y desplazando al cine de esta función. Se impone entonces al cine encontrar la forma de recuperar el terreno perdido. Para ser eficaz, la respuesta debía conjugar los aspectos económicos con los artísticos. La industria francesa se vuelca al “film de calidad” (aggiornamiento del Film d’art ), el melodrama de origen literario y la comedia con Jacques Tati. Hollywood responde con un fastuoso cine-espectáculo basado en superproducciones con las que la televisión no podía competir y eliminando el cine “clase B” que tantos réditos de público le había dado. En todas partes la industria busca desesperadamente nichos competitivos con la TV. Pero, al decrecer abruptamente la asistencia de los espectadores a las salas, el número de las producciones desciende en los distintos países. Es sintomático que en 1954 los Estados Unidos lleguen al nivel de producción más bajo desde los años 20: totalizando 253 películas (Pérez Turrent, en Sadoul, 1974). Influido por el neorrealismo, así como por la propuesta de la caméra-stylo, el nuevo movimiento francés se propone abolir el esquema basado en las grandes producciones y el despliegue del cine-espectáculo industrial, con su costoso sistema de estrellas y grandes montajes escenográficos, para encarar producciones modestas. Recurre, entonces, a la autenticidad de las locaciones naturales -o que parecen serlo- y a actores y actrices hasta el momento desconocidos, cuyas fisonomías no responden a los patrones de belleza convencionales, los cuales tampoco representarán a los arquetipos de la tradición literaria burguesa, ni del cine de géneros, sino a personajes extraidos de las turbulencias de la vida. Estos anti-héroes, precursores de la posmodernidad, tendrán un perfil que derivará hacia la construcción de un nuevo arquetipo: el “héroe moderno”. Bajo la consigna de terminar con el anonimato del autor, también cae la serialización generística fundada en la rígida división del trabajo propia de la industria, en particular la existente entre el guionista y el director. La autoría del director, que implica su asunción del lugar de emisor identificable del discurso, cumple una doble función cuestionadora. Por un lado de los modos de producción de la industria cinematográfica que no dejaban resquicio para los directores nóveles o independientes. Por el otro, implica una subversión del trabajo intelectual dentro del campo cinematográfico, en la medida que es el director del film -y no el autor de la obra literaria previa o el sello productor- quien hace explícita su cosmovisión y, por tanto, el autor verdadero de la obra cinematográfica. Este propósito, a la vez que supone un gran cambio de orden simbólico, ataca las bases materiales del star-system; esto es, la función de estrategia de marketing para la venta de las películas, que también pasa a ser un componente básico de la televisión cuyo propio sistema estelar arrojará a un anonimato aún mayor al director. El rechazo a la adaptación de una obra literaria previa y la demolición del encasillamiento generístico serán otras constantes del movimiento. En general, la producción se basará en un guión especialmente concebido para el film, en algunos casos escrito enteramente por su director y en otros con la colaboración de un guionista perteneciente al mismo grupo o consustanciado con su ideología. Se dará también el caso –por ejemplo, Jean Luc Godard- en que el autor-director desechará el paso previo del guión y construirá su película mediante el trabajo de improvisación con los actores en torno al tema planteado en una escueta estructura. Aún cuando exista la sujeción a un guión previo, la contribución de los actores a la obra fílmica es mucho mayor que en la producción rígidamente compartimentada del cine industrial. El estilo de actuación logrado mediante las improvisaciones contribuye a desdramatizar la ficción y dar naturalidad a los diálogos. Hecho que al combinarse con la cámara-lapicera del autor, que adopta la mirada del observador externo, provoca un efecto de distanciamiento que vincula, estilísticamente, al cine de autor con el cinéma-verité y el nouveau roman de la “escuela de la mirada” (école du regard; Alain Robbe-Grillet y Marguerite Duras particularmente). Este punto de vista posibilita profundizar en los pequeños gestos y en la psicología de los personajes de una manera ascética y, en apariencia, prescindente de toda pasión subjetiva. Estilo que es congruente con los argumentos y personajes escogidos y sus actitudes frente a la vida. La abolición o relativización del patrón generístico como paradigma productivo, constructivo y estético -que la televisión reelabora- da lugar a la preeminencia del estilo. El régimen de previsibilidad del género que, del lado del espectador actúa como patrón de reconocimiento, es así transferido al estilo del director-autor. Ya no se trata de ver una película policial o una comedia protagonizada por ciertas estrellas famosas, sino el film de un director cuyo estilo identificable actúa como fuente de previsibilidad, más allá del tema o el género que aborde en cada una de sus obras y de quienes sean sus actores. A la larga, actores y directores del “cine de autor” conformarán una suerte de star system paralelo al hegemónico y de nuevo perfil que adquirirá, asimismo, la función de estrategia de marketing. La diferencia es que ya no se procura la adhesión del público al cine-espectáculo, mediante la promoción de las estrellas y la planificada correspondencia entre los personajes de ficción y la imagen que los actores que los representan proyectan, para constituirse en arquetipos a ser imitados en la vida real. A la autoridad emanada del despliegue emocional-litúrgico de este sistema, se opondrá la autoridad intelectual y creativa del autor y la calidad interpretativa del actor que habrá dejado de ser una “estrella”; a la autoridad del género se opondrá la del estilo autoral. Gordard se propone, no sólo hacer estallar el relato a nivel de la narrativa, fragmentando las acciones y destruyendo arbitrariamente su coherencia espacio-temporal, sino también la tradición misma del lenguaje cinematográfico. Así, introduce saltos de eje, abruptas discontinuidades técnicas, efectos de alteración del tiempo que no obedecen a necesidades narrativas, llegando inclusive a intercalar trozos de negativo que producen un efecto de extrañamiento. Apela a cuanto recurso surja de su vasta imaginación para desmontar las piezas de la institución cinematográfica, desnudando ante el espectador “la cocina del lenguaje”; o sea, todo aquello que los filmes “bien hechos” sirven en su mesa como un apetitoso plato a saborear, pero cuya elaboración ocultan. Esta actitud anárquica y rebelde la expresa Godard en relación a todos los valores consagrados por la Francia burguesa; en primer término, obviamente, con la tradición racionalista cartesiana. Aunque los restantes directores del movimiento asumen prosiciones menos virulentas, las innovaciones que cada uno de ellos aporta se tornarán insoslayables. De la mano de estos cambios, nuevos temas y motivos irrumpen en la pantalla y otros se redefinen. El melodrama y el drama social serán desplazados por el drama intimista y los problemas de individuos que cuestionan la “normalidad” burguesa; el peso del argumento es desplazado por la profundización psicológica en los caracteres dramáticos; las alusiones vedadas a la sexualidad del cine industrial -y aún más de la TV- por el erotismo sin tapujos. Es particularmente en este aspecto que el cine de Hollywood parecerá puritano e ingenuo. Aunque el erotismo desenfadado había sido introducido por el dúo Vadim-Bardot, en 1956 con “Y Dios creó a la mujer” (Et Dieu créa la femme), la sexualidad humana mostrada en la pantalla grande sin metáforas pudorosas o hipócritas, observada por el ojo de la cámara con la misma naturalidad con la que se mira un paisaje, no sólo se integrará a la lógica de la diégesis cinematográfica cualquiera sea el tema, sino que podrá ser un tema en sí (por ej. Les amants, de Louis Malle, 1958). El erotismo franco y la intencionalidad anti-escenográfica harán de la cama un elemento importante de la acción. El lecho no sólo cumplirá las funciones tradicionales de dormir y hacer el amor, sino que se constituirá en una suerte de símbolo. Desde la cama se puede mirar televisión, escuchar música, leer, comer, o simplemente sumirse en la desencantada contemplación de la vida. También la cama, como posesión personal, objeto que define un espacio, o barrera comunicativa, se presta para desarrollar distintos conflictos humanos. Entre la cama, símbolo del espacio privado por excelencia, las calles suburbanas de Paris, ciudad redescubierta por esta nueva mirada que revela cuánto de oscura sordidez esconde su belleza y la demolición de la apariencia bucólica de las ciudades provincianas, el cine de autor se dedica a derrumbar los mitos de la France eternelle. Las referencias a la cama y al costado oscuro de las ciudades remiten, la primera, al cuestionamiento a cierta tradición literaria francesa (los “dramas de alcoba”). La segunda, presenta el contraste entre un espacio público que fuera el escenario luminoso de los sueños revolucionarios en los momentos de su apropiación por las masas y las ciudades sombrías que asisten silenciosas a la feroz y sangrienta Guerra de Argelia. Tema tabú para el cine francés, que Godard aborda en “Le petit soldat” (1960) cuya exhibición es prohibida hasta 1963; después de terminada la guerra. Igualmente será puesta bajo la lupa implacable del movimiento, la hipocresía de las convenciones burguesas de las pequeñas ciudades provincianas para develar las sórdidas relaciones interpersonales que ellas enmascaran. La angustia existencial del individuo incomunicado y desgajado de su sociedad, será el gran tema del movimiento. El mismo adquirirá los diversos rostros de personajes que bordean los límites de la locura y la muerte. Este desgarramiento existencial comprende, desde el simpático asesino perseguido de “Sin aliento“ (A bout de souffle, Godard, 1959, con guión de Truffaut), hasta el escritor alcohólico y suicida de “El fuego fatuo” (Le feu follet, 1963, de Louis Malle) pasando por el revolucionario español en crisis, exiliado en Paris, de “La guerra terminó” (La guerre est finie, Resnais 1966). También habrá excepciones e irregularidades en la obra de varios integrantes del movimiento que incursionarán en la industria. Algunos de estos filmes estarán signados por los rasgos que ellos mismos tanto habían denostado en sus inicios. Desde este “cine del malestar” un nuevo verosímil fílmico se abre paso. Es el de la conciencia en crisis que se extiende por distintos sectores de las sociedades europeas; juveniles, intelectuales, mujeres, trabajadores, en las que pese al Estado de bienestar, las relaciones sociales se desestructuran. Como en las mónadas de Leibniz, las conciencias de los personajes desencantados del cine de autor, contienen a nivel “micro”, la macro realidad social de un mundo en crisis. Sólo que, en este caso, el Donante Supremo de la armonía está ausente. La muerte de Dios, que Nietszche había denominado nihilismo, alude a esta suerte de vacío existencial que introduce el cine de la nouvelle-vague como una suerte de hilo conductor hacia la posmodernidad. La ruptura de la armonía presente en las obras alude a la pérdida del sentido del mundo regido por el orden burgués, con sus hipócritas estilos de vida, sus códigos, valores y sistemas de ideas. Pero también al derrumbe de aquél que, desde el marxismo, prometía la utopía de sociedades felices en la cual la izquierda europea había depositado sus esperanzas y que deriva en el decepcionante “socialismo real”. Es éste un mundo desencantado, en el que la pérdida de valores trascendentes y de los ideales que representaban objetivos colectivos que habían dado sentido a la vida de varias generaciones, abren paso a la anomia. Obturada la puerta de ingreso a la historia, no le queda al individuo sino replegarse hacia sí mismo y expresar su inconformismo, ya sea para refugiarse en la memoria -el cine de Resnais- o bien autodestruirse -“Pierrot le fou”, de Godard. Es la realidad de una sociedad dislocada la que anida en la conciencia fragmentada de los personajes del drama del cine de autor francés. El adolescente angustiado por el desamor y la indiferencia de su familia (Jean Pierre Leaud) de “Los 400 golpes” de Truffaut y el asesino perseguido (Jean Paul Belmondo) de “Sin aliento”, de Godard y su eventual pareja (Jean Seberg) con la que el inicio de un posible amor desemboca en la traición de ella que lo arroja a él a la muerte de manera conciente, constituyen los arquetipos de la nueva actitud nihilista ante la vida. Ellos confieren verosimilitud a las historias que protagonizan, tanto por la ausencia de aquellos valores, antes considerados fundamentales -hecho que da cuenta de su imperfecta condición humana- como por el desgarramiento que los atraviesa hasta en sus mínimos actos. De este modo, la anti-heroicidad de sus oscuros dramas individuales y sus miserables vidas, adquieren la grandeza que los justifica. Pese a su controversial ataque al realismo, el cine de autor arriba a un realismo de nueva especie, en el cual no es la realidad del mundo histórico la que solicita la percepción del sujeto para ser reconocida por él, sino, a la inversa. En esto reside el malestar que provoca: la conciencia del sujeto no es “reflejo” del mundo, ni se vuelca hacia la historia para aprehenderla o transformarla, sino que el mundo, al invadirla con su crueldad y sinsentido, la ha transformado en objeto nómade, negándole toda posibilidad de anclaje en la esfera de lo público o colectivo, así como en la de los afectos personales. Esta conciencia individual volátil, remite a un mundo que se ha tornado incomprensible y cuyo signo distintivo es el carácter efímero de todas las construcciones sociales y políticas originadas en la supremacía de la razón. Los nuevos arquetipos son personajes expulsados de la plenitud de la vida. En ellos el amor pasa a ser una quimera inaprensible y fugaz del horizonte de la angustia. El suicidio por dinamitación del final de “Pierrot le fou” (1965) de Godard, alegoriza ejemplarmente el mundo al borde de la explosión que implosiona dentro del sujeto haciéndolo estallar en mil pedazos. Subterráneo paralelismo con respecto a la múltiple explosión final del edificio -que simboliza al capitalismo y la sociedad de consumo norteamericana- “detonada” por el odio de la mirada de la protagonista de Zabriskie Point (1969) de Antonioni, filmada en los Estados Unidos para la Metro. En este último caso, la explosión simbólica es la de un mundo exterior al personaje, al cual éste opone otro mundo posible que asume como propio; el de la contracultura hippy. La explosión de Pierrot, en cambio, clausura toda alternativa. En su diversidad de tendencias, los nuevos verosímiles fílmicos del cine de autor se conectarán naturalmente con el imaginario de aquella juventud rebelde encuestada por la periodista de L’ Express en 1957. La “nueva ola” adquirirá pleno sentido en el siguiente decenio, cuando se constate que, en la íntima relación entre imagen fílmica-imaginario colectivo, el arte se habrá anticipado una vez más a las ciencias sociales en su percepción de la realidad histórica. El crítico e investigador de cine Guy Hennebelle divide a la nouvelle-vague en cuatro tendencias : “a) un nuevo academicismo ilustrado por Chabrol, Truffaut, Carné, Delannoy (...) ; b) El intelectualismo, ese vicio impune del cine francés al que se entregan los Kast, Rohmer, Rivette, Robbe-Grillet, Marguerite Duras y otros. c) El cine de introspección, complejo de designar y coincidente a veces con el anterior, designa sobre todo a Alain Resnais(...). d) Los preludios de un cine revolucionario”, en el cual inscribe a Godard y a cuya vanguardia ubica a Chris Marker, Armand Gatti y, más tarde, a René Allio y otros. Según Hennebelle serán los pertenecientes a esta última tendencia, los cineastas que entroncarán con el cine político a partir del 68 (Hennebelle; op. Cit.). En el orden teórico, dos conceptos clave dan surgimiento al cine de autor; “puesta en escena” y “política de los autores” (Magny; 1991). Aparentemente ambos son por completo contradictorios con los postulados del realismo baziniano, en tanto remiten, uno a la laboriosa composición de la tradición teatral y el otro, a la subjetividad máxima, antes que a la tesis de transparencia y objetividad del realismo ontológico por aquél preconizada. No obstante, la puesta en escena cinematográfica, tal como es concebida por los integrantes del movimiento -más allá de los diferentes estilos en los que cada uno de ellos la plasma- surge de la constatación de que todo lo que el objetivo de la cámara capta -los actores y objetos, los espacios y desplazamientos dentro de ellos, las angulaciones y movimientos, etc.- significa. Se trata, pues, de hacer conciente el proceso de construcción de la significación. No hay elecciones arbitrarias, ni guiadas por un mero afán esteticista; cada una de ellas debe expresar ”algo” y los distintos niveles que componen la obra han de dar por resultado una unidad semántico-estilística. La mirada distanciada del ojo de la cámara, la puesta en escena y la subjetividad de la mirada del autor, son los tres componentes de una unidad dialéctica. Existe en los integrantes del movimiento la plena convicción de que el espacio cinematográfico no es, ni puede ser, copia fiel de la realidad, sino un espacio virtual, humanamente construido. A la modelación de este espacio concurren multiplicidad de factores y condicionantes que llevan a cada aspecto o momento de la obra diversidad de miradas, cuyo resultado final -para que aquella sea inteligible- ha de ser la unidad de visión. Por lo que es falso y forzado negar la intervención del realizador en la composición de estos factores y en la armonización de las miradas que dan por resultado aquella unidad. Se sea o no conciente de ello, la mirada unificadora del director siempre existe. De igual manera que la historia de las sociedades no se construye a partir de una mirada única, sino desde miradas múltiples y diversas, cuya interrelación y lógica debe desentrañar el historiador, dando como producto una interpretación de la misma –que es inevitablemente la suya- otro tanto sucede con el director del film. La política de los autores consiste, precisamente, en demoler el mito de la objetividad y el anonimato, para subrayar que el cine -al igual que la novela- tiene un autor y que cada filme da cuenta de la personalidad y las ideas del mismo, tal como sucede con otras artes. Sin admitir este principio no es posible hablar de la autonomía artística del campo cinematográfico. En dicha política de los autores ve Jean Mitry una de las cualidades específicas del cine. Sostiene el teórico francés, que el aspecto estético del cine sólo existe en un diálogo con el realismo psicológico del cual aquél, como análogo del mundo real, no se puede librar. La pantalla como marco y ventana del mundo hace que el film muestre -dentro de la pantalla- una porción del mundo que hay más allá de ella y que el marco oculta. Pero el espectador sabe que ese mundo existe y que el film brinda de él tan sólo una de las innumerables formas de verlo. Por tanto, el creador cinematográfico no puede liberarse de la realidad, pero puede y debe darle su propio tratamiento (Patar; 1991). La invisibilidad del director, además de ser una hipocresía, atenta contra el sello anti-género y anti-producción industrial por excelencia: el estilo. Y, para la política de los autores, es al nivel del estilo, antes que del “contenido”, al que debe orientarse la crítica o el análisis de las obras fílmicas. Afirmación con resonancias de la caméra-stylo de Astruc y batalla final, y victoriosa, de la lucha que había emprendido la teoría del cine a principios de siglo por la legitimación del campo cinematográfico como arte y del cineasta como artista. La visibilidad del director como autor cierra aquella larga búsqueda de legitirmidad, pero introduce una nueva e inquietante división en las categorías cinematográficas establecidas. Esta es la adjudicación de un valor artístico plus o “superior” al cine de autor, con respecto al producido por la industria. Se consagrará así la diferenciación entre un cine “obra de arte” (de autor) y otro “cine comercial” (industrial) o dirigido al mero entretenimiento. Escisión que, anticipada en períodos anteriores por las vanguardias, se superpondrá decididamente a la taxonomía de los géneros. Este nuevo valor simbólico adjudicado a ciertas películas o tipo de cine, jugará asimismo un importante papel en la lucha competitiva de la cinematografía francesa -y la europea en general- con el emporio hollywoodense, así como en la competencia entre el cine y la televisión. Pese a que los cineastas-teóricos de la nouvelle vague francesa, y otros de diferentes partes del mundo, revisarán críticamente aquella división maniquéa, ella queda instituida. Al menos hasta que la equiparación valorativa de todos los fenómenos artísticos perpetrada bajo el paraguas de la posmodernidad, se dedique a “redescubrir” el cine “clase B”. Los críticos se abocarán entonces a una competencia snob por exhumar rarezas. No se tratará sólo del cine de calidad producido por la industria hollywodense -que Cahiers du Cinéma se había anticipado en identificar- para convertirlo en objeto de culto, sino también de la sacralización ecléctica de los peores esperpentos y del más banal “cine de efectos”. Con la nueva generación de críticos nucleados en torno a la revista fundada por Bazin, que luego se tranforman en directores de cine, también se da una curiosa inversión en la trayectoria de la reflexión teórica. Si antes la misma era abordada como producto de prácticas cinematográficas concretas o bien las acompañaba, con el cine de autor la teoría precederá a la práctica, ingresando al campo de la realización cinematográfica al modo de hipótesis que requieren ser validadas por aquella. ¿Qué transformaciones impulsan este cambio? Primero, la teoría del cine pasó de ser una actividad subsidiaria de la producción y de reflexión sobre obras cinematográficas particulares -y, desde ellas, acerca de lo específico del cine- a constituir un campo relativamente autónomo de producción intelectual. Se encuentran indicios de este deslizamiento en los teóricos “clásicos”, el mismo se acrecienta con el neorrealismo, donde en una primera etapa la teoría se desacopla del cine producido y después vuelve a sintonizar con él pero desprendida ya de la psicología y la antropología que la habían acompañado un largo trecho. Es en la primera etapa del cine de autor que la teoría del cine reingresa de lleno al campo de la estética. En segundo lugar, de manera contemporánea al desarrollo del cine de autor, surgirá y evolucionará el estructuralismo, corriente que, en la década de los 60, se torna hegemónica en diversos campos de las ciencias sociales, la literatura y, sobre todo, la lingüística. El estructuralismo avanzará también en la antropología y la semiótica con su vocación por el análisis de los niveles “micro” de la realidad. Aparece, en suma, una “nueva ola” de intelectuales que marca con su influencia el devenir de la antropología, la sociología, el psicoanálisis, la lingüística, la literatura, el cine, la comunicación social. Campos entre los que se empiezan a establecer entrecruzamientos cuyo sostén ya no es ideológico o filosófico, sino que está dado por un programa metodológico compartido. Se trata ahora de clasificar la porción de la realidad abordada por cada disciplina mediante su desmembramiento analítico y de estructurar modelos o sistemas universales de comprensión que puedan dar cuenta del objeto de estudio, más allá de los fenómenos particulares. Aunque, en cierta medida, el estructuralismo pudo constituir una moda promocionada por los críticos y medios de comunicación, lo cierto es que el desorden del mundo ya no posibilitaba hacerlo comprensible por la vía de los grandes relatos filosóficos o ideológicos, ni por la de los estudios estadísticos. La percepción de estar ante un verdadero cambio civilizatorio -o una encrucijada de la historia- parecía imponer a muchos intelectuales la necesidad de apartarse de la abstracción teórica y las explicaciones totalizadoras para concentrarse en los fenéomenos particulares. Es entonces que la teoría del cine se ubica de lleno en el terreno de la semiología. Cahiers du Cinéma sigue de cerca aquella trayectoria y publica una entrevista a Roland Barthes (“Sur le cinéma”) en 1963, así como los primeros escritos de Christian Metz en 1964. La obra de Jean Mitry, “Esthétique et psycologie du cinéma”, había aparecido en 1963, pero él ya venía investigando la historia y la estética del cine desde 1930. Dominado el campo de la teoría cinematográfica europea por aquellos gigantes y el de las ciencias sociales por el estructuralismo durante todo el decenio -y más lejos aún- sólo Godard, Deleuze, Eco y Pasolini, se atreverán a formular aportes nuevos. La teorización sobre la nueva relación cine-sociedad que reclama la crisis en curso y las formulaciones estéticas congruentes con ella, emigran entonces hacia los “bordes”, en los países en los que surgen los “nuevos cines”. El movimiento que tiene lugar en Francia entre 1953 y 1968 se nutre de los aportes de la trayectoria teórica europea clasica, pero al emigrar la producción teórica a la polifacética geografía en la que se despliegan los “nuevos cines” todo clasicismo y toda teoría previa serán objeto de sospecha. El nuevo régimen de verdad que presupone el verosímil fílmico del cine de autor, da cuenta de un mundo en acelerado cambio y de la emegencia de nuevos actores sociales. Las luchas por la liberación de los dominios coloniales que pugnan por constituirse en naciones en el marco de la bi-partición del poder mundial generada por la segunda Guerra Mundial, la polarización político-ideológica de la “guerra fría” que la acompaña y las convulsiones sociales y políticas que signan el fin de los 60, desembocan en una turbulencia social que establece su núcleo significativo en el campo cultural. Los diversos movimientos críticos que recorren a casi todas las sociedades, fueran políticos o sociales, se reivindicarán ante todo como contraculturales. En ellos adquieren repentino protagonismo los sectores antes marginados; jóvenes, mujeres, trabajadores, minorías étnicas, intelectuales. De manera contemporánea, las sociedades industriales avanzadas -particularmente los Estados Unidos- incubaban en los laboratorios de investigación científica aplicada a la industria bélica un salto tecnológico apenas entrevisto, que tendría su mayor impacto en el campo de las comunicaciones y la información y, obviamente, del audiovisual. La revolución tecnológica en curso, a caballo entre el fin de una etapa de desarrollo del capitalismo y el comienzo de otra, tendrá una influencia decisoria en la redefinición de “los posibles” fílmicos (y de otras especies...).
Descriptor(es)
1. CINE DE AUTOR
2. CINE POLITICO
3. DIRECTOR
4. NEORREALISMO ITALIANO
5. NEORREALISMO Y CINE
6. PRODUCCION
7. SOCIEDAD Y CINE
Autor(es): Susana Velleggia
Publicación: La Habana, 2008
Idioma: Español
Fuente: La Máquina de la mirada : Los movimientos cinematográficos de ruptura y el cine político latinoamericano en las encrucijadas de la historia
Formato: Digital
LA PROBLEMATIZACIÓN DEL REALISMO POR LOS MOVIMIENTOS DE RUPTURA La intención de problematizar la categoría de realismo cinematográfico alcanza sus niveles más sistemáticos de experimentación y reflexión en los movimientos que también procuran instalar nuevas formas de interrelación obra-espectador y cine-sociedad. Dentro de la ficción realista, el neorrealismo italiano de la posguerra y el cine de autor francés, con diferencias conceptuales y estilísticas entre sí, pero con más puntos en común de lo que habitualmente se supone, son los movimientos que emprenden la tarea de resignificar la realidad fílmica e impulsar la resignificación de la historia. En el campo documental –aunque no exclusivamente en él- el cine político, se expande en los años 60 en el marco de los “nuevos cines”que surgen en todo el mundo. Los mismos conjugan reapropiaciones y resemantizaciones de aportes de procedencia diversa de las vanguardias de los comienzos del siglo XX, con innovaciones estéticas que excederán el estricto sentido político que se pretende dar a las obras. Estos movimientos, en apariencia dispares, abrevan en las fuentes de dos corrientes fundantes del cine de principios de siglo; los filmes de ficción soviéticos del período clásico y el “Cine-ojo” de Dziga Vertov que, contemporáneo del primero, tanto influenciará a las vanguardias francesas de la década del 20 y el 30, como al cine documental inglés, al cinéma-verité de Rouch, al de la caméra-stylo de Astruc y a los “nuevos cines” que florecen en los 60s. La red de interrelaciones que entretejen estos movimientos giran en torno a un eje: el abordaje cinematográfico de la realidad histórica de sociedades en crisis, desde una perspectiva crítica y adoptando como punto de partida el principio de autenticidad, antes que el de verosimilitud. Más allá de sus diferencias estilísticas y conceptuales, el rasgo común a todos ellos es la ruptura con la institucionalidad cinematográfica forjada por la industria, principalmente la de Hollywood. Sin embargo, al recuperar experiencias, hallazgos y tendencias del cine de los inicios, los tres movimientos efectúan una apropiación selectiva de la tradición en la cual reside su carácter articulador con dicha institucionalidad. Las constantes que los caracterizan pueden agruparse en los siguientes aspectos: a)La relación teoría-práctica y la impugnación del modelo de cine hegemónico El punto de arranque de estos movimientos es la problematización de la categoría de realismo cinematográfico tal como fuera concebida desde la industria. Esto da lugar a uno de los debates más intensos y ricos producidos en el campo artístico sobre el realismo en general que, lamentablemente, es poco conocido. Se trata de la asunción del fenómeno cinematográfico en términos integrales, cuyo rechazo a la tradición cinematográfica del cine industrial producido en cada espacio y momento y del cine-espectáculo hollywoodense, reconoce distintos derroteros. Ya sea que se pretenda refundar la industria sobre nuevas bases, o bien dar al cine una dimensión que trascienda el fin de espectáculo, aunque ello lo condene a una difusión restringida, las nuevas concepciones del fenómeno cinematográfico y los argumentos que las fundamentan, se explicitan en manifiestos, ensayos, investigaciones y análisis críticos de las películas producidas en diferentes épocas y lugares. La lucha por la legitimidad de las innovaciones, impulsa a esta reflexión teórica sobre el cine a incursionar en diferentes campos y disciplinas; desde la sociología y la antropología hasta la semiótica y la filosofía política. Esta negación de “lo viejo” y la consiguiente apertura a “lo nuevo”, mantiene como constante de los planteos teóricos y las opciones artísticas, la idea de cambio integral: en las obras y sus diversos niveles constitutivos, así como en el proceso que va de la producción a su apropiación por los espectadores. b)Cambios a nivel del discurso fílmico; la historia como tema y problema La ruptura con respecto a las reglas de los géneros consagrados del cine-espectáculo, en los niveles temático, retórico y enunciativo, es el rasgo inmediatamente visible en los tres movimientos arriba mencionados. En el nivel temático los filmes neorrealistas de los inicios encuentran su objeto preferencial en el drama de personajes pertenecientes a los sectores populares confrontados a la crisis de la Italia de la posguerra. La dura realidad histórica y la toma de conciencia crítica acerca de ella, por dichos sectores, es la historia que narran las películas. En una segunda etapa el movimiento encara una apertura que bifurca sus senderos hacia otros actores sociales, temas, y géneros, mateniendo, empero, como una constante, la relación sujeto-historia y a ésta como nudo argumental, en mayor o menor grado explícito. El cine de autor francés hace de la conciencia individual en crisis el objeto de su indagación. Microcosmos que, de manera más connotada que denotada, remite a una crisis de orden macrosocial. La historia individual actúa en este caso como referente de un marco histórico que es cuestionado. Por su parte, el cine político o militante se lanza a explorar el universo del malestar social y la crisis en las múltiples manifestaciones que ella asume, desde el punto de vista de quienes serían los actores llamados a superarla: los sectores populares. Su impronta crítica suele derivar en un optimismo romántico con respecto al sujeto colectivo aludido; el pueblo. En los niveles retórico y enunciativo, el cine de ficción de dichos movimientos opera una deconstrucción de la dramaturgia tradicional. Mientras el neorrealismo se basa en la dramaticidad cruda de los hechos históricos, el cine de autor apela a los quiebres en la temporalidad del relato que rompen su linealidad narrativa y confieren a los sujetos de la enunciación la función de interpelar al espectador y problematizar su rol. Asimismo, en los tres movimientos, la construcción del material fílmico opera una ruptura estética que desplaza a la “puesta en escena” heredada de la tradición teatral y cuestiona la adaptación literaria clásica, así como los criterios de “belleza” del cine-espectáculo. Esto implica la adopción conciente de un nuevo criterio de calidad artística que refuta el universo esteticista de la obra “bienfaite”, remitiendo a la cualidad del cine para establecer una relación productiva obra-espectador. En esta cualidad ubican el aporte específico del arte cinematográfico. Cada uno de estos movimientos adopta, a su manera, el principio de distanciamiento -de la estética brechtiana- para incitar al espectador a trasladar la capacidad de descubrimiento movilizada por la obra, a la toma de conciencia sobre su situación en el mundo. El cine político avanza aún más allá, al pretender que, además, el espectador se convierta en actor protagónico de la realidad histórica, tomando partido por su transformación. Ya no se trata de agradar los sentidos para sumergir al espectador en el ilusionismo de las imágenes con el fin de hacerle olvidar los problemas del mundo en el cual vive, sino de provocar en él interrogantes que hagan tambalear sus certidumbres e ideas previas acerca del mismo. Para lograr este efecto, también debe ser puesta en crisis su lógica perceptiva y, por tanto, la lógica narrativa de construcción de la obra. Las imágenes deben demoler los condicionamientos rutinarios del público que anestesian su percepción de lo real y del arte cinematográfico. Las líneas de este ataque se sintetizan en el lenguaje fílmico. Así como en “Paisá” (1946), Rossellini coloca al espectador dentro de una realidad presentada “en crudo”, mediante la crónica y el reportaje, confrontándolo a la verdad inapelable de espacios destruidos y personajes de la vida real relatando sus amargas experiencias de la guerra, “El año pasado en Mariembad” (1960) de Resnais y gran parte de la obra de Godard, recurren a los cortes bruscos, las transposiciones, paréntesis y saltos temporales, las alusiones oscuras y polisémicas. Ambos cumplen así la premisa de que el cine debe, sino sacudir al espectador, al menos incomodarlo. El cine político reforzará esta idea: no basta con ver, en la medida que, en términos cinematográficos, todo o casi todo ya ha sido visto. Se trata ahora de comprender, de descubrir, de sacudir la indiferencia e impulsar a la acción. Chris Marker apunta a este propósito con la suma de entrevistas de “Le joli mai” (1962), donde obliga a explicar a los entrevistados -y a reflexionar al espectador- por qué a los parisinos les interesa más la temperatura que la represión de la OAS en Argelia; el confort personal que las luchas obreras. “Todo espectador es un actor o un cobarde”, interpela, a su vez, a los espectadores, “La Hora de los Hornos”, del Grupo Cine Liberación de Argentina, refiriéndose, mas que a los espectadores de la pantalla, a los de la realidad histórica. c)Cambios en el rol del director y en la relación cine-sociedad El cambio en la relación obra-espectador apunta a forjar una interrelación cine-sociedad distinta, que se propone dar mayores grados de apertura al campo cinematográfico cuyas opciones temáticas y generísticas exhiben un profundo agotamiento en las distintas épocas y países en que estos movimientos surgen. En el principio, por todos ellos compartido, de incorporar el cine a la vida, transformando la capacidad perceptiva del espectador por distintos medios, es visible la huella de dos tendencias teóricas opuestas; las vanguardias estéticas -y también las formalistas rusas- y el realismo baziniano. La nueva interrelación obra-espectador ha de sustentar la fruición estética en la dimensión cognoscitiva de la realidad revelada por la obra, antes que en la inmersión sensorial en el espectáculo, que se agota en su consumo y la catarsis emocional. Pero, mientras que a André Bazin sólo le interesaba qué revelaba de la realidad el ojo de la cámara y qué conocimiento del mundo aportaba el film al espectador, omitiendo aquello que el realizador -su subjetividad- podría aportar a ambos, para los movimientos de ruptura el papel de éste es clave. Pese a los esfuerzos del neorrealismo para borrar las huellas de la subjetividad del emisor del discurso, o la presencia del director –que es la de la unidad realizador-guionista- como sujeto de la enunciación, la misma es constante. En el caso del cine de autor francés, esta presencia es explícita, conciente y teóricamente legitimada. Por su parte, el cine político “naturaliza” la presencia del director -o del colectivo que realiza el film- como enunciador del discurso, en tanto procura ser, precisamente, un cine- ensayo. Pero si el film y el cine son ubicados como emergentes de un proceso histórico del que extraen su legitimidad social y a cuyo reconocimiento remiten, forzoso es que el papel tradicional del realizador sea asimismo problematizado. Éste ya no será concebido como el “artista” que persigue la innovación estética per se, o que busca inspiración en los vericuetos del patrimonio discursivo literario, teatral o cinematográfico, tampoco como el “fabricante” de películas contratado por la industria a destajo. El cineasta, sin resignar su papel de artista, deviene en un comunicador social informado sobre su contexto histórico; que asume los roles de investigador, pensador, antropólogo, sociólogo y, llegado el caso, de agitador político. Este descentramiento del cine con respecto a su propio campo adquiere un signo provocador que, necesariamente, ha de alterar las diversas dimensiones que vertebran la obra. Si en la dimensión artística ello se expresa en una deconstrucción de la dramaturgia tradicional y de los códigos consagrados por el cine-espectáculo, con la intención explícita de fundar una nueva estética y una nueva poética sustentadas en una nueva ética, en la informativa se “carga” al mensaje con todo lo que se sustrajo a la obra. La desmesura no consiste ya en la pretensión naïf, de hacer del cine una copia fiel de la realidad, sino en la de convertirlo en una experiencia total; en un arma cuyos disparos hagan que, después de descargada, el espectador y la sociedad ya no puedan volver a ser igual que antes. La dramaticidad de la realidad, social o individual, revelada por el ojo inquisitivo de la cámara debe golpear al espectador sacándolo del apoltronamiento adormecedor de “la belleza” para arrojarlo a la vorágine de la vida, oscura, triste, sórdida, violenta, aunque no exenta de ternura y poesía, que transcurre más allá de la pantalla. Así como la obra pone al espectador ante la cruda realidad del mundo, haciéndolo responsable de sus opciones en relación al mismo, también aspira a que la sociedad asuma una posición inconformista y mucho más exigente hacia el cine y el arte en general. d)Cambios en los modos de producción Los tres movimientos mencionados subvierten los modos de producción instituídos por la industria. Las películas se realizan fuera de los estudios, con bajos presupuestos, al margen del sistema de las estrellas, recurriendo a los mismos protagonistas de la vida real o bien a actores relativamente desconocidos y la división del trabajo de los equipos artísticos y técnicos trastoca los roles cristalizados que imperan en aquella. Como tantas veces sucediera en la historia del cine, algunos de estos realizadores, una vez probado el éxito de público de sus obras, son convocados por la industria -incluso la hollywoodense- pero el cine de autor y el cine político pugnarán por mantenerse apegados a la tradición de los nuevos cines, aún trabajando desde el seno de ella. Contradicción ésta que atraviesa la producciíon posterior de muchos cineastas que dieran comienzo a aquellos movimientos y que el neorrealismo intenta resolver al tomar posesión de la industria cinematográfica italiana de la posguerra. El crecimiento artístico que alcanza el movimiento se articula a una constelación de factores cinematográficos y extra-cinematográficos, haciendo factible que esto suceda, al menos por un período. Entre dichos factores cabe mencionar la emergencia de un empresariado industrial nacional que se interesa por el cine, las inversiones de Hollywood en el cine de la península -impulsadas por las políticas proteccionistas del Estado italiano de la posguerra que limitan la importación de películas- la característica de escuela asumida por el neorrealismo que impulsa la formación de guionistas, directores y técnicos, con la consecuente renovación generacional. Esta dinámica le permitirá dar un nuevo giro cuando las primeras señales de agotamiento se presenten. Otros dos aspectos merecen destacarse: la reflexión teórica sistemática que acompaña a la práctica cinematográfica y el profundo enraizamiento de su poética y su estética en la identidad cultural de las distintas regiones de Italia. Estas experiencias permiten comprobar que el nivel conceptual y estético de los discursos es indisociable de sus modos de producción. Cuando la continuidad de la labor de los directores se traslada del contexto contra-institucional y contra-cultural del movimiento originario, al de la industria, las obras resultantes irán perdiendo la vitalidad de las que fueran fundadoras de cada corriente. De este proceso de cambios surgen nuevos criterios de verosimilitud, aplicables al campo cinematográfico en general, así como nuevos verosímiles que amplían y enriquecen las posibilidades del lenguaje fílmico, incentivando una mayor autonomía artística del cine. Estos movimientos se desenvuelven en contextos de intensa crisis social, en la cual se manifiesta la emergencia de imaginarios en búsqueda de un nuevo régimen de verdad. Con el neorrealismo, el cine de autor de la nouvelle-vague y los nuevos cines de los 60s, los invisibles lazos imagen-imaginario prueban, una vez más, su consistencia. El neorrealismo italiano. La realidad histórica como historia fílmica El neorrealismo surge inspirado en los principios del documentalismo aplicados a un argumento y a la necesidad de mostrar la realidad desnuda de la vida en un país devastado por la guerra. En un principio, sin proponerse fundar el movimiento cinematográfico más importante de la posguerra, el éxito de los primeros filmes sorprende a sus realizadores. El antecedente más cercano es “Obsesión” (Ossessione, 1942) de Luchino Visconti, y el movimiento se inicia decididamente con “Roma, ciudiad abierta” (Roma cittá aperta, 1945) de Roberto Rosellini. A ella le seguirán “Paisá” (1946) del mismo director y “Lustrabotas” del actor y, entonces novel director, Vittorio De Sica (1946), entre muchas otras que extienden la vitalidad del movimiento más allá de la década del 60. Amén de las influencias ejercidas por el mismo en el cine mundial, la incorporación de nuevas generaciones de cineastas italianos confiere al neorrealismo una insólita perdurabilidad y una diversidad estilística probablemente única en la historia del cine. Ya en la arriba citada película de Visconti -basada en la obra “El cartero siempre llama dos veces”, de James Cain y realizada en la etapa declinante del fascismo- despunta un nuevo estilo que muestra su vocación por la vida cotidiana y las muchedumbres populares. Aunque no tuviera connotaciones sociales o políticas directas, el film es prohibido después de su estreno (Sadoul; op. Cit.). La guerra y el fascismo habían dividido al país en fracciones irreconciliables. Con la derrota de éste y el importante papel jugado por la guerrilla, al establecerse la República bajo el signo político de la Democracia Cristiana, los sectores de izquierda, sus artistas e intelectuales -cuya figura paradigámtica había sido Antonio Gramsci- se lanzan a explorar el espacio de libertad que entonces se abre, aunque por poco tiempo. El guión de “Roma ciudada abierta” fue dictado a Rosellini por un jefe de la resistencia que relató su vida en la lucha de guerrilla contra la ocupación nazi y los “camisas negras” de Mussolini. La experiencia de resistencia al fascismo había sido vivida por una parte considerable de la población italiana y se mantenía fresca en la memoria, por lo que la película tuvo un resonante éxito que abrió las puertas al movimiento. “Paisá” parte de una encuesta realizada por Rosellini, el guionista Sergio Amidei y el joven periodista Federico Fellini a diferentes personas del pueblo, que reconstruyen frente a cámara sus experiencias de la guerra (Ibidem). Además de un desgarrador alegato anti-bélico, la película constituye un antecedente del cinéma-verité en cuanto al método aplicado, pero con resultados más dramáticos y con una poética que, profundizada en obras posteriores, será el sello distintivo del movimiento. La idea de un cine realista apoyado en la tradición literaria italiana del mismo signo, es una inquietud que ronda la reflexión de los teóricos de la península desde los años 30. En la segunda mitad del siglo XIX, el escritor siciliano Giovanni Verga, había fundado el naturalismo italiano.Tras los pasos de Emilio Zola, Verga relata la miserable vida de los campesinos y pescadores de su tierra, por lo que su obra constituye un punto de referencia ineludible para las nuevas generaciones de artistas. Pero las dificultades que los cineastas encuentran para plasmar esta idea de realismo son, en primer término, la censura fascista, la falta de recursos y, también, el modelo dramatúrgico tradicional que aquella literatura ofrecía, con sus personajes demasiado unívocos y el predominio de los escenarios rurales. Las reflexiones teóricas se interrumpen y serán retomadas a partir de 1948-1949, cuando las películas producidas a partir de “Roma, ciudad abierta”, ya habían pasado por encima de ellas. Rechazando la impostación del star-system, de los filmes rodados en estudio, con los decorados, el maquillaje y el vestuario rutilante de las estrellas, las constricciones generísticas del cine industrial hollywoodense y las intrascendentes comedias y películas históricas producidas bajo la censura fascista, una generación de directores formados en el documentalismo y el análisis de los clásicos -Griffith y las vanguardias soviéticas, particularmente- decide hacer de las ciudades destruidas por la guerra el escenario privilegiado de sus filmes y de los hombres, mujeres y niños del pueblo, sus principales actores. La nueva generación de cineastas contaba con escasos recursos técnicos y económicos, pero con el talento de guionistas de la talla de Cesare Zavattini y del, por entonces joven periodista, Federico Fellini. Este nuevo cine italiano es reconocido internacionalmente desde sus primeras obras, hecho que contribuye a impulsarlo, en tanto sus mentores, además de las lógicas preocupaciones estéticas y sociales, también estaban interesados en refundar una industria cinematográfica nacional que pudiera competir exitosamente con el cine norteamericano desde su propia identidad. El espejo distorsionado que había proporcionado la industria de la península de la etapa fascista, debía ser quebrado de manera contundente mediante un verdadero Renacimiento aplicado al cine. Con “La tierra tiembla” (La terra trema, 1947) de Luchino Visconti -primera parte de una trilogía inconclusa- y “Ladrones de bicicletas” (Ladri di biciclette, 1948) de Vittorio de Sica se produce el apogeo artístico del movimiento. “La terra trema” fue la segunda película de Visconti. Basada en una novela de Giovanni Verga (I Malavoglia) se propuso documentar la vida de los pescadores de Acitrezza, Sicilia, con actores no profesionales y recurriendo a improvisaciones en torno a problemas de la vida cotidiana, antes que a un guión estructurado. Por el apego a una estética basada en el principio de autenticidad que guiaba al neorrealismo, se mantuvieron los diálogos en su dialecto original, que no era comprendido en el resto de Italia. Pese a que la película ganara un premio en el Festival Internacional de Venecia de 1948 y fuera considerada por los críticos una de las obras máximas del movimiento, tuvo escasa difusión. Después fue doblada al italiano y del total de tres horas de duración se le cortaron 40 minutos (Alsina Thevenent; 1972). En cambio, “Ladrones de bicicletas” obtuvo un inmediato éxito comercial. De Sica parte de un conflicto simple que se transforma en un drama inmenso en virtud de su tratamiento: el sacrificio que hace un desocupado para comprarse una bicicleta que será su instrumento de trabajo, el robo de la misma y el solitario recorrido del personaje y su hijo pequeño por las calles de Roma en busca de la bicicleta durante todo un día. Esta historia “pequeña” de un acontecimiento de la vida cotidiana, posibilitó que una sociedad con millones de desocupados y donde la soledad era una realidad palpable, se reconociera en ella. De Sica contrapone la visión crítica y descarnada de la crisis social descubierta por la mirada al principio inocente del personaje, que va tomando conciencia de ella a lo largo de su búsqueda, con una aproximación humanista y plena de lirismo hacia los individuos inmersos en la misma. La unidad temporal de la acción y este contrapunto acentúan la significación dramática del relato que alcanza un efecto altamente conmovedor. El drama individual y la toma de conciencia del desocupado, se transforman así en un fenómeno colectivo. Más allá de las obras del neorrealismo consideradas paradigmáticas, la amplitud de la temática abordada por el movimiento y la diversidad de géneros y estilos autorales es tan vasta como rica. Destaca en este universo polifácetico un rasgo particularmente valioso: el rechazo a la imitación o la copia de las fórmulas exitosas del cine hollywoodense. Tentación en la que cayeron muchas cinematografías nacionales que pretendieron competir con aquél, con resultados obviamente muy pobres. Además de la cruda realidad de la guerra y sus efectos, el cine neorrealista será ejemplar en su voluntad de efectuar una indagación sensible y poética en la vida cotidiana de los héores anónimos del pueblo y su lucha por la sobrevivencia, en una sociedad que el movimiento aspiraba a transformar y no sólo a testimoniar. Varios integrantes del movimiento hablan de “la revolución de la verdad”, no sólo referida al campo artístico o cinematográfico sino también al social y político, como vía para superar la ominosa etapa de censura, amordazamiento e hipocresía que el fascismo había impuesto al país. Interpretar la realidad vivenciada por el pueblo y recuperar las raíces de su identidad cultural avasallada, desde una perspectiva crítica, forman parte de una intencionalidad política redentora que conecta de manera natural al neorrealismo con las vertientes literarias del realismo social que lo antecedieron. Si el movimiento se autocalifica como “nuevo”, lo hace con respecto a los realismos anteriores de la historia del cine. En el caso de Italia, el período mudo había contado con algunas obras como “Asunta Spina”, de Gustavo Serena y “Sperduti nel buio”, de Nino Martoglio que también habían nutrido al realismo francés. Abrirán nuevos caminos al movimiento, tanto a la orientación, por momentos carnavalesca y surrealista, de Federico Fellini (“La dolce vita”, “8 ½”, “Julieta de los espíritus” etc.), como al drama psicológico, basado en la crisis existencial y de valores de la burguesía, cuyo ácido crítico será Michelángelo Antonioni (“El grito”, “La noche”, “La aventura”, “El eclipse”, “El desierto rojo”). Cineasta de gran rigor analítico y estético, poco comprendido en su momento, abordará en Close-up (1966), el problema del individuo obsesionado por encontrar el sentido de la realidad tras sus apariencias, precisamente, en momentos en que los cineastas y teóricos europeos entablan un intenso debate sobre el realismo en el cine. Ningún fenómeno pareció serle ajeno al neorrealismo; desde la realidad de la crisis y sus manifestaciones en las distintas regiones de Italia, hasta el estudio de las conductas humanas y de las relaciones familiares; la vida de los pobres y marginados y la de las clases altas; la guerra y la resistencia ; la violencia social y la psicología de personajes atormentados; el bandidaje y la corrupción; el film histórico; la crónica, la comedia, el argumento original y la adptación literaria -desde Lampedusa a Pavese y Pratolini, pasando por Cortázar, los clásicos; Dostoiewsky, Camus y la tragedia griega. Esta versatilidad se expresa igualmente en las trayectorias seguidas por cada realizador. Luego de su nacimiento al calor del cine directo y transparente -como preconizaba André Bazin- la exacerbación del lirismo será el giro que tomará De Sica en “Milagro en Milán” (Miracolo a Milano, 1950) con guión de Césare Zavattini. Historia de pobladores desocupados y sin casa que deciden tomar los terrenos de un burgués para construir sus viviendas, hecho que deriva en una fábula maravillosa que da cuenta de cierta idealización optimista sobre la solidaridad entre los pobres. Por su parte, Visconti retomará la tradición más dura del neorrealismo con “Rocco y sus hermanos” (Rocco e sue fratelli, 1960) que, en clave de melodrama -y por momentos bordeando la tragedia- profundiza en la disolución de los lazos de una familia pobre de Sicilia que emigra a Milán. El mismo realizador incursionará, asimismo, en el film de reconstrucción histórica y en la adaptación literaria con un marcado estilo operístico. Cuando el movimiento se estanca, de 1955 a 1958, y comienzan a visualizarse los síntomas de cierto pintoresquismo de la pobreza (v.gr. “Pan, amor y fantasía”, con Gina Lollobrigida) así como los efectos de la represión intelectual, una nueva generación de creadores lo revitalizará entre 1959 y 1960. Ermano Olmi, Valerio Zurlini, Francesco Rossi, Valentino Orsini, Pier Paolo Pasolini, Paolo y Vittorio Taviani, Bernardo Bertolucci, Marco Bellocchio, aportarán nuevas perspectivas y estilos conformando la “nueva ola” del cine italiano. Asimismo, los filmes de Michelangelo Antonioni y otros directores jóvenes como Valerio Zurlini, insinúan las características del segundo gran movimiento cinematográfico europeo de la posguerra; el cine de autor francés. El impulso vital dado por el neorrealismo al cine hizo que pudiera reconstruirse la industria cinematográfica italiana en un contexto marcado por la hegemonía del cine de Hollywood en Europa, que arranca en 1918 y se refuerza a partir de 1946 en el marco de una profunda crisis de las cinematografías mundiales. Amén de fundar una nueva poética y una estética premeditamente ascética y despojada de artificios, el neorrealismo logra en pocos años la proeza de que muchos de sus filmes superen el éxito de los de la industria norteamericana. La producción del cine italiano anual ascendió entonces a las 100 películas. Esto impactó por igual a la crítica y a los empresarios de Hollywood. Según Francesco Casetti, pueden reconocerse en la reflexión teórica sobre el neorrealismo tres etapas. La primera de ellas va de 1945 a 1948, donde, como ya se dijo, la teoría es sobrepasada por la práctica cinematográfica. En la segunda fase, de 1949 a1955, “algunos filmes que se consideran esenciales obligan -a la teoría- a plantearse ciertos interrogantes sobre el cine, sobre su papel y su destino” y, finalmente, de 1955 en adelante, “en la que el análisis comienza a ofrecer, tanto signos de saturación como de renovación” (Cassetti; 1994). En estas dos últimas etapas, el “desacoplamiento” inicial entre reflexión teórica y práctica cinematográfica es superado, ofreciendo las dos fases la gama de posiciones teóricas y prácticas que la polémica en torno al realismo fue generando. Con todas sus contradicciones, el neorrealismo marca un “antes” y un “después” en la historia del cine mundial. Tendencias dispares como el cine de autor francés y los nuevos cines -particularmente africano y latinoamericano- el Free cinema inglés y el cine independiente de los Estados Unidos abrevarán de sus fuentes. Lo más importante de su legado es haber logrado tal universalidad a partir de temas y estilos consustanciados con identidades culturales particulares, mediante la indagación sensible en una realidad social e histórica que, además de conflictiva, estaba despoblada de imágenes “bellas”, conforme a los cánones estéticos entonces imperantes. El nuevo concepto de belleza que instala el neorrealismo, la adopción de la historia como relato fílmico y su vocación nacional y popular, permiten vincular al neorrealismo con el cine de las vanguardias rusas que lo antecedió y con los movimientos del cine político que lo sucedieron. Sobre esta “reconquista de lo real” por parte del cine, señala Césare Zavattini, guionista predilecto y uno de los inspiradores centrales del neorrealismo: “La verdadera tentativa no consiste en inventar una historia que parezca la realidad, sino en contar la realidad como una historia.” La postura de Zavattini se aproxima a la de Bazin cuando afirma: ” No se trata de transformar en realidad (o hacer parecer verdaderas, reales) las cosas imaginadas, sino de hacer lo más significativas posibles las cosas tal como ellas son, contadas desde ellas mismas”. O bien : “Ningún otro medio de expresión tiene, como el cine, esta capacidad original y congénita de fotografiar las cosas que, en mi opinión, merecen ser mostradas en su cotidianeidad, es decir en su más larga y más auténtica duración . Ningún medio de expresión tiene, como el cine, la posibilidad de hacerlas conocer al mayor número de gente”. (Cassetti; op.cit.) André Bazin admiraba al neorrealismo italiano, al que le adjudicaba el carácter de una verdadera fenomenología. Al hacer la crítica de Ladrones de bicicletas, encuentra que De Sica y su guionista, Césare Zavattini, habían logrado construir la estética perfecta del "cine puro", o sea una captación de la realidad donde la actuación, la puesta en escena y la construcción del guión no persiguen la finalidad de espectáculo. En la estructura casi anecdótica del guión percibe la cualidad de neutralidad que para él es la esencia del cine; mostrar las cosas tal como son; usar hechos en vez de ficción, revelar lo cotidiano y al hombre común, no lo extraordinario ni a los héroes "sedosos"; mostrar la relación del ser humano con su realidad social y no con sus sueños románticos. El cuestionamiento a las formas de elaboración del cine-espectáculo que sintetiza la posición de Zavattini, parte de un interrogante que lleva en sí la respuesta: ¿para qué elucubrar una historia impactante o espectacular, si la realidad desnuda de los seres humanos comunes, con todas sus debilidades y grandezas, plantados en los hechos del mundo, es la poética más significativa que tiene ante sí el ojo de la cámara? Deseo de inmediatez y de abolición de todo filtro; unidad de ética y estética, que, finalmente, parecen materializar el ideal de transparencia a cuya explicación Bazin dedicara su vasta obra. Sin embargo, lejos de ser interpretado de manera uniforme, en el sentido expuesto por Zavattini, el neorrealismo estuvo sometido a un intenso debate en el cual terciaron diferentes posiciones y concepciones. El crítico y teórico Guido Aristarco cuestiona las ideas de Zavattini al plantear que “la idea de una confrontación directa del cine y la realidad sustituye la de una interrelación mucho más compleja (entre ambos términos); la idea de una orientación innata del cine hacia la vida sustituye la idea de que esta predisposición debe, de cierta manera, ser cultivada y dirigida; la idea de una conquista de lo real fuera de toda fórmula preestablecida, sustituye la idea de que, contando el mundo, el cine puede y debe sacar provecho de las experiencias ya realizadas por la literatura.” (Aristarco en Casetti; op. Cit.) Propugna Aristarco que “una estética que se podría llamar de la reconstrucción, sustituya, en síntesis, a una estética del seguimiento”. Opina el autor que en esta profundización del mundo, la gran literatura ha dado ejemplos notables que sólo el prejuicio impide aprovechar. El valor de las reflexiones de Aristarco reside en que, adoptando como punto de partida el análisis de las películas del movimiento -entre sus predilectas están “La terra trema” y la célebre “Senso”, que originó una intensa polémica entre los críticos de cine italianos- llega a interesantes conclusiones sobre el cine en general y el cine realista en particular. Las mismas son enriquecidas por los aportes de otros investigadores que venían ejerciendo su influencia desde la década de los 30; Luigi Chiarini y Umberto Barbaro. Interesa destacar los puntos nodales del debate planteado, que remiten a las distintas formas de entender el realismo cinematográfico. •Desde la concepción de Zavattini, existen razones históricas y morales que justifican plenamente al neorrealismo. La guerra y la lucha por la liberación, con la cual estaban comprometidos los integrantes del movimiento, enseñaron a descubrir y valorar la realidad. Si “ha de ser la vida la que se asome a la pantalla”, ello no obedece en primera instancia a una toma de partido estética, sino a la necesidad que los individuos tienen de conocerse para construir una comunidad que no excluya a nadie. Por su esencia fotográfica, para Zavattini, el cine es un perfecto instrumento de conocimiento de la realidad. En la dimensión estética esto impone rechazar los cánones preestablecidos y las fórmulas preexistentes; las gramáticas y retóricas heredadas, para que sean las cosas mismas las que determinen cómo han de ser expresadas con la mayor inmediatez posible, sin idealizaciones ni canonizaciones de ninguna especie (el ideal de transparencia de Bazin). Zavattini, que era asimismo autor y guionista, llega a afirmar: “Ha llegado la hora de arrojar a la basura los guiones para seguir a los hombres con la cámara” (Ibidem.). •Guido Airstarco retruca: “Existen diversos grados de realismo, del mismo modo que existen diversos grados de realidad (la realidad tal como ella es percibida) que los realizadores pueden descubrir según sus orientaciones y capacidades de profundización” (Aristarco, 1955). No es suficiente con constatar qué pasa en el mundo; quienes viven los conflictos ya lo saben. El cine debe desentrañar las causas de los mismos y sus lógicas. Esto exige una profundización que puede requerir del auxilio de la trama dramática, “prestada de otras artes” -literatura y teatro- por lo que sólo un prejuicio establece la separación del neorrealismo con otros dominios de la expresión. “El problema del realismo es, ‘por el contrario’ un único y gran problema, común a la literatura, a las artes figurativas, al teatro, al filme...” (Aristarco, op. Cit.). La transferencia de medios de expresión de un dominio al otro es posible sobre la base del fondo unitario del realismo. •Con resonancias eisenstenianas, Aristarco prosigue afirmando que, en tanto los hechos de la realidad siempre se inscriben en una trama compleja de fenómenos multideterminados y plurisignificantes, se trata de pasar de una simple descripción de los hechos a la aprehensión global de los fenómenos; “de un cine del documento, de la crónica, de la denuncia, a un cine crítico” (Ibidem). Es fundamental la diferencia que establece el autor entre análisis y descripción, tan poco tenida en cuenta por el cine político. Criticar -en un sentido filosófico- significa analizar; algo cualitativamente distinto de denunciar, o de describir una realidad. El objeto de la crítica (análisis) de la realidad son los problemas de la misma y todo problema, social o individual, es siempre complejo, nunca se presenta solo, ni obedece a una monocausalidad. Los problemas actúan en una compleja red -dinámica a lo largo del tiempo- donde unos son causas y a la vez consecuencias -o manifestaciones- de otros, en una interrelación que involucra diversidad de dimensiones y fenómenos; históricos, económicos, políticos, culturales, psicológicos, etcétera. Un cine crítico no es el que ilustra audiovisualmente el problema o la red en el que el mismo se inscribe -al modo del documentalismo político pedestre que basa su eficacia en la ampulosidad de la denuncia- sino el que penetra entre los hilos de la trama en la cual el problema se enreteje, para desentrañar las causas y relacionar los fenómenos, de modo tal de proporcionar una mirada reveladora que lleve al espectador al descubrimiento de aquello que estaba oculto tras las apariencias de lo real. No se trata, entonces, de describir sino de analizar, como única forma de poner en crisis la percepción de los fenómenos naturalizada por la experiencia cotidiana, de modo que el cine aporte una dimensión cognoscitiva, para nada reñida con la fruición estética. •En este caso el argumento, la intriga dramática, los personajes, lejos de establecer una barrera a la transparencia, pueden convertirse en un instrumento útil para dar al discurso una “mayor ejemplaridad”, un “plus de valor” (Casetti, op. Cit.). Esta mayor ejemplaridad del discurso, o plus de significación que Aristarco reclama, consiste precisamente en la imbricación entre la indagacion crítica y la dimensión estética, en virtud de la cual, a la vez que el espectador disfruta del filme en términos estéticos -en cuanto espectáculo- éste actúa como medio de descubrimiento de la trama oculta de los fenómenos de la realidad, cuya manifestación son los problemas que él vive, pero sin haber podido hallar conexiones entre ellos ni logrado aprehender su esencia. Es este un notable aporte teórico, lamentablemente muy poco tenido en cuenta por el cine político o de crítica social, en tanto la tendencia predominante suele asimilar crítica a denuncia y realismo a descripción costumbrista de la realidad. En tal sentido Aristarco valoriza “La terra trema”, de Visconti, por su búsqueda de “una dimensión mayor que la de la simple descripción del ambiente, (la cual llega) hasta la frontera misma de la investigación psicológica, espiritual y social del drama, y en la utilización de medios expresivos desconocidos, empleados en estricta relación con el significado espiritual y humano que poco a poco van asumiendo. De ello nace positivamente un diseño complejo que utiliza el material humano e iconográfico para reconstruir en toda su plenitud y ejemplaridad un mundo del que no sólo se nos ofrecen los perfiles, sino también la lógica y las razones de fondo”. Con “Senso”, se dará, según Aristarco, el pasaje del neorrealismo al realismo, precisamente por la profundización de este camino, en el cual el cine expande su radio de acción (Aristarco en Casetti; op. Cit.). Agrega el teórico italiano: “De hecho narrar y participar, en vez de observar y describir, le permite (al cine) ver más allá de la superficie del fenómeno, para recoger sus mecanismos internos y sus razones ocultas. El resultado es un retrato más completo de la realidad, en el que a la presentación de los hechos se suma la comprensión de sus causas y en el que al registro de los acontecimientos se añade la percepción de la lógica que los sostiene” (Ibidem) •Según Chiarini, es preciso diferenciar entre espectáculo cinematográfico y film. El primero remite a una realidad compuesta, donde domina el placer de la puesta en escena y el trabajo escenográfico, la belleza visual y la voluntad de ”contar historias”, la seducción del público y el juego de la ficción. Esta es la tradición de la puesta en escena teatral, a la que el cine ofrece nuevas y más vastas posibilidades técnicas. Elegir un cine puro, en contacto directo con la realidad, significa renunciar concientemente a estos filtros tradicionales y, asimismo, a la puesta en escena. Pero este “cine puro siempre es una reelaboración creativa de la realidad”, como expresa John Grierson para definir al documental. De una manera u otra el realizador siempre reelabora de manera creativa los hechos originales. Esto no significa alterar la esencia de la realidad, si es que en la reelaboración no se traiciona el fundamento del lenguaje fílmico. Hay que reconocer el rol de la cámara y solicitarle que colabore en la exploración del mundo; mejor aún, hay que dejarla elegir los hechos, de modo de accionar, a su turno, sobre el hombre e indicarle cómo representar su entorno. Para Chiarini, lo que cuenta es la dimensión espacio del lenguaje cinematográfico. El cine puro no tiene sus fundamentos en el montaje –o sea, en el manejo de la dimensión tiempo- sino en la fotografía, en el ojo de la cámara, puesto que “en la posibilidad de elaborar artísticamente, sin mediaciones literarias y teatrales, un material informa todavía más desde el punto de vista estético.” (Chiarini, en Casetti; 1952). •Por su parte, Barbaro insiste sobre la presencia de la fantasía y la imaginación del realizador como elementos constitutivos del film y reafirma la función del montaje como principio de construcción estética. El debate apunta a establecer que la transparencia y la inmediatez precononizadas por Zavattini y Bazin pueden constituir una trampa si, en lugar de facilitar al cine transpasar las apariencias para arribar a la lógica de las esencias, le obstaculizan cumplir este propósito, en el cual reside su mayor aporte cognoscitivo, la vez que estético. El desafío consiste en pasar de un realismo reflejo o mimético, sólo capaz de captar las situaciones tal como se presentan a nuestras vivencias cotidianas, a otro que penetre en los fenómenos de la condición histórica y humana, en las que aquellas adquieren su más compleja y profunda significación. Siendo esta última misión la que fundamenta y legitima al realismo, socavarla o soslayarla en su nombre, contribuye a su muerte. Hecho que ya habían diagnosticado las vanguardias a principios del siglo XX. En suma, el ingreso al vasto territorio del realismo no es tan simple como pretenden las concepciones miméticas. Exige, por el contrario, una cuidadosa y reflexiva elección de los caminos, porque ellos esconden muchas trampas. El cine neorrealista logró eludirlas, por su apertura a lo nuevo, por la capacidad intelectual y analítica de sus principales mentores y por su profunda vocación de articular una nueva poética artística con una ética social. Entre la diversidad de temas, motivos y estilos de las obras del movimiento considerado como corpus, se abre paso un nuevo verosímil fílmico revelador de las distintas facetas y niveles de la realidad, posibilitando el equilibrio entre la voluntad de representarla “objetivamente” y la riqueza emergente de la multiplicidad de miradas sobre ella, así como entre el principio ético-estético de autenticidad y un nuevo simbolismo poético. El gran tema que subyace a la diversidad de miradas de los integrantes del movimiento es el ser humano plantado ante los hechos crudos de un mundo en crisis; o sea la interrelación sujeto-historia. Este es el trayecto que va de la historia a la conciencia del sujeto, en tanto actor protagónico de la misma y desde la conciencia del individuo en crisis, a la historia. Ell neorrelismo constituye una suerte de punto nodal de la historia del cine que, a la vez de nutrirse del patrimonio fílmico pasado en varios aspectos, anticipa el futuro; el cine de autor francés y los “nuevos cines”. En esto quizá resida su vigencia; es decir, su carácter de “cine clásico”. 3.2. El cine de autor francés. Crisis de la conciencia individual y crisis de sentido del mundo. La amenaza de “vuelta al principio” que acechaba tras el realismo fue percibida por quienes fueran los más estrechos colaboradoradores del crítico y teórico francés André Bazin, además atentos observadores y analistas del neorrealismo italiano. El grupo de críticos y cineastas que rodeaba a Bazin en Cahiers du Cinéma -después llamada nouvelle-vague- Eric Rohmer, Doniol-Valcroze, François Truffaut, Jacques Rivette, Jean Luc Godard y Claude Chabrol, reflexionó y debatió largamente, desde las páginas de la revista, la respuesta que darían al desafío planteado. Desde la aparición de Cahiers, en 1951, el grupo emprende el análisis de las obras de las distintas cinematografías, tanto de los filmes, movimientos y directores del cine mundial que ellos aprueban como de los que detestan. Examinan, en particular, los corpus cinematográficos que llevan implícita una reacción contra los cánones en los que se había anquilosado la industria del cine francesa. Situación que, por otra parte, había facilitado la penetración del cine hollywoodense en Francia. La exagerada posición anti-intelectual y pro imagen que asumen, llevándolos a redescubrir y sobrevalorar el western, las comedias musicales, el comic, los filmes de suspenso y a recuperar la estética de algunos directores norteamericanos inscritos en la maquinaria hollywoodense -Alfred Hitchcok, Howard Hawks, John Ford, Vicent Minelli, entre otros- debe interpretarse como portadora de una doble intencionalidad. Por un lado la auténtica búsqueda de nuevos senderos mediante el rastreo de las pistas, en el patrimonio cinematográfico mundial, de aquél cine que, perteneciendo a cualquier género y cinematografía, había aportado a la construcción de la autonomía del lenguaje de la imagen, así como de estilos autorales originales. Por el otro, la intencionalidad de propinar violentos “tiros por elevación” a la producción industrial de la cinematografía de su país a la que perciben agotada y decadente. En 1954 el joven François Truffaut publica en Cahiers, ”Une certaine tendence du cinéma francais”, suerte de manifiesto fundacional donde critica al denominado “cine de calidad francés” y sus pretensiones de realismo psicológico, del que dice “ni es realismo ni es psicológico”, subrayando que su sumisión a la literatura y su inclinación al intelectualismo coarta la autonomía del lenguaje fílmico. Ese cine -dice Truffaut despectivamente- está dominado por “películas de escenógrafos”, es mera ilustración o complemento de la literatura, considera irrelevante el trabajo del director y constituye un engaño. Se le hace creer al público que se trata de obras nuevas y de elevado nivel, cuando en realidad todas son calcadas de la misma receta. Trata de disfrazar con la “calidad” y la pretensión de “obra comprometida”, afirma Truffaut, lo que no es más que una obra comercial. Es un cine “antiburgés hecho por burgueses para burgueses”. (Truffaut, en Romaguera i Ramio y Alsina Thevenet, op. Cit.). En su apasionada cruzada anti-institucionalidad cinematográfica, recogen la proclamada -y poco practicada- propuesta de Astruc de 1948, de la cámara-lapicera (caméra-stylo), y para escándalo de los críticos “notables” del momento, exaltan a oscuros directores del pasado y sus filmes, en los cuales creen ver ejemplos anticipatorios del cine de autor. Son realmente una “nueva ola” que recoge la tradición vanguardista de ecandalizar para sacudir las conciencias aletargadas. Paso necesario para demostrar después cuan antinatural puede ser el cine basado en la novela naturalista. Apunta Román Gubern que, a diferencia del concepto de “cine de autor” que lanza el mismo grupo, el término nouvelle vague, fue acuñado por la periodista del semanario L’ Express, Françoise Giroud, en 1957, a raíz de una encuesta sobre la juventud rebelde francesa de la época (Gubern; 1999). El paso inicial de la producción del movimiento, lo dará Claude Chabrol, en 1958, con “El bello Sergio” (Le beau Serge), realizada con escasos recursos económicos -gracias a una herencia recibida por su esposa- y actores poco conocidos. La película obtiene, sin embargo, reconocimiento de la crítica y éxito de público. Esto posibilita a Chabrol filmar al año siguiente “Los primos” (Les cousins). Paralelamente, François Truffaut filma “Los 400 golpes” (Les quatre cents coups) -financiada por su suegro- y dedicada a la memoria de su maestro, André Bazin. (Gubern; op. Cit.). La película también logrará gran aceptación del público, particularmente de aquél sector juvenil denominado nouvelle-vague. Pese a que el premio mayor del Festival de Cannes de 1959 (La Palma de Oro) se otorga a “Orfeo negro” de Marcel Camus -que reunía las características que los integrantes de la nueva ola criticaban- el premio a la mejor dirección lo recibe Truffaut. Esto posibilitó al movimiento abrise camino, a pesar de las feroces críticas de muchos representantes de la industria. La respuesta anti-sistema del cine de autor, no obedeció a razones meramente estéticas, ni ideológicas, sino que emergió también de la profunda crisis que aquejaba por entonces a las cinematografías mundiales. No puede omitirse que se trata de un movimiento post-televisión. Si bien las primeras experiencias de transmisión televisiva en Europa, datan del año 1932, es sabido que la guerra y ciertas imperfecciones técnicas que debían pulirse pospusieron su aparición hasta los 50. A poco de instalado, el nuevo medio comienza a apropiarse de los géneros más populares del cine-espectáculo; melodrama, acción, musicales, etc., convirtiéndose en el centro del entretenimiento familiar y desplazando al cine de esta función. Se impone entonces al cine encontrar la forma de recuperar el terreno perdido. Para ser eficaz, la respuesta debía conjugar los aspectos económicos con los artísticos. La industria francesa se vuelca al “film de calidad” (aggiornamiento del Film d’art ), el melodrama de origen literario y la comedia con Jacques Tati. Hollywood responde con un fastuoso cine-espectáculo basado en superproducciones con las que la televisión no podía competir y eliminando el cine “clase B” que tantos réditos de público le había dado. En todas partes la industria busca desesperadamente nichos competitivos con la TV. Pero, al decrecer abruptamente la asistencia de los espectadores a las salas, el número de las producciones desciende en los distintos países. Es sintomático que en 1954 los Estados Unidos lleguen al nivel de producción más bajo desde los años 20: totalizando 253 películas (Pérez Turrent, en Sadoul, 1974). Influido por el neorrealismo, así como por la propuesta de la caméra-stylo, el nuevo movimiento francés se propone abolir el esquema basado en las grandes producciones y el despliegue del cine-espectáculo industrial, con su costoso sistema de estrellas y grandes montajes escenográficos, para encarar producciones modestas. Recurre, entonces, a la autenticidad de las locaciones naturales -o que parecen serlo- y a actores y actrices hasta el momento desconocidos, cuyas fisonomías no responden a los patrones de belleza convencionales, los cuales tampoco representarán a los arquetipos de la tradición literaria burguesa, ni del cine de géneros, sino a personajes extraidos de las turbulencias de la vida. Estos anti-héroes, precursores de la posmodernidad, tendrán un perfil que derivará hacia la construcción de un nuevo arquetipo: el “héroe moderno”. Bajo la consigna de terminar con el anonimato del autor, también cae la serialización generística fundada en la rígida división del trabajo propia de la industria, en particular la existente entre el guionista y el director. La autoría del director, que implica su asunción del lugar de emisor identificable del discurso, cumple una doble función cuestionadora. Por un lado de los modos de producción de la industria cinematográfica que no dejaban resquicio para los directores nóveles o independientes. Por el otro, implica una subversión del trabajo intelectual dentro del campo cinematográfico, en la medida que es el director del film -y no el autor de la obra literaria previa o el sello productor- quien hace explícita su cosmovisión y, por tanto, el autor verdadero de la obra cinematográfica. Este propósito, a la vez que supone un gran cambio de orden simbólico, ataca las bases materiales del star-system; esto es, la función de estrategia de marketing para la venta de las películas, que también pasa a ser un componente básico de la televisión cuyo propio sistema estelar arrojará a un anonimato aún mayor al director. El rechazo a la adaptación de una obra literaria previa y la demolición del encasillamiento generístico serán otras constantes del movimiento. En general, la producción se basará en un guión especialmente concebido para el film, en algunos casos escrito enteramente por su director y en otros con la colaboración de un guionista perteneciente al mismo grupo o consustanciado con su ideología. Se dará también el caso –por ejemplo, Jean Luc Godard- en que el autor-director desechará el paso previo del guión y construirá su película mediante el trabajo de improvisación con los actores en torno al tema planteado en una escueta estructura. Aún cuando exista la sujeción a un guión previo, la contribución de los actores a la obra fílmica es mucho mayor que en la producción rígidamente compartimentada del cine industrial. El estilo de actuación logrado mediante las improvisaciones contribuye a desdramatizar la ficción y dar naturalidad a los diálogos. Hecho que al combinarse con la cámara-lapicera del autor, que adopta la mirada del observador externo, provoca un efecto de distanciamiento que vincula, estilísticamente, al cine de autor con el cinéma-verité y el nouveau roman de la “escuela de la mirada” (école du regard; Alain Robbe-Grillet y Marguerite Duras particularmente). Este punto de vista posibilita profundizar en los pequeños gestos y en la psicología de los personajes de una manera ascética y, en apariencia, prescindente de toda pasión subjetiva. Estilo que es congruente con los argumentos y personajes escogidos y sus actitudes frente a la vida. La abolición o relativización del patrón generístico como paradigma productivo, constructivo y estético -que la televisión reelabora- da lugar a la preeminencia del estilo. El régimen de previsibilidad del género que, del lado del espectador actúa como patrón de reconocimiento, es así transferido al estilo del director-autor. Ya no se trata de ver una película policial o una comedia protagonizada por ciertas estrellas famosas, sino el film de un director cuyo estilo identificable actúa como fuente de previsibilidad, más allá del tema o el género que aborde en cada una de sus obras y de quienes sean sus actores. A la larga, actores y directores del “cine de autor” conformarán una suerte de star system paralelo al hegemónico y de nuevo perfil que adquirirá, asimismo, la función de estrategia de marketing. La diferencia es que ya no se procura la adhesión del público al cine-espectáculo, mediante la promoción de las estrellas y la planificada correspondencia entre los personajes de ficción y la imagen que los actores que los representan proyectan, para constituirse en arquetipos a ser imitados en la vida real. A la autoridad emanada del despliegue emocional-litúrgico de este sistema, se opondrá la autoridad intelectual y creativa del autor y la calidad interpretativa del actor que habrá dejado de ser una “estrella”; a la autoridad del género se opondrá la del estilo autoral. Gordard se propone, no sólo hacer estallar el relato a nivel de la narrativa, fragmentando las acciones y destruyendo arbitrariamente su coherencia espacio-temporal, sino también la tradición misma del lenguaje cinematográfico. Así, introduce saltos de eje, abruptas discontinuidades técnicas, efectos de alteración del tiempo que no obedecen a necesidades narrativas, llegando inclusive a intercalar trozos de negativo que producen un efecto de extrañamiento. Apela a cuanto recurso surja de su vasta imaginación para desmontar las piezas de la institución cinematográfica, desnudando ante el espectador “la cocina del lenguaje”; o sea, todo aquello que los filmes “bien hechos” sirven en su mesa como un apetitoso plato a saborear, pero cuya elaboración ocultan. Esta actitud anárquica y rebelde la expresa Godard en relación a todos los valores consagrados por la Francia burguesa; en primer término, obviamente, con la tradición racionalista cartesiana. Aunque los restantes directores del movimiento asumen prosiciones menos virulentas, las innovaciones que cada uno de ellos aporta se tornarán insoslayables. De la mano de estos cambios, nuevos temas y motivos irrumpen en la pantalla y otros se redefinen. El melodrama y el drama social serán desplazados por el drama intimista y los problemas de individuos que cuestionan la “normalidad” burguesa; el peso del argumento es desplazado por la profundización psicológica en los caracteres dramáticos; las alusiones vedadas a la sexualidad del cine industrial -y aún más de la TV- por el erotismo sin tapujos. Es particularmente en este aspecto que el cine de Hollywood parecerá puritano e ingenuo. Aunque el erotismo desenfadado había sido introducido por el dúo Vadim-Bardot, en 1956 con “Y Dios creó a la mujer” (Et Dieu créa la femme), la sexualidad humana mostrada en la pantalla grande sin metáforas pudorosas o hipócritas, observada por el ojo de la cámara con la misma naturalidad con la que se mira un paisaje, no sólo se integrará a la lógica de la diégesis cinematográfica cualquiera sea el tema, sino que podrá ser un tema en sí (por ej. Les amants, de Louis Malle, 1958). El erotismo franco y la intencionalidad anti-escenográfica harán de la cama un elemento importante de la acción. El lecho no sólo cumplirá las funciones tradicionales de dormir y hacer el amor, sino que se constituirá en una suerte de símbolo. Desde la cama se puede mirar televisión, escuchar música, leer, comer, o simplemente sumirse en la desencantada contemplación de la vida. También la cama, como posesión personal, objeto que define un espacio, o barrera comunicativa, se presta para desarrollar distintos conflictos humanos. Entre la cama, símbolo del espacio privado por excelencia, las calles suburbanas de Paris, ciudad redescubierta por esta nueva mirada que revela cuánto de oscura sordidez esconde su belleza y la demolición de la apariencia bucólica de las ciudades provincianas, el cine de autor se dedica a derrumbar los mitos de la France eternelle. Las referencias a la cama y al costado oscuro de las ciudades remiten, la primera, al cuestionamiento a cierta tradición literaria francesa (los “dramas de alcoba”). La segunda, presenta el contraste entre un espacio público que fuera el escenario luminoso de los sueños revolucionarios en los momentos de su apropiación por las masas y las ciudades sombrías que asisten silenciosas a la feroz y sangrienta Guerra de Argelia. Tema tabú para el cine francés, que Godard aborda en “Le petit soldat” (1960) cuya exhibición es prohibida hasta 1963; después de terminada la guerra. Igualmente será puesta bajo la lupa implacable del movimiento, la hipocresía de las convenciones burguesas de las pequeñas ciudades provincianas para develar las sórdidas relaciones interpersonales que ellas enmascaran. La angustia existencial del individuo incomunicado y desgajado de su sociedad, será el gran tema del movimiento. El mismo adquirirá los diversos rostros de personajes que bordean los límites de la locura y la muerte. Este desgarramiento existencial comprende, desde el simpático asesino perseguido de “Sin aliento“ (A bout de souffle, Godard, 1959, con guión de Truffaut), hasta el escritor alcohólico y suicida de “El fuego fatuo” (Le feu follet, 1963, de Louis Malle) pasando por el revolucionario español en crisis, exiliado en Paris, de “La guerra terminó” (La guerre est finie, Resnais 1966). También habrá excepciones e irregularidades en la obra de varios integrantes del movimiento que incursionarán en la industria. Algunos de estos filmes estarán signados por los rasgos que ellos mismos tanto habían denostado en sus inicios. Desde este “cine del malestar” un nuevo verosímil fílmico se abre paso. Es el de la conciencia en crisis que se extiende por distintos sectores de las sociedades europeas; juveniles, intelectuales, mujeres, trabajadores, en las que pese al Estado de bienestar, las relaciones sociales se desestructuran. Como en las mónadas de Leibniz, las conciencias de los personajes desencantados del cine de autor, contienen a nivel “micro”, la macro realidad social de un mundo en crisis. Sólo que, en este caso, el Donante Supremo de la armonía está ausente. La muerte de Dios, que Nietszche había denominado nihilismo, alude a esta suerte de vacío existencial que introduce el cine de la nouvelle-vague como una suerte de hilo conductor hacia la posmodernidad. La ruptura de la armonía presente en las obras alude a la pérdida del sentido del mundo regido por el orden burgués, con sus hipócritas estilos de vida, sus códigos, valores y sistemas de ideas. Pero también al derrumbe de aquél que, desde el marxismo, prometía la utopía de sociedades felices en la cual la izquierda europea había depositado sus esperanzas y que deriva en el decepcionante “socialismo real”. Es éste un mundo desencantado, en el que la pérdida de valores trascendentes y de los ideales que representaban objetivos colectivos que habían dado sentido a la vida de varias generaciones, abren paso a la anomia. Obturada la puerta de ingreso a la historia, no le queda al individuo sino replegarse hacia sí mismo y expresar su inconformismo, ya sea para refugiarse en la memoria -el cine de Resnais- o bien autodestruirse -“Pierrot le fou”, de Godard. Es la realidad de una sociedad dislocada la que anida en la conciencia fragmentada de los personajes del drama del cine de autor francés. El adolescente angustiado por el desamor y la indiferencia de su familia (Jean Pierre Leaud) de “Los 400 golpes” de Truffaut y el asesino perseguido (Jean Paul Belmondo) de “Sin aliento”, de Godard y su eventual pareja (Jean Seberg) con la que el inicio de un posible amor desemboca en la traición de ella que lo arroja a él a la muerte de manera conciente, constituyen los arquetipos de la nueva actitud nihilista ante la vida. Ellos confieren verosimilitud a las historias que protagonizan, tanto por la ausencia de aquellos valores, antes considerados fundamentales -hecho que da cuenta de su imperfecta condición humana- como por el desgarramiento que los atraviesa hasta en sus mínimos actos. De este modo, la anti-heroicidad de sus oscuros dramas individuales y sus miserables vidas, adquieren la grandeza que los justifica. Pese a su controversial ataque al realismo, el cine de autor arriba a un realismo de nueva especie, en el cual no es la realidad del mundo histórico la que solicita la percepción del sujeto para ser reconocida por él, sino, a la inversa. En esto reside el malestar que provoca: la conciencia del sujeto no es “reflejo” del mundo, ni se vuelca hacia la historia para aprehenderla o transformarla, sino que el mundo, al invadirla con su crueldad y sinsentido, la ha transformado en objeto nómade, negándole toda posibilidad de anclaje en la esfera de lo público o colectivo, así como en la de los afectos personales. Esta conciencia individual volátil, remite a un mundo que se ha tornado incomprensible y cuyo signo distintivo es el carácter efímero de todas las construcciones sociales y políticas originadas en la supremacía de la razón. Los nuevos arquetipos son personajes expulsados de la plenitud de la vida. En ellos el amor pasa a ser una quimera inaprensible y fugaz del horizonte de la angustia. El suicidio por dinamitación del final de “Pierrot le fou” (1965) de Godard, alegoriza ejemplarmente el mundo al borde de la explosión que implosiona dentro del sujeto haciéndolo estallar en mil pedazos. Subterráneo paralelismo con respecto a la múltiple explosión final del edificio -que simboliza al capitalismo y la sociedad de consumo norteamericana- “detonada” por el odio de la mirada de la protagonista de Zabriskie Point (1969) de Antonioni, filmada en los Estados Unidos para la Metro. En este último caso, la explosión simbólica es la de un mundo exterior al personaje, al cual éste opone otro mundo posible que asume como propio; el de la contracultura hippy. La explosión de Pierrot, en cambio, clausura toda alternativa. En su diversidad de tendencias, los nuevos verosímiles fílmicos del cine de autor se conectarán naturalmente con el imaginario de aquella juventud rebelde encuestada por la periodista de L’ Express en 1957. La “nueva ola” adquirirá pleno sentido en el siguiente decenio, cuando se constate que, en la íntima relación entre imagen fílmica-imaginario colectivo, el arte se habrá anticipado una vez más a las ciencias sociales en su percepción de la realidad histórica. El crítico e investigador de cine Guy Hennebelle divide a la nouvelle-vague en cuatro tendencias : “a) un nuevo academicismo ilustrado por Chabrol, Truffaut, Carné, Delannoy (...) ; b) El intelectualismo, ese vicio impune del cine francés al que se entregan los Kast, Rohmer, Rivette, Robbe-Grillet, Marguerite Duras y otros. c) El cine de introspección, complejo de designar y coincidente a veces con el anterior, designa sobre todo a Alain Resnais(...). d) Los preludios de un cine revolucionario”, en el cual inscribe a Godard y a cuya vanguardia ubica a Chris Marker, Armand Gatti y, más tarde, a René Allio y otros. Según Hennebelle serán los pertenecientes a esta última tendencia, los cineastas que entroncarán con el cine político a partir del 68 (Hennebelle; op. Cit.). En el orden teórico, dos conceptos clave dan surgimiento al cine de autor; “puesta en escena” y “política de los autores” (Magny; 1991). Aparentemente ambos son por completo contradictorios con los postulados del realismo baziniano, en tanto remiten, uno a la laboriosa composición de la tradición teatral y el otro, a la subjetividad máxima, antes que a la tesis de transparencia y objetividad del realismo ontológico por aquél preconizada. No obstante, la puesta en escena cinematográfica, tal como es concebida por los integrantes del movimiento -más allá de los diferentes estilos en los que cada uno de ellos la plasma- surge de la constatación de que todo lo que el objetivo de la cámara capta -los actores y objetos, los espacios y desplazamientos dentro de ellos, las angulaciones y movimientos, etc.- significa. Se trata, pues, de hacer conciente el proceso de construcción de la significación. No hay elecciones arbitrarias, ni guiadas por un mero afán esteticista; cada una de ellas debe expresar ”algo” y los distintos niveles que componen la obra han de dar por resultado una unidad semántico-estilística. La mirada distanciada del ojo de la cámara, la puesta en escena y la subjetividad de la mirada del autor, son los tres componentes de una unidad dialéctica. Existe en los integrantes del movimiento la plena convicción de que el espacio cinematográfico no es, ni puede ser, copia fiel de la realidad, sino un espacio virtual, humanamente construido. A la modelación de este espacio concurren multiplicidad de factores y condicionantes que llevan a cada aspecto o momento de la obra diversidad de miradas, cuyo resultado final -para que aquella sea inteligible- ha de ser la unidad de visión. Por lo que es falso y forzado negar la intervención del realizador en la composición de estos factores y en la armonización de las miradas que dan por resultado aquella unidad. Se sea o no conciente de ello, la mirada unificadora del director siempre existe. De igual manera que la historia de las sociedades no se construye a partir de una mirada única, sino desde miradas múltiples y diversas, cuya interrelación y lógica debe desentrañar el historiador, dando como producto una interpretación de la misma –que es inevitablemente la suya- otro tanto sucede con el director del film. La política de los autores consiste, precisamente, en demoler el mito de la objetividad y el anonimato, para subrayar que el cine -al igual que la novela- tiene un autor y que cada filme da cuenta de la personalidad y las ideas del mismo, tal como sucede con otras artes. Sin admitir este principio no es posible hablar de la autonomía artística del campo cinematográfico. En dicha política de los autores ve Jean Mitry una de las cualidades específicas del cine. Sostiene el teórico francés, que el aspecto estético del cine sólo existe en un diálogo con el realismo psicológico del cual aquél, como análogo del mundo real, no se puede librar. La pantalla como marco y ventana del mundo hace que el film muestre -dentro de la pantalla- una porción del mundo que hay más allá de ella y que el marco oculta. Pero el espectador sabe que ese mundo existe y que el film brinda de él tan sólo una de las innumerables formas de verlo. Por tanto, el creador cinematográfico no puede liberarse de la realidad, pero puede y debe darle su propio tratamiento (Patar; 1991). La invisibilidad del director, además de ser una hipocresía, atenta contra el sello anti-género y anti-producción industrial por excelencia: el estilo. Y, para la política de los autores, es al nivel del estilo, antes que del “contenido”, al que debe orientarse la crítica o el análisis de las obras fílmicas. Afirmación con resonancias de la caméra-stylo de Astruc y batalla final, y victoriosa, de la lucha que había emprendido la teoría del cine a principios de siglo por la legitimación del campo cinematográfico como arte y del cineasta como artista. La visibilidad del director como autor cierra aquella larga búsqueda de legitirmidad, pero introduce una nueva e inquietante división en las categorías cinematográficas establecidas. Esta es la adjudicación de un valor artístico plus o “superior” al cine de autor, con respecto al producido por la industria. Se consagrará así la diferenciación entre un cine “obra de arte” (de autor) y otro “cine comercial” (industrial) o dirigido al mero entretenimiento. Escisión que, anticipada en períodos anteriores por las vanguardias, se superpondrá decididamente a la taxonomía de los géneros. Este nuevo valor simbólico adjudicado a ciertas películas o tipo de cine, jugará asimismo un importante papel en la lucha competitiva de la cinematografía francesa -y la europea en general- con el emporio hollywoodense, así como en la competencia entre el cine y la televisión. Pese a que los cineastas-teóricos de la nouvelle vague francesa, y otros de diferentes partes del mundo, revisarán críticamente aquella división maniquéa, ella queda instituida. Al menos hasta que la equiparación valorativa de todos los fenómenos artísticos perpetrada bajo el paraguas de la posmodernidad, se dedique a “redescubrir” el cine “clase B”. Los críticos se abocarán entonces a una competencia snob por exhumar rarezas. No se tratará sólo del cine de calidad producido por la industria hollywodense -que Cahiers du Cinéma se había anticipado en identificar- para convertirlo en objeto de culto, sino también de la sacralización ecléctica de los peores esperpentos y del más banal “cine de efectos”. Con la nueva generación de críticos nucleados en torno a la revista fundada por Bazin, que luego se tranforman en directores de cine, también se da una curiosa inversión en la trayectoria de la reflexión teórica. Si antes la misma era abordada como producto de prácticas cinematográficas concretas o bien las acompañaba, con el cine de autor la teoría precederá a la práctica, ingresando al campo de la realización cinematográfica al modo de hipótesis que requieren ser validadas por aquella. ¿Qué transformaciones impulsan este cambio? Primero, la teoría del cine pasó de ser una actividad subsidiaria de la producción y de reflexión sobre obras cinematográficas particulares -y, desde ellas, acerca de lo específico del cine- a constituir un campo relativamente autónomo de producción intelectual. Se encuentran indicios de este deslizamiento en los teóricos “clásicos”, el mismo se acrecienta con el neorrealismo, donde en una primera etapa la teoría se desacopla del cine producido y después vuelve a sintonizar con él pero desprendida ya de la psicología y la antropología que la habían acompañado un largo trecho. Es en la primera etapa del cine de autor que la teoría del cine reingresa de lleno al campo de la estética. En segundo lugar, de manera contemporánea al desarrollo del cine de autor, surgirá y evolucionará el estructuralismo, corriente que, en la década de los 60, se torna hegemónica en diversos campos de las ciencias sociales, la literatura y, sobre todo, la lingüística. El estructuralismo avanzará también en la antropología y la semiótica con su vocación por el análisis de los niveles “micro” de la realidad. Aparece, en suma, una “nueva ola” de intelectuales que marca con su influencia el devenir de la antropología, la sociología, el psicoanálisis, la lingüística, la literatura, el cine, la comunicación social. Campos entre los que se empiezan a establecer entrecruzamientos cuyo sostén ya no es ideológico o filosófico, sino que está dado por un programa metodológico compartido. Se trata ahora de clasificar la porción de la realidad abordada por cada disciplina mediante su desmembramiento analítico y de estructurar modelos o sistemas universales de comprensión que puedan dar cuenta del objeto de estudio, más allá de los fenómenos particulares. Aunque, en cierta medida, el estructuralismo pudo constituir una moda promocionada por los críticos y medios de comunicación, lo cierto es que el desorden del mundo ya no posibilitaba hacerlo comprensible por la vía de los grandes relatos filosóficos o ideológicos, ni por la de los estudios estadísticos. La percepción de estar ante un verdadero cambio civilizatorio -o una encrucijada de la historia- parecía imponer a muchos intelectuales la necesidad de apartarse de la abstracción teórica y las explicaciones totalizadoras para concentrarse en los fenéomenos particulares. Es entonces que la teoría del cine se ubica de lleno en el terreno de la semiología. Cahiers du Cinéma sigue de cerca aquella trayectoria y publica una entrevista a Roland Barthes (“Sur le cinéma”) en 1963, así como los primeros escritos de Christian Metz en 1964. La obra de Jean Mitry, “Esthétique et psycologie du cinéma”, había aparecido en 1963, pero él ya venía investigando la historia y la estética del cine desde 1930. Dominado el campo de la teoría cinematográfica europea por aquellos gigantes y el de las ciencias sociales por el estructuralismo durante todo el decenio -y más lejos aún- sólo Godard, Deleuze, Eco y Pasolini, se atreverán a formular aportes nuevos. La teorización sobre la nueva relación cine-sociedad que reclama la crisis en curso y las formulaciones estéticas congruentes con ella, emigran entonces hacia los “bordes”, en los países en los que surgen los “nuevos cines”. El movimiento que tiene lugar en Francia entre 1953 y 1968 se nutre de los aportes de la trayectoria teórica europea clasica, pero al emigrar la producción teórica a la polifacética geografía en la que se despliegan los “nuevos cines” todo clasicismo y toda teoría previa serán objeto de sospecha. El nuevo régimen de verdad que presupone el verosímil fílmico del cine de autor, da cuenta de un mundo en acelerado cambio y de la emegencia de nuevos actores sociales. Las luchas por la liberación de los dominios coloniales que pugnan por constituirse en naciones en el marco de la bi-partición del poder mundial generada por la segunda Guerra Mundial, la polarización político-ideológica de la “guerra fría” que la acompaña y las convulsiones sociales y políticas que signan el fin de los 60, desembocan en una turbulencia social que establece su núcleo significativo en el campo cultural. Los diversos movimientos críticos que recorren a casi todas las sociedades, fueran políticos o sociales, se reivindicarán ante todo como contraculturales. En ellos adquieren repentino protagonismo los sectores antes marginados; jóvenes, mujeres, trabajadores, minorías étnicas, intelectuales. De manera contemporánea, las sociedades industriales avanzadas -particularmente los Estados Unidos- incubaban en los laboratorios de investigación científica aplicada a la industria bélica un salto tecnológico apenas entrevisto, que tendría su mayor impacto en el campo de las comunicaciones y la información y, obviamente, del audiovisual. La revolución tecnológica en curso, a caballo entre el fin de una etapa de desarrollo del capitalismo y el comienzo de otra, tendrá una influencia decisoria en la redefinición de “los posibles” fílmicos (y de otras especies...).
Descriptor(es)
1. CINE DE AUTOR
2. CINE POLITICO
3. DIRECTOR
4. NEORREALISMO ITALIANO
5. NEORREALISMO Y CINE
6. PRODUCCION
7. SOCIEDAD Y CINE